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Cuando hubo terminado, Randall se dio cuenta de que Ángela todavía lo miraba fijamente.

– Steven -dijo ella tranquilamente-, ¿por qué has estado eludiéndome?

– ¿He estado eludiéndote?

– Sí. Algo ha ocurrido. ¿Cuándo volverás a amarme?

Él sintió que los músculos detrás del cuello se le ponían tensos.

– Cuando pueda volver a creer en ti, Ángela.

– ¿No crees en mí ahora?

– No -le dijo lisa y llanamente-. No, no creo en ti, Ángela.

Vaya. Por fin se lo había dicho. Se sintió aliviado y nuevamente disgustado, y con derecho a estarlo. Afrontó abiertamente la mirada de ella, en espera de sus protestas. Ángela no habló, ni dejó entrever reacción alguna. Su hermoso rostro permaneció inmóvil, salvo por varios pestañeos.

– Muy bien -dijo él-. Tú lo quisiste. Terminemos con el asunto de una vez.

Ella aguardó en silencio.

– No creo en ti porque ya no puedo creer en ti -le dijo-. Me engañaste la semana pasada, Ángela. Ya antes me habías mentido, pero había sido una mentira pequeña y sin trascendencia. Esta vez fue una mentira grande que pudo haber sido importante.

Randall esperaba una respuesta, pero no la hubo. Ángela parecía más triste que molesta.

– Me mentiste acerca del Monte Atos -continuó Randall-. Me dijiste que habías ido allí con tu padre para ver al abad Petropoulos. También dijiste que el abad había analizado los papiros y los había autenticado. ¿Lo recuerdas? Ésas fueron mentiras descaradas, Ángela. Lo sé porque yo fui personalmente al Monte Atos. ¿Sabías que estuve en el Monte Atos la semana pasada?

– Sí, Steven, lo sabía.

Randall no quiso indagar cómo ella se había enterado de su viaje. No quiso desviarse.

– Yo estuve en el Monte Atos, pero tú no. A ninguna mujer, a ninguna hembra se le ha permitido entrar a la Península Atonita durante más de mil años. Las mujeres están proscritas en ese lugar. Tú nunca estuviste allí, ni tampoco tu padre. Y el abad jamás ha visto a tu padre… ni había visto los papiros, hasta esta mañana. ¿Puedes negarlo?

– No, no puedo, Steven. No lo negaré. -Su voz era apenas un susurro- Sí, te mentí.

– Entonces, ¿cómo esperas que crea en ti… que confíe en ti… que crea cualquier otra cosa que me digas?

Ángela cerró los ojos, se los frotó con la mano y luego lo miró a él, angustiada.

– Steven, yo… yo no sé si puedo alcanzarte, penetrarte. Hay tanto en ti que es puro cerebro y nada de corazón. Sólo el corazón podría comprender que a veces una mentira es la verdad más pura que uno puede decir desde el fondo del alma. Steven, cuando me telefoneaste desde París, mi corazón podía escuchar y sentir esa parte tuya, de tu naturaleza, que más me preocupa y menos me gusta de ti.

– ¿Y qué es eso? -dijo él agresivamente.

– Tu cinismo. Tu cinismo irracional, defensivo y autoprotector. Tal vez implique una autoprotección para ti, Steven, y evite que tú salgas lastimado. Pero también es antivida, y yace entre tú y la vida y te impide recibir o dar amor profundo, amor verdadero. Una persona sin fe no puede amar. Te oí cuando me llamaste desde París. Me percaté de que nuevamente estabas dudando de la autenticidad del hallazgo de mi padre. Noté que estabas perdiendo la poca confianza que habías ganado. Otra vez te estabas convirtiendo en el Steven Randall que nunca pudo vivir cerca de sus padres, de su esposa, de su hija, de nadie. Ahí estabas, frente a una contundente evidencia de autenticidad, otorgada y sostenida por los estudiosos bíblicos más respetados y experimentados de todo el mundo, tratando nuevamente de desacreditar el milagro que mi padre había desenterrado en Ostia Antica. En París… en Atos… siempre buscando a alguien, incluyendo al propio demonio, que estuviera de acuerdo contigo para justificar tu cinismo. Pues bien, ya no lo pude soportar. Quise ponerle un freno a todo eso. No por consideración a mi padre, créeme, sino por ti. Así que dije lo que primero se me ocurrió. Yo recordaba el nombre del abad Petropoulos en el Monte Atos, porque yo había mecanografiado las cartas que mi padre le envió cuando sostenían correspondencia. Pero no sabía nada acerca del Monte Atos, así que caí en una mentira estúpida y disparatada. Sí, te mentí. Estuve dispuesta a mentirte, a decirte que habíamos estado en Atos… cualquier cosa… para impedir que trataras de arruinar la última cosa que podría dar significado a tu existencia. Era como si estuvieras neuróticamente obsesionado por la idea de realizar aquello en lo que De Vroome había fracasado… destruir a Resurrección Dos, la obra más importante en la vida de mi padre, una ardiente esperanza para la Humanidad y, finalmente, nuestra relación y tu propia vida. Eso es lo que traté de impedir, Steven; pero, obviamente, fracasé. Tú fuiste a Atos compulsivamente, y cuando el abad no estuvo de acuerdo contigo y nos apoyó a todos nosotros, todavía no quedaste satisfecho. Sean cuales fueren los hechos, probados y comprobados, tú tenías que insistir. Yo no sé tras de qué andas ahora, pero me acabo de dar cuenta de que tú no estás realmente interesado en estas fotografías. Tú andas tras de alguna otra cosa… y yo no sé lo que es… algo que te diga que tienes razón en continuar desconfiando y no creyendo. Te volvería a mentir con tal de detenerse. Te mentiría mil veces para impedir tu autodestrucción.

Ángela había quedado debilitada y sin aliento.

Tomó las manos de Randall y las apretó sin decir palabra, buscando comprensión en su rostro.

Por fin habló nuevamente:

– Steven, te amo. Haría cualquier cosa para que tú me amaras… para que tuvieras fe, fe en mí y en aquello en lo que yo creo… en el proyecto. Con semejante fe podrías conocer el amor… no sólo por mí, sino por ti mismo. ¿Te sería posible?

Él la miró fijamente.

– Es posible -dijo.

– ¿Cómo? ¿Qué puedo hacer yo? Te he dicho que haré cualquier cosa que me pidas.

– ¿Cualquier cosa? -dijo él suavemente-. Muy bien. Quiero que me lleves a Roma mañana.

– ¿A Roma?

– Quiero conocer a tu padre.

– Mi padre -dijo ella con un eco muy tenue-. ¿Eso es importante para ti?

– Quiero conocer al hombre que descubrió la Palabra. Quiero mostrarle una fotografía y hacerle una pregunta. Él es el último, el final del camino. Después de verlo, tendré que detenerme. Eso es lo que tú quieres, ¿o no? ¿Que yo me detenga? ¿Que tenga fe? Ahora todo depende de ti, Ángela. Está en tus manos. ¿Me llevarás a ver a tu padre?

– ¿Eso, eso resolvería todas las dudas que tienes acerca de mí?

– Sí.

Ángela aspiró profundamente, contuvo la respiración, y luego exhaló.

– Está bien, Steven… Es un error, pero debe hacerse. Volaremos a Roma mañana. Conocerás al profesor Augusto Monti. Te enfrentarás a él cara a cara. Tal vez eso lo resuelva todo.

IX

Después de que el jet de Alitalia procedente de Amsterdam aterrizó en la pista del Aeropuerto Leonardo da Vinci, situado a cierta distancia de Roma, en la avanzada mañana de este viernes, y mientras caminaban a través del campo pavimentado y ascendían por la ancha rampa color rojo hacia la aduana controlada por carabinieri, donde se veía un letrero que decía Controllo Passaporti, en la mente de Steven Randall había predominado un pensamiento satisfactorio. Ángela había cedido.

Ambos habían seguido al maletero de camisa color azul que acarreaba sus maletas (Randall había retenido su preciado portafolio) a través del encristalado recinto de la terminal aérea, hormigueante como estaba de ruidosos pasajeros y visitantes, saliendo por debajo de un gigantesco alero de metal. Habían llamado a un taxi, y al pasar junto a la enorme estatua barbuda de Da Vinci, y cerca de los letreros esmaltados en azul que indicaban: ROMA, y los anuncios exteriores que promovían Pepsi-Cola, Ethiopian Airlines, Visite Israel, Telefunken, Olivetti, y los verdes pinos en forma de sombrilla, y los circundantes campos de zucchini y broccoli, y el mercado de comestibles conocido como Cassa del Mercato, y los edificios de apartamentos del suburbio de San Paolo, y el canódromo, y las losas rotas del Foro y el Coliseo (y durante el recorrido de media hora hasta el «Hotel Excelsior») Randall se sintió invadido por un sentimiento de creciente excitación.