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Wheeler había colgado, y Randall hizo lo mismo.

Sin embargo, cinco minutos más tarde, todavía sentado en el sillón giratorio de su escritorio. Randall no se había podido olvidar del asunto. Trató de definir aquello que lo inquietaba.

Y lo definió.

Había sido el cambio en el tono de voz y en la actitud de George Wheeler acerca del despido de Hans Bogardus. Primero, el editor había querido que echaran inmediatamente a Bogardus del «Krasnapolsky». Después, al enterarse del hallazgo y la amenaza del bibliotecario, Wheeler cambió de parecer repentinamente. ¡Qué extraño!

Pero había otra cosa que le preocupaba más a Randall. La manera tan casual, tan natural con la que Wheeler había echado de lado el anacronismo que Bogardus había encontrado. Wheeler no lo había refutado con hechos nuevos; simplemente no le concedió importancia alguna. Claro que Wheeler no era teólogo ni erudito, así que no podría esperarse que él diera respuestas verdaderas. «Pero más valdría que alguien le encontrara alguna explicación, pronto», pensó Randall.

Se enderezó en su silla. Él mismo era uno de los Guardianes de la Fe, de la nueva Fe. Como publicista, al igual que como ser humano, no podía venderle eso al mundo (o, en verdad, a sí mismo) si todavía existían preguntas que no pudieran ser contestadas.

Aquí, sobre su escritorio, se hallaba una pregunta. La falla descubierta por Bogardus. La credibilidad misma del proyecto podría destruirse si la cuestión no se aclaraba.

Era un pequeño detalle, cierto. Pero…

Un viejo refrán que alguien había dicho (Herbert, ¿había sido George Herbert?, o, tal vez, ¿Benjamín Franklin?) le vino a la mente. Por falta de un clavo se pierde la herradura; por falta de una herradura se pierde el caballo; por falta de un caballo, el jinete se pierde.

Pues bien, este jinete no se iba a perder.

A éste, él lo clavaría.

Randall tomó el teléfono y apretó el timbre.

– Ángela, llama a Naomí Dunn. Dile que quiero tomar un avión a París dentro de las próximas dos horas. Pídele que me concierte una cita con el profesor Henri Aubert, en su laboratorio, para esta misma tarde.

– ¿Otro viaje? ¿Sucede algo, Steven?

– Sólo una investigación -dijo él-. Un poco más de investigación.

Una vez más, Randall se encontraba en París, en el Centre National de la Recherche Scientifique en la Rue d'Ulm, donde el profesor Aubert tenía su oficina y sus laboratorios.

Ahora, sentados en los extremos opuestos de un sofá estilo Luis XVI, se encontraban frente a frente, mientras Aubert abría la carpeta de archivo que le acababan de entregar.

Antes de examinar el contenido, Aubert se sobó una ceja.

Sus angulosos rasgos reflejaban asombro.

– Aún no comprendo, Monsieur Randall, por qué desea usted que revise por segunda vez los resultados de nuestro análisis de los papiros de Monti. No le puedo informar nada distinto de lo que le informé a usted durante nuestra primera reunión.

– Sólo deseo asegurarme de que no pasó nada por alto.

El profesor Aubert aún no se sentía satisfecho.

– No hay nada que pudiera yo haber pasado por alto, especialmente en el caso de los papiros de Monti.

Observó a Randall y agregó:

– ¿Hay algo en particular que lo esté preocupando?

– A decir verdad -admitió Randall-, existe cierta confusión con respecto a la traducción hecha de una hoja llamada Papiro número 9.

Randall buscó con la mano su portafolio, que yacía junto al sofá, lo abrió, y extrajo la fotografía del Papiro número 9, tomada por Oscar Edlund.

– Ésta -dijo, mostrándosela al profesor francés.

– Un espécimen muy hermoso -Aubert se encogió de hombros resignadamente-. Muy bien. Permítame revisar nuestra prueba de los papiros.

Randall devolvió la fotografía a su portafolio, llenó su pipa y comenzó a fumar, mientras observaba al profesor Aubert que hojeaba los informes de sus pruebas. Aubert sacó dos pedazos de papel amarillo y los leyó mentalmente con cuidado.

Después de un intervalo, Aubert miró a Randall.

– Los resúmenes de nuestras pruebas de carbono 14 confirman lo que usted ya sabe. El papiro en cuestión es absolutamente auténtico. Proviene del siglo i y se puede lógicamente fechar en el año 62 A. D., cuando Santiago escribió sobre esta fibra comprimida.

Randall tenía que reasegurarse. Había estado trabajando durante su vuelo a París.

– Profesor -le dijo- algunas autoridades han criticado las pruebas del radiocarbono. G. E. Wright hizo que se comprobara un antiguo pedazo de madera tres veces, y le dieron tres fechas distintas, tan separadas entre sí como 746 a. de J. y 289 a. de J., y después de que el doctor Libby dio a conocer su prueba de los Rollos del Mar Muerto, en 1951, alguien que escribió en la revista The Scientific American, un año después, pensó que existían muchos «enigmas, contradicciones y debilidades» acerca de las pruebas de datación por radiocarbono y que tal procedimiento aún estaba lejos de ser «tan perfecto como una máquina eléctrica para lavar platos». ¿Acaso ha tenido en cuenta tal margen de error?

El profesor Aubert rió entre dientes.

– Por supuesto que sí. Y, ciertamente, los críticos que ha mencionado usted tenían razón. Ellos hablaban de un margen de error bastante amplio, allá en la década de los cincuenta. En aquel tiempo, a través de nuestras pruebas, era posible ubicar un objeto dentro de un margen de cincuenta años de su fecha de origen. Gradualmente, con mejoras, bajo condiciones favorables, hemos podido señalar un hallazgo antiguo dentro de un límite de veinticinco años. -Hizo a un lado su carpeta-. Si tiene más aprensiones acerca de la autenticidad del Papiro número 9, puede despojarse de ellas. Tengo los informes sobre mis pruebas, y tengo una larga experiencia en la interpretación de informes semejantes. Con eso basta. De hecho, con la debida modestia, mi palabra debería ser suficiente para tranquilizarlo. Puede usted confiar en mí, Monsieur Randall.

– ¿De veras? -dijo Randall. No tenía intenciones de soltarle la pregunta así, pero había demasiado en juego para andar encubriendo la verdad. Y añadió-: ¿Está usted seguro de que puedo confiar en usted completamente?

El profesor Aubert, que había comenzado a ponerse de pie, preparándose para concluir la entrevista, volvió a sentarse. Sus angulosos rasgos se habían vuelto más rígidos.

– Monsieur, ¿qué está usted sugiriendo?

Randall se dio cuenta de que había ido demasiado a fondo para retractarse. Hundió el puñal sin consideración alguna.

– Estoy sugiriendo que usted no ha sido sincero conmigo. Cuando estuvimos juntos la última vez, me mintió acerca de de su vida personal.

El profesor Aubert observó a Randall por un instante, y cuando habló, lo hizo cautelosamente.

– ¿De qué habla usted?

– Usted habló mucho de su nueva fe en el futuro. Me dijo que por fin le había dado a su esposa el hijo que ella siempre había deseado. Desde entonces, he sabido de cierta fuente que usted se sometió a una vasectomía; que voluntariamente hizo, hace varios años, arreglos para que lo esterilizaran, a efecto de que no pudiera (y no puede) preñar a una mujer.

Aubert estaba visiblemente sacudido.

– Su fuente, Monsieur… ¿Quién le proporcionó tal información?

– El dominee Maertin de Vroome, quien parece haber investigado muy de cerca a varias personas involucradas en nuestro proyecto. Él me dio esta información gratuita acerca de usted.

– Y, ¿le creyó usted? Después de todo, Monsieur, usted vio a Gabrielle, mi mujer. Usted vio por sí mismo que ella está en un avanzado estado de preñez.