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– Está bien, Ángela, gracias. Te veré luego.

Caminó por el pasillo, dio vuelta a la derecha y se detuvo frente a la Kames 190. Sobre la puerta estaba pintada la palabra BIBLIOTECA en cinco idiomas, y debajo, con letras cursivas, decía: Hans Bogardus.

Randall se armó de valor y entró.

Hans Bogardus, sentado a una amplia mesa donde había montones de libros de consulta, estaba agachado sobre un volumen abierto, sacando apuntes. Su largo cabello rubio caía hacia delante, oscureciendo su rostro. Al oír el sonido de la puerta que se abría y se cerraba, levantó la cabeza. Sus jóvenes y afeminados rasgos mostraron asombro. Comenzaba a ponerse de pie, pero una señal de Randall lo hizo permanecer sentado.

– Quédese donde está -dijo Randall, tomando asiento en la silla que estaba frente a Bogardus.

Mientras Randall dejaba caer su portafolios sobre la mesa y comenzaba a abrirlo, miró fijamente al joven bibliotecario holandés. Como siempre, Randall encontraba repulsivo a Bogardus. Salvo por los ojos de rana y los gruesos labios, el rostro del bibliotecario era casi plano; dos fosas era lo que tenía por nariz, y su cutis era pálido, casi albino.

– ¿Cómo está, señor Randall? -dijo el joven holandés con voz de falsete.

– Tengo algo para usted -dijo Randall.

La atención del bibliotecario se fijó ansiosamente en el portafolio.

– La Biblia terminada… ¿Ya llegó de Maguncia?

– No ha llegado -dijo Randall-, pero cuando llegue, usted no será uno de los que la vean, Hans.

Las pálidas pestañas de Bogardus parpadearon cautelosamente, mientras se humedecía los gruesos labios.

– ¿Qué… yo no… qué quiere usted decir?

– Esto -dijo Randall, mostrándole la pequeña grabadora.

Deliberadamente, puso el aparato sobre la mesa y lo puso en marcha.

– La primera voz que va a escuchar es del doctor Florian Knight. La otra es mía. La grabación se hizo hace menos de una hora.

La cinta comenzó a girar. La voz del doctor Knight se oía con inconfundible fidelidad. Randall se inclinó hacia delante, subió ligeramente el volumen y luego se recostó en su silla, con los brazos cruzados sobre el pecho, mientras observaba al bibliotecario escuchando la grabación.

Gradualmente, durante los dolorosos y lentos segundos que siguieron, conforme la confesión del doctor Knight llenaba la biblioteca, el pálido rostro de Hans Bogardus empezó a tomar color. Manchas rosadas brotaron sobre sus quietas mejillas. No se movía. Sólo se oía el sonido de su agitada respiración, como contrapunto de la voz del doctor Knight.

La cinta estaba acabándose. La solemne acusación final (ahora implacable) del doctor Knight, se elevó por encima de la mesa.

¿Nuestro Judas? Es Hans Bogardus, el bibliotecario del proyecto. Es de él de quien debemos deshacernos… si no queremos ver a nuestro Cristo crucificado de nuevo y para siempre.

Después de eso, sólo se oyó el suave ronroneo de la cinta terminada. Randall se estiró y apagó el aparato, guardándolo nuevamente en su portafolio.

Gélidamente, afrontó la vacía mirada de Bogardus.

– ¿Le interesa negar esto frente al doctor Knight, el consejo de editores y el inspector Heldering?

Hans Bogardus no contestó.

– Está bien, Hans; lo hemos descubierto. Afortunadamente para nosotros, lo que le ha entregado a su amigo Cedric Plummer, para el dominee De Vroome, no tiene gran valor. Ya no podrá obtener más información, y de seguro tampoco un ejemplar anticipado de la Biblia. Voy a ordenar a Heldering que envíe a un guardia de seguridad para que lo mantenga vigilado… hasta que localice a Deichhardt o a Wheeler en Maguncia y les informe de lo sucedido para que lo despidan.

Randall esperaba una explosión de histeria, una negación retardada, una salvaje escena defensiva.

No ocurrió nada.

Una mueca malévola, ruin, se dibujó en el rostro plano del joven holandés.

– Es usted un tonto, señor Randall. Esos jefes suyos… no me despedirán.

Esto era algo nuevo, inesperado, descarado.

– ¿No lo cree? Supongamos que tan sólo…

– Estoy seguro de que no -interrumpió Bogardus-. No se atreverán a despedirme cuando se enteren de todo lo que yo sé. Permaneceré en mi puesto hasta que yo decida irme. Y no me iré hasta que tenga la Biblia en mi poder.

El joven holandés estaba loco, pensó Randall. Era inútil seguir hablando con él. Randall empujó su silla hacia atrás.

– Está bien. Averigüemos.si se le despide o no. Voy a telefonear a Deichhardt y a Wheeler a Maguncia…

Bogardus empujó la mesa, todavía sonriéndole a Randall engreídamente.

– Sí, hágalo -le dijo-. Pero antes, cerciórese de una cosa. Dígales que Hans Bogardus, con su talento, ha descubierto en su Biblia lo que todos sus científicos, estudiosos de los textos y teólogos no lograron descubrir. Dígales que Hans Bogardus ha descubierto una imperfección, un defecto fatal que puede destruir su Biblia, hacerla aparecer como un fraude y arruinarlos por completo, si es que.se decide a divulgar semejante error ante el mundo. Y lo divulgaré si me fuerzan a dimitir.

«Está definitivamente loco», pensó Randall. Sin embargo, el joven holandés hablaba con tal convencimiento («tiene cerebro de computadora, puede localizar cualquier cosa», le había comentado cierta vez Naomí) que Randall no se levantó de su silla.

– ¿Un defecto fatal en la nueva Biblia? ¿Cómo pudo encontrarlo en un libro que no ha visto, ni mucho menos leído?

– He leído lo suficiente -dijo Bogardus-. He estado alerta durante un año. He investigado, he escuchado, un poco aquí, un poco allá. Recuerde que yo soy el bibliotecario de consultas. Me solicitan que investigue una palabra, una frase, un párrafo, una cita. Las consultas son cautelosas, pero yo he visto muchas piezas sueltas del rompecabezas. Es verdad que me han ocultado muchas cosas; a mí y a otras personas de aquí. No conozco el título preciso de la Biblia, ni el contenido exacto del descubrimiento; ni tampoco conozco el noventa por ciento del nuevo texto. Pero sí sé que sé algo que hasta ahora nadie conocía acerca de Jesucristo, con detalles de un ministerio prolongado. Estoy enterado, con certeza, de que a Jesús se le ubica en varios lugares fuera de la antigua Palestina; entre ellos, Roma.

Randall estaba impresionado, y respetaba más al bibliotecario.

– Muy bien, Hans. Supongamos que lo poco que dice saber sea verdad. ¿Quiere que yo crea que tan escaso conocimiento pudo proporcionar suficiente información para haber descubierto lo que usted llama un defecto…?

– Un defecto fatal.

– …de acuerdo, un defecto fatal que los más grandes expertos del mundo pasaron por alto; hombres que han tenido en sus manos el texto completo y quienes lo han traducido y estudiado durante muchos años.

– Sí -dijo Bogardus-, porque tienen una vista de embudo y ven sólo aquello que quieren ver; porque miran con los estrechos ojos de la fe. Yo se lo digo, ya ha sucedido aquí, en Amsterdam, con anterioridad. Entre 1937 y 1943, seis nuevos y desconocidos Vermeers, pintados en el siglo xvii, fueron descubiertos por un hombre llamado Hans van Meegeren y vendidos a los museos y a los coleccionistas más importantes del mundo en ocho millones de florines (más de tres millones de dólares). Los críticos y los expertos aclamaron la autenticidad de esos Vermeers, sin haberse dado cuenta de que las manos de Cristo, en uno de los retratos, habían sido pintadas tomando como modelo las propias manos de Van Meegeren; de que las sillas, en una de las pinturas, habían sido copiadas de las sillas del moderno estudio de Van Meegeren y de que el óleo utilizado sobre esos lienzos contenía resina sintética, que no existió sino hasta después de 1900, en tanto que Vermeer había muerto en 1675. Los cuadros eran un fraude que tiempo después fue descubierto Pero para cualquier experto no hubiera sido necesario observar el lienzo completo de un Vermeer falsificado para detectar el fraude. Un centímetro del lienzo, con su resina sintética, hubiera sido suficiente. Y yo, de la misma manera, he visto suficiente. He observado un centímetro del lienzo completo de su Biblia, y eso ha bastado para llamarla una falsificación.