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Randall asintió con la cabeza y guardó silencio.

– Me dejé caer sobre la cama y cerré los ojos -dijo el doctor Knight con creciente entusiasmo-. Me sentía cubierto por un gran amor a Cristo, por una desbordante fe en Él y por un intenso deseo de ser digno de Él. Debí haberme quedado dormido. En mis sueños, o tal vez a la mitad de la noche, en algún momento en el que estuve despierto, vi a Jesús, toqué el borde de su túnica, lo oí hablándome… a mí…. diciendo algunas de las palabras que su hermano Santiago había citado. Le pedí que perdonara mis pecados, los cometidos y los aún por cometer, y le prometí dedicar mi vida a Su servicio. Él, a su vez, me bendijo y manifestó que a partir de ese instante todo marcharía bien conmigo. ¿Cree usted que el episodio, haya sido sueño o no, me pinta como un loco, como un lunático? Así lo hubiera creído yo también, excepto por lo que sucedió después.

Sobrecogido durante un instante, sumergido en la introspección, el doctor Knight había dejado de hablar. Randall, contagiado por la emoción, trató de hacerlo reaccionar.

– ¿Qué fue lo que sucedió después, Florian?

El doctor Knight parpadeó.

– Lo increíble -dijo-. Desperté muy temprano esta mañana, cuando la luz del sol se filtraba por esa ventana que está arriba de usted, y estaba empapado en sudor. Me sentía purificado de toda maldad. Me sentía en paz. Permanecí acostado, sin moverme, y entonces escuché un sonido dulce y hermoso, el chirrido de un pájaro que se encontraba en el alféizar de la ventana. Un pájaro; escuché el canto de un pájaro… yo, que no había oído un pájaro durante años… yo, que apenas podía oír hablar a una persona, a menos que se parara junto a mí y gritara… yo, que había estado sordo durante tanto tiempo… oí el canto de un pájaro, y sin mi audífono… No lo tenía puesto cuando me acosté. Véalo ahí, sobre la mesa de noche, justamente donde lo dejé anoche. Ahora no lo tengo puesto y usted no lo había notado… pero he oído cada una de las palabras que usted ha dicho en esta habitación, clara y fácilmente, sin ningún esfuerzo. Esta mañana estaba yo loco de emoción. Después de escuchar al pájaro, salté de la cama y encendí mi radio de transistores, y la música invadió mis sentidos. Corrí a la puerta, la abrí y escuché a las camareras platicando en el pasillo. Podía oír. Me había ofrecido a Cristo, y Él me había perdonado y me había devuelto el oído. Me había sanado. Ése es el milagro. ¿Me cree usted, Randall?

– Le creo, Florian -dijo Randall, profundamente conmovido.

Se preguntó qué seguiría, pero no tuvo que esperar.

– Cuando recobré el equilibrio, hice una llamada telefónica. Hablé con… con mi contacto. Le dije que estaba listo para verlo. En lugar de ir a trabajar, me entrevisté con él en su apartada residencia, en uno de los suburbios de Amsterdam. Le informé de inmediato que no había logrado obtener la Biblia, y que lamentaba mucho haberla prometido y, más aún, que estaba arrepentido de haberle entregado toda aquella información menor que ya obraba en su poder. De hecho, le pedí que me devolviera lo que le había proporcionado el día de ayer, el memorándum de Mateo. Él me dijo que le sería imposible devolvérmelo porque ya estaba en manos de otra persona. Ahora supongo que lo tenía De Vroome, aunque esto yo no lo sabía.

– Sí, así fue.

– Entonces, esta persona… mi contacto… me pidió que continuara tratando de obtener la Biblia para entregársela, pero yo le dije que la mera idea me parecía repugnante. Entonces me dijo que estaba seguro de que me pagarían más de lo estipulado con anterioridad, y yo le dije que ya no me interesaba regatear. Entonces me amenazó, diciendo que si yo no cooperaba, él pondría al descubierto mi participación hasta la fecha. Yo le dije que me importaba un comino, y me fui. Regresé aquí, destruí las fotocopias que había hecho de las páginas del Nuevo Testamento Internacional para asegurarme de que el contenido estuviese a salvo de De Vroome, y al poco rato me enteré de que usted estaba aquí a verme. Ahora comprenderá lo que le debo al nuevo libro, a Santiago, al proyecto, y por qué le pido a Dios que no me despidan. Yo debo continuar dentro de Resurrección Dos. Debo colaborar en la buena labor.

Randall había estado escuchando y reflexionando. No había duda de que, cualquiera que hubiera sido la causa, milagrosa o psicológica, el doctor Knight podía oír de nuevo. En cierto modo, sí, se trataba de un verdadero milagro. Que el milagro de Lori Cook hubiera sido un fraude o no ya no importaba. El milagro del doctor Knight era suficiente prueba del poder del mensaje de la nueva Biblia. Pero este milagro, se dijo Randall a sí mismo, no lo revelaría a los editores, y mucho menos permitiría que fuese explotado para promover la venta del Nuevo Testamento Internacional. Le aconsejaría al doctor Knight que siguiera su plan y continuara usando su audífono hasta que la Biblia se hubiera lanzado venturosamente. Resultaba evidente que la integridad del doctor Knight era ahora irreprochable, y que su sinceridad era indudable. Sólo faltaba una cosa.

– Florian -dijo Randall-, si en verdad desea continuar con nosotros y colaborar en nuestra buena labor, como usted ha dicho, puede comenzar por decirme quién es el verdadero delator, quién es el que se acercó a usted, ese contacto que es amigo de De Vroome.

– En realidad no es amigo de De Vroome -dijo el doctor Knight-. Ni siquiera estoy seguro de que lo conozca personalmente. Es amigo de Cedric Plummer. Eso resultó obvio la primera vez que me llevó con Plummer. Nos entrevistamos en el club nocturno Fantasio. Nos sentamos en un banco, ahí dentro, y ambos fumaron pipas de hachich. Parecían ser muy amigos. Estoy seguro de que mi contacto le entregó nuestros secretos a Plummer y él debe haberlos pasado a De Vroome.

– Correcto -dijo Randall-. Ahora dígame el nombre del amigo de Plummer, el traidor de Resurrección Dos. Tendrá que decírmelo.

– ¿Nuestro Judas? -dijo el doctor Knight-. Es Hans Bogardus, el bibliotecario del proyecto. Es de él de quien debemos deshacernos… si no queremos ver a nuestro Cristo crucificado de nuevo y para siempre.

De vuelta en el primer piso del «Gran Hotel Krasnapolsky», Steven Randall se encaminó directamente a su oficina.

En el cubículo de la secretaria, Ángela Monti levantó la vista, suspendió la mecanografía, y le preguntó:

– ¿Fue el doctor Knight?

– No.

– Me alegro. ¿Quién fue, entonces?

– Ahora no, Ángela. Después hablaremos del asunto. Comunícame por favor con el doctor Deichhardt. Si no ha llegado aún, llama a George Wheeler.

Randall entró en su oficina. Sacó la grabadora del bolsillo de su chaqueta, hizo retroceder durante unos minutos el cassette, apretó el botón de avance, volvió a hacer retroceder la cinta y escuchó de nuevo la grabación, parándola y volviendo a poner en marcha para borrar cierta información secreta. Satisfecho, preparó el aparato, lo metió en su portafolio y esperó a que Ángela le pasara la llamada telefónica.

Al fin, impaciente por terminar con el asunto, tomó su portafolio y regresó a la oficina de Ángela justo en el momento en que ella colgaba el auricular.

– Lo siento, Steven -le dijo ella-. Ambos salieron de la ciudad. La secretaria del doctor Deichhardt dice que los editores se encuentran en Alemania; en Maguncia, para celebrar una junta con el señor Hennig esta mañana.

– ¿Te dijo cuándo regresarán a Amsterdam?

– Lo pregunté, pero no me lo pudo informar porque lo ignora.

Randall maldijo entre dientes. Él mismo tendría que encargarse de hacer el trabajo sucio. Sabía que el encuentro crítico con Bogardus no podía esperar. Había demasiadas cosas en juego.