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– Usted gana, dominee -le dijo-. Sí, ésa es mi firma. Me había olvidado por completo de que ese mensaje debía despacharse hoy mismo.

El dominee De Vroome asintió con la cabeza, satisfecho, recogiendo el memorándum y doblándolo lentamente.

– Olvídese de lo que quiera, excepto de una cosa. Nosotros sabremos cualquier cosa que sea necesario saber acerca de la nueva Biblia antes de que ustedes hipnoticen al público. Prepararemos a la gente para que resista un ataque y lo rechace. Pero si usted desea estar del lado victorioso, regresará aquí y trabajará con nosotros hombro con hombro… Ahora, el señor Plummer lo llevará a su hotel.

– Gracias, pero preferiría tomar un poco de aire fresco -dijo Randall rápidamente.

– Muy bien.

De Vroome condujo a Randall hacia la puerta y, sin decir palabra, lo despachó.

Minutos después, habiendo dejado atrás la casa del guardián y la pomposa iglesia, Randall caminó entre las sombras de los frondosos árboles que rodeaban el Westermarkt, y se dirigió hacia el farol más cercano de la desierta plaza.

Un nombre, sólo uno, resonaba en sus oídos, haciendo eco, una y otra vez, en su cerebro.

Mateo.

En ese momento no tenía la paciencia para buscar un taxi. Era la hora de la verdad. Sólo uno de los doce que habían recibido el memorándum que él había enviado esa tarde llevaba el nombre clave de Mateo.

¿Quién había recibido la nota con el incriminante nombre de Mateo?

¿Quién?

Bajo la luz amarillenta de un farol, Randall buscó a tientas, en el bolsillo interior de su chaqueta, la lista de los doce discípulos y las doce personas del proyecto cuyos nombres hacían juego.

Tenía la lista. La abrió. Y sus ojos la recorrieron.

Discípulo Andrés – doctor Bernard Jeffries.

Discípulo Tomás – reverendo Zachery.

Discípulo Simón – doctor Gerhard Trautmann.

Discípulo Juan – monseñor Riccardi.

Discípulo Felipe – Helen de Boer.

Discípulo Bartolomé – señor Groat.

Discípulo Judas – Albert Kremer.

Discípulo Mateo -

Discípulo Mateo.

El nombre que estaba frente al de Mateo era el nombre de Ángela Monti.

VII

Había sido una noche de insomnio, y ahora era la media mañana del viernes más negro que Steven Randall había conocido en toda su vida.

Había ordenado a Theo que lo condujera no al «Gran Hotel Krasnapolsky», sino al de Bijenkorf, la tienda de departamentos más grande de Amsterdam, un edificio de cinco pisos ubicado sobre el Dam.

Veinte minutos antes había llamado por teléfono a Ángela Monti desde el «Amstel»; no la había encontrado en el «Hotel Victoria», pero a la siguiente llamada la había localizado justo cuando ella entraba en el cubículo contiguo a su propia oficina, preparándose para reemplazar a Lori Cook como su secretaria.

La conversación telefónica había sido a nivel de monólogo breve… de parte de Randall.

– Ángela, tengo que verte fuera de la oficina acerca de algo muy urgente. En cualquier otro lugar. Me dijiste que has estado en Amsterdam varias veces antes. ¿Qué te parece si nos vemos en esa tienda de departamentos que está en el Dam? ¿Hay ahí alguna cafetería donde podamos sentarnos a platicar unos minutos? -El almacén tenía una cafetería en la planta baja y una en el último piso, el cuarto-. Está bien. Nos veremos arriba. Ahora mismo salgo para allá. Te espero.

Randall entró a de Bijenkorf por el lado del Dam.

Todavía era temprano, así que el gigantesco emporio aún no estaba repleto de compradores. Se dirigió a una vendedora del departamento de bolsos y sombreros y le preguntó dónde se encontraban los ascensores; ella le indicó que quedaban enfrente, al centro de la tienda.

Caminó apresuradamente entre los mostradores y los aparadores, con sus montones de joyería de fantasía, sus flores artificiales, sus discos estéreo y sus toallas, sin prestar atención, sin importarle nada, tratando sólo de concentrarse en su confrontación con Ángela Monti.

Posiblemente ella era una mentirosa, y casi seguramente una traidora. En un principio Randall había dudado de los servicios de inteligencia de De Vroome, en el sentido de que el profesor Monti se encontrara en desgracia y que Ángela le hubiera mentido y se hubiera prestado para proteger y promover personalmente a su padre. Y aun después de poseer la prueba de que Ángela estaba colaborando con De Vroome para destruir a Resurrección Dos, a Randall le resultaba difícil de creer. ¿Por qué querría ella ayudar a arruinar un proyecto, cuya destrucción también arruinaría a su amado padre? A menos de que… y ésta era realmente una posibilidad… a menos de que Ángela no amase a su padre. Por lo que Randall sabía, bien podría ser que Ángela lo odiara y que hubiera buscado la oportunidad de sabotear el proyecto originado en sus descubrimientos.

De cualquier forma, fuera cual fuere el motivo, el abominable hecho existía: la trampa que habían tendido la noche anterior había revelado sin duda que Ángela era la delatora dentro de Resurrección Dos. Una vez aclarado esto, no parecía haber mayor razón para dudar de la afirmación de De Vroome en el sentido de que Ángela era una farsante y una mentirosa. Y sin embargo, apenas ayer al mediodía, y la noche anterior, había intimado con ella más profundamente de lo que jamás había intimado con ninguna otra mujer, y la había amado y había confiado en ella como en ninguna otra. Resultaba imposible creer que ella había traicionado no sólo el proyecto, sino el amor que él le tenía. No obstante, también resultaba imposible eludir la fría evidencia de que eso era precisamente lo que ella había hecho.

En unos cuantos minutos lo sabría. Le temía a la verdad, pero debía saberla, aunque tuviera que arrancársela a Ángela.

Sentía ganas de estrangularla por haber saboteado la poca fe que apenas recientemente había adquirido. Pero hacer eso equivaldría a cometer un suicidio. Sería una confrontación sin esperanza, de la cual no habría supervivientes.

Todos los ascensores estaban ocupados, y a pocos metros vio que varios clientes tomaban una escalera eléctrica. No podía esperar. Se dirigió apresuradamente a la escalera, se subió en el escalón y se agarró del pasamanos que ascendía en movimiento.

Se bajó en el cuarto piso y miró a derecha e izquierda, hasta que encontró el letrero que decía: EXPRES BAR/EXPRES BUFFET.

Cruzó el torniquete de entrada, recibiendo de manos de una distraída empleada un boleto amarillo que debía ser perforado para mostrar lo que había ordenado. Delante de él, en una larga barra de alimentos, alcanzó a ver a Ángela llevando una bandeja en las manos e inspeccionando el menú que estaba colgado en la pared, detrás del mostrador: warme gerechten, koude gerechten, limonade, koffie, thee, gebak.

Se acercó a ella por detrás.

– Por favor, pídeme un té solo, nada más. Buscaré un lugar para sentarnos.

Antes de que ella pudiera saludarlo, él ya se había alejado, para no tener que mirarla a la cara. Las mesas con cubierta de formica que había en el centro de la cafetería estaban ocupadas. Del otro lado había una fuente de soda en curva con altos bancos giratorios, donde había lugar de sobra. Se sentó en uno de los bancos dando la espalda a la barra de alimentos y, asomándose por encima de la angosta fuente, pudo mirar hacia abajo y observar la actividad que se desarrollaba en el primer piso del almacén.

La espera le pareció interminable.

– Buenos días, cariño -le dijo Ángela.

– Buenos días -contestó él fríamente.

Le quitó la bandeja con el té, el café y el pan tostado untado con mantequilla, la sostuvo entre ellos, para que no tuviera que besarla, y esperó hasta que Ángela se sentara en el banco contiguo. Luego puso la bandeja sobre la barra y comenzó a endulzar el té y a moverlo, evitando mirarla a los ojos.

– ¿Qué sucede, Steven? Estás muy extraño esta mañana.

Él la miró a los ojos; aquellos hermosos ojos verdes, ahora perplejos, que escondían el engaño y la traición.