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– ¿La oportunidad de qué?

– De ser perdonado. De quedar libre.

Lebrun hizo una pausa para apurar otro sorbo de su whisky sour y luego reanudó su relato.

– Era 1915, y toda Europa estaba trenzada en combate, en el temprano derramamiento de sangre de la Primera Guerra Mundial -estaba diciendo Lebrun-. El director de la Administración Penal congregó a los condamnés, los convictos con sentencias más cortas, y a algunos de los relegués, los de cadena perpetua, los incorregibles, pero los que habían mostrado buena conducta, y yo era uno de ellos, puesto que había estado bajo la tutela del sacerdote. Se nos dijo que si nos alistábamos como voluntarios en un batallón especial del Ejército francés, para servir como soldados de infantería en el frente occidental de Europa contra los húngaros, se nos tendría consideración y se nos otorgaría indulgencia al término de la guerra. Todo fue ambiguo, impreciso, y pocos accedieron a ofrecerse. Mi cura, el padre Paquin, no podía entender por qué yo no había aprovechado esa oportunidad, y le respondí que lo había discutido con mis compañeros y que ninguno de nosotros deseaba arriesgarse a que le volaran la cabeza sin una garantía de recompensa. Mi sacerdote amigo consultó con las autoridades y volvió a mí con una oferta positiva. Si yo me prestaba voluntariamente a combatir por Francia, y si lograba persuadir a otros convictos de que también lo hicieran, el Ministerio de la Guerra de Francia nos garantizaría la amnistía y la libertad la semana misma en que acabara la contienda. «De hecho -me prometió el padre Paquin-, como siervo de Nuestro Señor, en nombre de Jesús el Salvador, tienes mi compromiso personal de ver que se cumpla la promesa del Gobierno. Tienes mi palabra de que si te alistas como voluntario para combatir, serás perdonado y se te devolverá la ciudadanía y la libertad. Te doy mi palabra, no sólo en nombre del Gobierno francés, sino también en el de la Iglesia.» Eso fue suficiente para mí… y, en parte a través de mi persuasión, lo fue igualmente para los otros. El Gobierno era una cosa. Pero el cura y la Iglesia eran infalibles y dignos de fe. Así que, junto con otros convictos, me alisté como voluntario en el Ejército.

A Randall le pareció increíble.

– Monsieur Lebrun, ¿me está usted diciendo que la colonia penal de la Isla del Diablo formó una unidad especial que fue enviada a Francia para pelear contra los alemanes?

– Exactamente.

– Pero, ¿por qué nunca he leído nada acerca de eso en ningún libro de Historia?

– En un momento comprenderá usted por qué no se informó ampliamente de eso -dijo Lebrun. Se masajeó el muslo, donde el muñón encajaba en su pierna artificial, supuso Randall, y comenzó a hablar de nuevo-. Inspirados por nuestro cura, nos alistamos como soldados de infantería. Zarpamos de la Guayana francesa, y en julio de 1915 desembarcamos en Marsella y tocamos el suelo de nuestra amada Francia una vez más. Nuestro regimiento se integró. Los oficiales eran nuestros guardias de la Isla del Diablo. Teníamos todos los privilegios de los soldados, excepto uno. Nunca se nos concedió una licencia mientras estuvimos en el Ejército. Nos llamaban la Fuerza Expedicionaria de la Isla del Diablo, al mando nada menos que del general Henri Pétain.

– ¿Fueron enviados al frente?

– Directamente al combate en el frente, a la guerra de trincheras en Flandes, donde permanecimos, sin tregua, durante tres años. Fue más miserable y sangriento de lo que pueda imaginarse. Las bajas ascendían constantemente, pero eso era mejor que lo que habíamos dejado atrás, e inspirados por la libertad que mi confesor nos había garantizado, nos quedamos allí y luchamos como tigres. Puesto que nosotros estábamos en la vanguardia y nunca se nos enviaron relevos, dos terceras partes de nuestros mil ochocientos hombres murieron en el frente. Los que sobrevivimos continuamos luchando. Seis meses antes del fin de la guerra, el impacto de una granada de metralla de la artillería alemana me destrozó la pierna izquierda, que luego me fue amputada, aunque salvé la vida. Era muy alto el precio de la libertad, pero cuando me desperté en el hospital militar pensé que había valido la pena, pero cuando me había cicatrizado y había yo aprendido a caminar con una primitiva pierna artificial de madera, tuvo lugar el Armisticio y luego vino la paz, y la guerra había terminado. Yo era un hombre joven. Mi nueva vida estaba a punto de comenzar. Junto con otros seiscientos sobrevivientes de la Fuerza Expedicionaria de la Isla del Diablo, yo celebré el retorno a París, donde íbamos a aguardar la proclamación de nuestra amnistía. A nuestro arribo, nos hicieron marchar a la Prisión Santé. La permanencia en la prisión era inesperada, y yo envié por mi cura (Père Paquin había fungido como capellán del Ejército en un puesto de mando tras las líneas) y le pregunté qué estaba sucediendo. Me bendijo y me agradeció mi sacrificio, y hasta me abrazó como a un hijo, asegurándome, en el nombre del Salvador, que la Prisión Santé representaba sólo un acuartelamiento temporal previo a nuestra liberación… que se nos concedería la libertad dentro de esa misma semana. Me sentí tan aliviado que lloré de alegría. Transcurrió una semana y, de repente, una mañana, nuestros viejos guardianes corsos de la Guayana Francesa, reforzados por incontables nuevos guardias, con rifles y bayonetas caladas, entraron a la Prisión Santé, nos rodearon, nos embutieron como manada en trenes y nos transportaron a Marsella. Allí, nos arrojaron uniformes de prisión y se nos informó que, por razones de seguridad nacional, debíamos ser devueltos a le bagne, la colonia de convictos en la Guayana, para purgar nuestras sentencias. Era imposible amotinarse. Había demasiados fusiles apuntando a nuestras cabezas. Alcancé a vislumbrar al padre Paquin. Le grité, pero él no me ofreció compasión alguna. Simplemente se encogió de hombros. Y recuerdo lo último que hice antes de que subiéramos a bordo del barco de convictos. Le mostré el puño y le grité: «¡Fumier et ordure (estiércol y basura) sobre la Iglesia! ¡A la merde con Cristo! ¡Ya me vengaré!»

Randall sacudió incrédulamente la cabeza.

– ¿Realmente ocurrió eso?

– Ocurrió. Sí, ocurrió. Hoy día está registrado en los archivos del Ministerio de Justicia o del Ministerio de la Defensa Nacional en París. Y así pues, regresamos a los mosquitos, las garrapatas, las hormigas, el calor, las ciénagas, los trabajos forzados, los azotes, la brutalidad de la Isla del Diablo y de la Guayana. A esas alturas, yo ya tenía una mejor razón para vivir, para sobrevivir. No hay motivación más fuerte para un mortal que la venganza. Yo me vengaría. ¿Del frío y cruel Gobierno? ¿Del mentiroso y traidor clérigo? No; me vengaría de todo el engaño de la religión (el verdadero enemigo de la vida… la droga, el opio que oprime), con todas sus charlatanerías acerca de un amoroso Salvador. Mi fe estaba tan destrozada y mutilada como mi cuerpo. Y fue mientras todavía iba a bordo del buque de convictos que nos desembarcó en St. Laurent-du-Maroni que concebí mi golpe maestro… el golpe de gracia contra todos los promotores de Cristo… mi engaño que correspondería al engaño que la jerarquía eclesiástica cometió en mi contra. Concebí, en su forma rudimentaria, el Evangelio según Santiago y el Pergamino de Petronio. Desde 1918, año en que fui devuelto a la colonia penal de la Guayana, hasta 1953, cuando el penal fue clausurado y abandonado por el Comité Francés de Liquidación en virtud de la mala reputación que las condiciones de ese lugar le estaban ocasionando a Francia en todo el mundo, me la pasé haciendo los cuidadosos preparativos para mi golpe.