El doctor Jeffries había verificado, cuando se hallaban juntos en la bóveda, cuáles eran las líneas arameas en controversia. Ahora, Randall buscó esas líneas y las encontró de inmediato. Sus ojos las contemplaron fijamente, como si estuviera hipnotizado.
Esas líneas eran las mismas de antes; sin embargo, de alguna manera, no eran las mismas.
Parpadeó. Eran más claras, más precisas que cuando las había visto en Atos. Por lo menos, así le parecían. Con un demonio, eran tan legibles como el papiro original que acababa de observar en la bóveda, o aún más. Si ésta había sido la fotografía que le había mostrado a Petropoulos en Atos, el abad habría podido leer los caracteres fácilmente; de hecho, los habría leído mejor que cuando descifró el original.
Randall arrojó la fotografía sobre su escritorio y se frotó los ojos.
¿Lo estaba engañando la vista? ¿Era ésta la misma fotografía de siempre? ¿O era su viejo cinismo, el cinismo que su esposa Bárbara, que su desdichado padre, que él mismo siempre habían odiado; acaso era ese cinismo, esa autodestructiva desconfianza en cualquier cosa valiosa, que le envolvía y se esparcía por todo su cuerpo nuevamente, como un mal canceroso? Evaluó sus sentimientos.
¿Era la duda que persistía dentro de él, un deseo honesto de encontrar la verdad o era un maldito hábito de rechazar la fe?
¿Existía alguna razón para volver a sospechar, o estaba dando rienda suelta a su escepticismo acostumbrado, vulgar y sin fundamento?
Maldito sea, había una forma de saberlo.
Se levantó de la silla giratoria, tomó la fotografía y fue por su chaqueta.
Una persona le daría la respuesta. Una persona, y sólo una, había tomado la fotografía. Oscar Edlund, el fotógrafo de Resurrección Dos. Y era Oscar Edlund a quien iba a ver en este instante.
Media hora después, Randall se alejó del taxi que lo había llevado al domicilio de Edlund y se encontró contemplando una casa holandesa de tres pisos, del siglo xix, ubicada en un muelle conocido como el Nassaukade.
Randall se había enterado de que Resurrección Dos había arrendado esta casa como vivienda para algunos de los elementos que trabajaban para el proyecto. Albert Kremer, el redactor, y Paddy O'Neal y Elwin Alexander, los publicistas, eran algunos de los inquilinos que ocupaban las ocho recámaras. También aquí, Edlund tenía sus habitaciones y su cuarto oscuro.
El taxi de Randall no había podido dejarlo directamente enfrente de la casa. El espacio para estacionamiento lo ocupaba un automóvil sedán rojo, que parecía oficial, cuyo chófer, que vestía un uniforme extraño, aguardaba sentado al volante. Conforme Randall se acercaba a la casa, se quedó mirando al sedán rojo, tratando de adivinar el significado del escudo dorado que tenía sobre la puerta, el cual tenía escritas las palabras: Heldhaftig, Vastberaden, Barmhartig.
El chófer pareció adivinar el pensamiento de Randall, pues cuando éste pasó frente al automóvil, el uniformado se inclinó a través del asiento delantero y le dijo afablemente:
– ¿Usted es norteamericano? Las palabras significan: «Heroico, Decidido, Servicial.» Es el lema de los bomberos de Amsterdam. Éste es el vehículo oficial del comandante… el jefe de bomberos.
– Gracias -contestó Randall, preguntándose de inmediato qué estaría haciendo aquí el jefe de bomberos.
Randall se dirigió hacia la entrada de la casa, al tiempo que la puerta principal se abría y aparecía Oscar Edlund, cuyo rostro cicatrizado por el acné se veía más melancólico que nunca, acompañado por un oficial fornido, el comandante, sin duda, que venía vestido con un gorro negro con visera, que tenía un escudo rojo al centro, y un uniforme azul marino de botones metálicos y con cuatro galones dorados en la manga de la chaqueta.
Aunque se encontraba absorto en la conversación, Edlund vio a Randall y le hizo señas con un dedo, pidiéndole que lo esperara un momento. Randall esperó, todavía desconcertado, hasta que al fin Edlund estrechó la mano del comandante, quien rápidamente se retiró. Al pasar junto a Randall, el oficial lo saludó amigablemente con la cabeza, subió a su automóvil, y segundos después ya se había marchado.
Perplejo, Randall caminó hacia la casa, y el fotógrafo sueco salió a encontrarlo a medio camino.
– Debí haberle telefoneado antes, para averiguar si estaba usted ocupado -dijo Randall disculpándose. Hizo un gesto por encima del hombro, en dirección al automóvil rojo que se había alejado-. ¿Qué sucede?
Edlund se pasó los dedos por la desaliñada y pelirroja cabellera.
– Problemas, puros problemas -dijo tristemente-. Discúlpeme si estoy distraído. El caballero que acaba de irse es el comandante del cuerpo de bomberos de Amsterdam. Vino a entregarme el informe. El onderbrandmeester…
– ¿El qué?
– El subjefe del cuerpo de bomberos estuvo aquí hasta el amanecer, con algunos de sus ayudantes, haciendo la inspección -Edlund miró a Randall con curiosidad-. ¿No lo sabía usted? Lo siento. Anoche tuvimos un repentino e instantáneo incendio en la parte de atrás de la casa…
– ¿Hubo algún herido?
– No, no; nada de eso. Afortunadamente, la casa se hallaba vacía cuando el fuego se inició. Todos nos encontrábamos en el «Kras», en una junta especial a la cual nos citaron por la noche.
– ¿Una junta especial por la noche? ¿Acerca de qué?
– Los editores la convocaron, pero sólo el doctor Deichhart y la señorita Dunn los representaron. Nos hablaron de la necesidad de trabajar con mayor rapidez. No tuvo importancia. Sólo una charla para levantarnos el ánimo.
– ¿Y el incendio se inició mientras ustedes estaban fuera?
– Sí -dijo Edlund sombríamente-. Un vecino vio salir el humo y llamó a la estación central de alarmas en el Nieuwe Achtergracht. Una bomba de incendios y un camión de escalera llegaron a los pocos minutos. A la hora que Paddy, Elwin y yo regresamos, las llamas habían sido apagadas, pero yo tuve que permanecer levantado mientras el jefe de bomberos y sus ayudantes trataban de determinar la causa.
Randall examinó el edificio.
– La casa parece casi nueva.
– El fuego fue controlado donde se inició, o sea en mi cuarto oscuro y mi taller, antes de que se extendiera. Pero causó graves daños, tanto al cuarto oscuro como al laboratorio.
– ¿Quiere usted decir que solamente sus talleres fotográficos se quemaron?
– Sólo eso. El fuego destruyó casi la mitad del cuarto oscuro, y parte del resto. Permítame mostrárselo.
Penetraron por el estrecho pasillo de entrada impregnado por olores de cocina, atravesaron una estancia de techo alto donde habían unos sofás de terciopelo verde y una vitrina tallada, y donde aún persistía un claro aroma a humo, y luego llegaron a un cuarto aislado, ubicado en la parte de atrás, donde el hedor a quemado era más penetrante.
Una pesada puerta de roble estaba abierta, hecha pedazos por las hachas y mellada la cerradura de combinación, similar a la que protegía la bóveda del «Krasnapolsky»; la madera de la parte interior se hallaba chamuscada y negra.
– Éste es mi cuarto oscuro y mi taller… o lo que queda de ellos -dijo Edlund-. No se podrá ver bien hasta que restauren la electricidad. Las luces rojas no funcionan ahora. Pero esta parte del cuarto se utiliza para revelar las fotografías, y para colgarlas y secarlas. Ésas son paredes de mosaico, y sobre la mesa de formica abro mis rollos de película; aquellos tanques sirven para… bueno, eso no es de interés para usted. Pero, ¿puede usted ver? La pared de la derecha y el equipo que había ahí están carbonizados. El muro de enfrente está casi totalmente quemado. Y la cortina que separaba esta área de mis habitaciones contiguas se consumió. Si me hace el favor de seguirme.
Edlund caminó cautelosamente a través del apestoso cuarto oscuro, seguido por Randall; pasaron junto a una máquina que tenía un pedal que había sido grotescamente derretido por las llamas, y entraron a otro cuarto donde restos de cámaras, reflectores y un archivo reventado se sumaban a la devastación.
Sintiéndose desamparado, Edlund examinó este segundo cuarto.
– Aparentemente, el fuego se inició aquí. ¡Qué revoltijo! En mala hora ocurrió este incendio. Tendré que trabajar veinticinco horas al día para reponer la pérdida.