– Ahí puede usted ver cómo esa técnica hizo resaltar el tenue arameo en las líneas cuarta y quinta, y lo volvió tan claro. Recuerdo que en este papiro había otra zona, igualmente oscura e ilegible, hasta que yo… -Su voz se desvaneció y se quedó parpadeando ante el margen inferior de la columna escrita en arameo-. ¡Qué raro! -musitó.
– ¿Qué le parece raro, Oscar? -interrumpió Randall.
– Esta zona inferior. Está sobreexpuesta. Un poco quemada. No está bien empleada la técnica que acabo de describirle. El canalete para bloquear la luz cortó la exposición… yo no soy tan descuidado; no haría un trabajo tan pobre. Estoy seguro… o por lo menos lo estaba… de que hice todas mis exposiciones balanceadas y uniformes. Estoy seguro de que así lo hice. He visto estas fotografías cientos de veces, y siempre me he sentido satisfecho. Sin embargo, aquí está esto, una zona sobreexpuesta. Quiero decir que, a simple vista, y para cualquier otra persona, quizá no sea notorio. Pero para mí, resulta obvio. No puedo comprender esto.
Randall le quitó amablemente la fotografía.
– Tal vez usted no hizo esta copia, Oscar.
– La hice, porque yo las hice todas -dijo Edlund obstinadamente-. Y sin embargo, yo no suelo trabajar tan mal. Es muy extraño que esto sucediera.
– Sí -dijo Randall-. Muchas cosas extrañas han ocurrido últimamente dentro del proyecto.
Randall quiso añadir que era extraño cómo unas cuantas líneas de la fotografía, que habían aparecido borrosas a la vista en el Monte Atos, se habían vuelto menos borrosas en Amsterdam. Y que era extraño cómo cierto papiro había desaparecido el mismo día en que él quiso verlo, para que luego reapareciera convenientemente al día siguiente. Y que era extraño cómo el negativo que él quería comparar con esta copia (supuestamente sacada de aquél) había sido consumido por el fuego sólo unas horas antes, y que era extraño cómo la técnica descrita por Edlund había sido empleada de manera tan poco profesional en sólo una de las fotografías, en esta copia del Papiro número 9.
Para Randall había preguntas, mas no respuestas satisfactorias. Estaba claro que Edlund, sin el negativo crucial y con la férrea convicción de que él era el único fotógrafo del proyecto, no le podía proporcionar las respuestas.
Randall conjeturó que, a menos que hubiera alguien, en algún lugar, que apoyara sus dudas o que se las despejara para siempre, tendría que dedicarse a Resurrección Dos con fe ciega. También sabía que era difícil, casi imposible, tener una fe ciega después de que uno había abierto los ojos. Pero, ¿abierto los ojos a qué?
En ese instante le vino una idea, y sus ojos se abrieron ante una posible solución que había pasado completamente por alto, la más obvia de todas.
– Oscar, ¿puedo usar su teléfono?
– Hay uno detrás de usted, en la pared. Adelante, úselo. Ahora, con su permiso, tengo muchas cosas que limpiar.
Randall dio las gracias al fotógrafo, esperó a que se marchara, y finalmente tomó el teléfono y llamó a Resurrección Dos.
Le dijo a la operadora del conmutador que quería hablar con el abad Petropoulos. Segundos más tarde, la operadora lo había conectado con la secretaria del doctor Deichhardt.
– Habla Steven Randall. ¿Todavía se encuentra ahí el abad Petropoulos?
– Sí, señor Randall. Acaba de regresar de almorzar con los editores. Todos están conferenciando en la oficina del doctor Deichhardt.
– ¿Podría avisarle? Quisiera hablar con él.
– Lo lamento mucho, señor Randall, pero tengo instrucciones de no interrumpir ni pasar llamadas telefónicas.
– Mire, nadie se va a molestar. Ellos saben que yo soy el responsable de que el abad se encuentre aquí. Entre y dígales que es muy importante.
– No puedo, señor Randall. Las órdenes del doctor Deichhardt fueron precisas. No quieren que se les interrumpa.
Exasperado, Randall cambió de táctica.
– Está bien, ¿cuánto tiempo estará ahí el abad?
– El doctor Deichhardt lo acompañará al aeropuerto dentro de cuarenta y cinco minutos.
– Bueno, yo estaré ahí de vuelta en menos de media hora. ¿Puede usted tomar un mensaje y encargarse de que el abad Petropoulos lo reciba en el instante en que salga de la junta?
– Por supuesto.
– Dígale… -Randall reflexionó acerca del recado, y luego lo dictó lentamente-: Dígale que Steven Randall quisiera verlo brevemente antes de que parta para Schiphol. Dígale que le agradeceré que fuera a mi oficina. Dígale que deseo… darle de nuevo las gracias personalmente, y despedirme de él. ¿Está claro?
La secretaria lo había anotado todo. Satisfecho, Randall colgó y luego salió apresuradamente a buscar un taxi.
Veinticinco minutos más tarde, Randall había regresado al primer piso del «Hotel Krasnapolsky», ansioso por mostrarle al abad Petropoulos la confusa fotografía del Papiro número 9.
Había entrado a su oficina y se preparaba para recibir al abad, cuando se dio cuenta de que no estaba solo.
En el otro lado del despacho se hallaba George L. Wheeler, un Wheeler que Randall jamás había visto. La rubicunda y redonda cara del editor estaba desprovista de su habitual disfraz de alegre vendedor. Wheeler estaba furioso. Su robusto cuerpo avanzó y se plantó frente a Randall.
– ¿Dónde diablos ha estado usted? -ladró Wheeler.
Intimidado por la inesperada agresividad de su patrón, Randall titubeó.
– Bueno, quería reunir algunas fotografías publicitarias y…
– No me salga con estupideces -dijo Wheeler-. Yo sé dónde ha estado. Fue a ver a Edlund. Acaba de estar allí.
– Así es. Hubo un incendio en su cuarto oscuro y nosotros…
– Ya estoy enterado de ese maldito incendio. Sólo quiero saber qué andaba usted haciendo de curioso por allá. Usted no fue a conseguir ningunas fotografías publicitarias. Fue allá porque sigue jugueteando con el Papiro número 9.
– Tenía algunas dudas más y quería comprobar algo.
– Con Edlund. Y como él no lo pudo ayudar, entonces decidió molestar nuevamente al abad Petropoulos -dijo Wheeler con disgusto-. Pues bien, yo he venido a decirle que no va a ver al abad, ni hoy ni nunca. Hace diez minutos que salió al aeropuerto. Y si usted tiene la simpática idea de ponerse en contacto con él en Helsinki o en el Monte Atos para que le dé una respuesta, olvídelo. Le pedimos que no vea a nadie ni hable con nadie, incluyendo a nuestro personal, acerca de nada que tenga que ver con el Evangelio según Santiago, y él estuvo completamente de acuerdo. También el abad desea proteger la obra de Dios, tanto de aquellos que están dentro como de quienes están fuera y que quieran crear problemas.
– Mire, George, yo no estoy tratando de crear problemas. Sólo quiero reasegurarme de que todo lo que respaldamos es auténtico.
– El abad está satisfecho de su autenticidad, y nosotros también. Así que, ¿qué diablos está usted tratando de hacer?
– Sólo trato de convencerme a mí mismo. Después de todo, yo formo parte de esta empresa…
– Entonces, maldita sea, ¡compórtese como tal! -El semblante de Wheeler estaba lívido-. Compórtese como uno de nosotros, y no como si fuera miembro del pelotón de demoliciones de De Vroome. Usted mismo trajo al abad aquí para que comprobara el papiro, y él lo examinó y confirmó que era genuino. Con un demonio, ¿qué más quiere usted?
Randall no respondió.
Wheeler dio un paso hacia delante.
– Yo le diré qué es lo que nosotros queremos. Queremos sustituirlo a usted, pero sabemos que el hacerlo nos provocaría retrasos. Así que hemos acordado que si se dedica a sus propios asuntos y deja de entrometerse en los nuestros, aceptaremos que continúe. Nosotros lo contratamos, con un sueldo muy abundante, para lanzar nuestra Biblia al público; no para investigarla. Nuestra Biblia ha sido analizada mil veces por hombres que están capacitados y que saben lo que hacen. Tampoco lo contratamos para que usted hiciera el papel de Abogado del Diablo. Ya hay suficientes De Vroome allá afuera sin que usted los ayude y los conforte. Usted está aquí para una sola cosa: para vender nuestra Biblia. Y a mí me han elegido para recordarle cuál es su verdadera tarea, y más vale que la haga… que se dedique a su trabajo y a nada más.