– ¿Qué?
– Es verdad, señor Randall. Desde el siglo ix, en virtud del voto de castidad y para reducir las tentaciones sexuales, las mujeres han sido excluidas del Monte Atos. En realidad, excepto por los insectos, las mariposas y las aves salvajes, que no pueden controlarse, cualquier hembra está proscrita. En el Monte Atos existen gallos pero no hay gallinas, toros mas no vacas, carneros mas no ovejas. Hay gatos y perros, pero no del género femenino. La población es totalmente masculina. Nunca ha nacido un niño ahí. El Monte Atos es la tierra sin mujeres. Así que le aseguro que cuando la señorita Ángela le habló de haber estado allí, sólo estaba bromeando.
– Hablaba con absoluta seriedad -dijo Randall en un tono de voz casi inaudible.
Al observar el rostro de Randall, el profesor Aubert se tornó grave.
– Tal vez quiso decir que el profesor Monti fue solo a ver al abad Petropoulos.
– Ninguno de los dos vio al abad -dijo Randall austeramente-, y el abad jamás ha visto el texto arameo de los papiros -Randall hizo una pausa-. Pero los verá, porque yo voy a mostrárselos. Profesor Aubert, ¿cómo puedo llegar al Monte Atos?
VIII
Casi dos días después, increíblemente, Randall se encontraba ubicado en la Edad Media.
Era una soleada y temprana tarde griega, y ya había llegado a su destino, el monasterio de Simopetra; un viejo edificio de piedra y madera con galerías exteriores y balcones voladizos sobre un lado del acantilado, a una altura de 365 metros sobre el Mar Egeo.
Llevando una ligera patequilla que contenía una muda de ropa y algunos artículos de tocador que había comprado en París, así como su portafolio debidamente cerrado con llave, Randall caminaba fatigadamente a través de un polvoso patio. Adelante de él marchaba el monje recepcionista, el padre Spanos, un religioso de mediana edad que vestía una sotana morada y que lo había recibido cuando llegó en mula con su bizco y maloliente guía nativo, llamado Vlahos.
– Sígame, sígame -le había dicho el padre Spanos por encima del hombro con un sonsonete que revelaba su gran acento en el idioma inglés, y Randall, falto ya de aliento, había seguido al ágil monje hacia el interior del monasterio de Simopetra, subiendo peldaños de madera, destartalados y empinados.
Desde abajo se elevaba en el aire el pesado y estruendoso sonido sordo de unos martillazos lentos, aunque el eco era más parecido al del tañir de una campana lerda y ronca.
Randall se detuvo, asombrado por el sonido.
– ¿Qué es eso? -preguntó.
Llegaron a los últimos escalones, el padre Spanos se giró hacia abajo y respondió, casi a gritos:
– La segunda llamada del semandron. Viene del martillo de madera que golpea contra un tablón de ciprés, para convocar a nuestra comunidad de cien a orar. La primera llamada es a medianoche. La segunda, ahora después de la comida del mediodía, es para cantar las horas y la liturgia. La tercera y última es antes de la puesta del sol.
Randall había llegado a la parte superior de la escalera.
– ¿Cuánto tiempo dura esta segunda oración?
– Tres horas. Pero no tema, que no tendrá que aguardar tanto al abad Petropoulos. Él lo espera y sus devociones serán breves. -El monje puso al descubierto sus dientes de sierra-. Tiene hambre, ¿no?
– Pues…
– Su comida está preparada. Para cuando termine, el abad estará listo. Venga.
Randall prosiguió la caminata detrás del padre Spanos, a lo largo de un amplio y húmedo corredor encalado que estaba dividido por columnas bizantinas astilladas y una que otra pintura al fresco de santos con ojos saltones. Finalmente, entraron a la sala de recepción, que parecía una celda y cuyas paredes habían sido recientemente pintadas de gris. En el centro de la habitación yacía una mesa larga y dos pulidos bancos de madera. Había sólo un lugar puesto, con un plato de peltre y una jarra, también de peltre, que tenía encima una manzana verde a manera de tapón, un tenedor de estaño de dudosa limpieza y una cuchara grande de madera.
El padre Spanos condujo a Randall al lugar que estaba puesto en la mesa.
– Ahora, comerá -dijo el monje-. Después de los alimentos, el abad lo recibirá en su oficina, en el cuarto de juntas, que está al lado.
– ¿Cómo está el abad? Supe que ha estado muy enfermo durante los últimos cinco años.
– Ha estado enfermo. Desórdenes intestinales. Un período de fiebre tifoidea. Sin embargo, el abad tiene mucha resistencia. El clima, la vida espiritual, las hierbas medicinales secas y el poder derivado de tocar los santos iconos han devuelto al abad Petropoulos su fuerza. Está recuperado.
– ¿Ha viajado fuera de la comunidad en años recientes?
– No. Excepto a Atenas, dos veces. Pero planea viajar fuera de Grecia prontísimo. -El padre Spanos se dio la vuelta y batió las palmas sonoramente-. Un acólito le servirá ahora.
– Antes de que se vaya -dijo Randall- quiero hacerle una pregunta más. He sabido que a ninguna mujer se le permite entrar a las santas comunidades de la península. ¿Es eso cierto?
El padre Spanos inclinó ligeramente la cabeza y dijo con voz solemne:
– El edicto fue hecho hace diez siglos. Ninguna hembra, humana o animal, ha corrompido jamás nuestras comunidades. Tres excepciones. Una vez, en el año de 1345, un rey servio trajo a su esposa a la costa. En tiempos más recientes, la Reina Isabel de Rumania se acercó a un monasterio, al igual que Lady Stratford de Recliffe, esposa de un embajador británico, pero ambas fueron rechazadas. Aparte de semejantes intentos provocados por el demonio, ninguna hembra ha estado aquí. Ejemplo: en 1938 murió aquí nuestro buen hermano Mihailo Tolto, a la venerable edad de 82 años. Vivió y murió sin nunca haber visto a una mujer en toda su vida.
– ¿Cómo fue esto posible?
– La madre del padre Tolto murió durante el parto. Él fue traído a nosotros como infante a las cuatro horas de nacido. Llegó a la edad viril, a la vejez, sin salir nunca de aquí, sin nunca haber puesto los ojos sobre una mujer. Un ejemplo más. -La sonrisa serrada del monje reapareció-. Un ginecólogo griego, esclavizado por sus pacientes hembras, quería estar seguro de escapar de ellas para descansar y estar en paz. Vino a Atos a pasar unas vacaciones. Aquí, él lo sabía, ninguna de sus pacientes podría alcanzarlo o molestarlo. Es verdad. No tenemos tentaciones de Eva. Sólo los hermanos y Dios. Espero que disfrute de nuestro humilde alimento.
No bien se había retirado el padre Spanos cuando apareció un tímido acólito que vestía una sotana y que empezó a servir el almuerzo a Randall. La comida era sencilla: avena grumosa, trozos de pescado blanco, queso de oveja importado, médula vegetal, pan negro, café turco y una naranja. Ángela, al igual que su guía, Vlahos, lo habían preparado para el pulpo cocido, pero ahora se alegraba de que le hubieran dado algo diferente. Y una jarra de vino tinto fuerte le había dado más sabor a lo que había comido.
Sin embargo, Randall no pensaba en la comida, sino en lo que había sucedido en París dos días antes.
Ángela Monti había traicionado su fe. Le había mentido. Le había hablado de su visita al Monte Atos, el único lugar sobre la Tierra en el que ella no pudo haber estado.
A través de su larga jornada, Randall se había sentido iracundo hacia ella. Había amado a esa muchacha italiana y había creído en ella. La semana pasada había pensado que era una traidora y una mentirosa, pero ella había demostrado, a entera satisfacción, que no era ninguna de las dos cosas. Y luego él la había amado y había confiado en ella aún más. Ahora… esta última, indefendible mentira.
En sus peores momentos, durante el viaje de Francia a Grecia, en sus furiosos diálogos mentales con ella, la había embestido salvajemente, diciéndole que era una puta traicionera y sin escrúpulos. Randall odiaba calificar a una mujer en esos términos, pero ésa era la manifestación de su ira, su creciente decepción de la muchacha que él había creído digna de su recién descubierta fe y su creencia en los demás.