– Aquí no, por favor.
– Lo lamento -Randall volvió a meter su billetero en el bolsillo, pero guardó el rollo de liras dentro del puño-. Para mí lo vale. No tienes que hacer nada. Sólo muéstrame dónde vive.
María contempló el dinero, que estaba medio escondido en la mano de Randall, y lo miró a él astutamente.
– He jurado no decirlo. Pero tú quieres ayudarlo. ¿Lo vas a hacer rico?
Randall estaba dispuesto a estar de acuerdo con todo.
– Sí.
– Si es por él, yo misma te mostraré dónde vive. Su apartamento está cerca de aquí.
Él suspiró aliviado.
– Gracias.
Sin demora, Randall pagó la cuenta de María y ambos se levantaron y abandonaron juntos el Café de París. Pasaron por el kiosco de la esquina, alcanzaron la luz verde del semáforo y cruzaron la Via Veneto hacia la esquina del «Hotel Excelsior».
Ella señaló una ancha calle que corría al lado del hotel.
– Via Boncompagni -dijo-. Él vive en esta calle, no muy lejos. Tres o cuatro manzanas. Podemos caminar.
María tomó a Randall del brazo y empezaron a caminar animadamente por la Via Boncompagni. Ella iba tarareando al caminar, pero al finalizar la primera manzana, se detuvo abruptamente y estiró la palma de su mano.
– Págame ahora -le dijo.
Él depositó el fajo de liras en la mano de María, que soltó a Randall con la otra mano mientras contaba cuidadosamente los billetes. Satisfecha, metió el dinero en su bolso blanco.
– Te llevaré con tu amigo -dijo ella.
María comenzó a caminar de nuevo, volviendo a tararear, y Randall caminó a su lado. Al llegar a la tercera manzana, él dijo:
– ¿Cómo sabes tú dónde vive el Duca?
– Te lo diré, pero no se lo repitas a él. Es muy orgulloso. Algunas veces, cuando Gravina o yo, y una o dos de las otras chicas también, no podemos conseguir cuarto en un hotel porque está lleno, hacemos un arreglo con el Duca para usar su habitación para atender nuestros clientes. Le pagamos a él la mitad de nuestros ingresos por usar su cuarto. A nosotros no nos importa. Él es amable, y eso le ayuda a pagar su renta.
– ¿Cuánto paga de renta?
– Por una habitación con baño y una pequeña cocina, cincuenta mil liras al mes.
– ¿Cincuenta mil? Eso equivale, aproximadamente, a ochenta dólares? ¿Puede él con ese gasto?
– Ha vivido aquí durante muchos años, dice él. Desde que era rico.
Estaban cruzando una intersección, la Via Piemonte, y llegando a la cuarta manzana.
– ¿Cuándo fue rico? -preguntó Randall.
– Él dice que hace cuatro o cinco años.
Eso concordaba, pensó Randall. Hacía cinco años que Lebrun había recibido su parte de la transacción con Monti por el descubrimiento de Ostia Antica.
– Aquí es -anunció María.
Se habían detenido frente a un edificio de apartamentos de seis pisos que tenia la fachada de piedra manchada de hollín. La entrada del edificio estaba entre la Iranian Express Company y un local con un letrero de BARBIERE y el típico poste de peluquería frente a la tienda.
Sobre el edificio de apartamentos de Lebrun, cincelada en piedra, había sólo una palabra: CONDOMINIO.
Debajo estaban dos enormes puertas de madera completamente abiertas, y más adentro había una puerta de vidrio y un pasillo de entrada con una especie de caseta, y hasta el fondo había un patio.
– Aquí te dejo -dijo María extendiéndole la mano-. Debo regresar a trabajar.
Randall le estrechó la mano.
– Gracias, María; pero, ¿dónde…?
– Entra. La caseta que ves a la derecha es donde el portiere deposita el correo. A la izquierda está el ascensor y también hay una escalera. Pero primero debes ver al portiere para decirle que quieres ver al Duca. Si no está en la caseta, ve al patio. A un lado están unas ventanas con macetas y plantas, frente a donde el portiere y su esposa viven. Llamas allí. Ellos te llevarán con tu amigo. Buona fortuna. -Ella empezó a alejarse, pero se detuvo y regresó para decirle-: Cuando le veas, no le digas que María te trajo hasta aquí.
– No se lo diré, María. Te lo prometo.
Randall la vio alejarse hacia la Via Veneto, meciendo sus desfajadas nalgas y su bolsa blanca, y luego se volvió hacia el edificio de apartamentos.
Robert Lebrun, pensó él. ¡Por fin!
A grandes zancadas cruzó la sucia entrada con piso de mármol, abrió la puerta de vidrio y penetró. La caseta del portero estaba vacía. Randall continuó hacia el oscuro patio.
Un montón de plantas de hule llenaban el centro del patio, y a la izquierda, desde una ventana abierta, un hombre joven, bastante moreno y de apariencia siciliana, estaba regando una hilera de plantas que había en el pretil de la ventana. De repente, dejó de regar para observar a Randall con curiosidad.
– Hola -dijo Steven-. ¿Habla usted inglés?
– Sí, un poco.
– ¿Dónde puedo encontrar al portero?
– Yo soy el portero. ¿Quiere algo?
– Un amigo mío vive aquí y yo quisiera…
– Un momento.
El portero desapareció de la ventana y segundos después volvió a aparecer a través de una puerta lateral que daba al patio. Era un hombre pequeño y gallardo que vestía una camisa azul de trabajo y unos parcheados pantalones de mezclilla. Se enfrentó a Randall con las manos en las caderas.
– ¿Quiere usted ver a alguien?
– A un amigo -Randall se preguntó qué nombre debería usar, lamentándose de no haberle preguntado a María bajo qué nombre conocían al anciano. Probablemente el italiano-. Signore Toti.
– Toti. Lo siento, pero no. No hay ningún Toti.
– Tiene un apodo. Duca Minimo.
– ¿Duca…? -El portero sacudió vigorosamente la cabeza-. No hay nadie aquí con ese nombre.
«Entonces debe ser Lebrun», decidió Randall.
– Bueno, en realidad, él es francés… casi todos lo conocemos como Robert Lebrun.
El portero miró a Randall.
– Hay un Robert… un francés… pero no es Lebrun. ¿Tal vez se refiere usted a Laforgue? ¿Robert Laforgue?
Laforgue, por supuesto. Ése era el nombre bajo el cual Sam Halsey, de la Prensa Asociada en París, había encontrado a Lebrun enlistado en los archivos del Service Historique. Era el nombre verdadero de Lebrun.
– Sí -exclamó Randall-. Ése es. Siempre confundo su apellido. A Robert Laforgue es a quien quiero ver.
El portero miró de una manera extraña a Randall.
– ¿Es usted pariente de él? -le preguntó.
– Soy un amigo cercano. El señor Laforgue me está esperando para discutir un asunto de negocios muy importante.
– Pero eso es imposible -dijo el portero-. Ayer al mediodía tuvo un accidente grave frente a la Stazione Ostiense. Fue atropellado por un automóvil cuyo chófer huyó. Murió instantáneamente. Mis condolencias, Signore. Su amigo está muerto.
Un joven y solícito oficial de Policía había conducido a Steven Randall hacia fuera de la Questura, el cuartel general de la Policía romana, y le había llamado un taxi, dándole instrucciones al chófer:
– Obitorio, Viale dell' Universitá -y rápidamente dijo algo más en italiano, repitiendo la palabra «Obitorio» y especificando la dirección exacta-, Piazza del Verano 38.
El chófer del taxi hizo rápidamente la señal de la cruz, accionó la palanca de velocidades y el automóvil inició la marcha veloz hacia el gran conjunto universitario romano donde estaba situado el depósito de cadáveres no identificados.
Meciéndose de un lado al otro mientras el taxi se traqueteaba al virar en las esquinas, Randall estaba todavía alterado por el impacto de la impresión, pero se iba recuperando gradualmente.
La mayoría de las personas, reflexionó Randall, experimentan pocos momentos de shock en toda su vida. Sin embargo, en poco más de un mes, él los había soportado (el impacto de la sorpresa o el horror, el repentino sacudimiento de los sentidos o las emociones) una y otra vez. Había soportado el ataque sufrido por su padre; lo de Bárbara y el divorcio; el problema de la drogadicción de Judy. Y detrás de todo eso estaban la ocasión en que lo habían inducido a creer que Ángela era la traidora en el proyecto y la vez en que se había enterado del fallo descubierto por Bogardus. Estaban también el momento reciente en que se había enterado que el profesor Monti estaba recluido en un manicomio y la ocasión cuando el dominee De Vroome le había revelado, en el ascensor, que acababa de ver al falsificador de los documentos de Santiago y de Petronio. Y habían habido otras ocasiones en las que una cierta información había hecho que la cabeza le diera vueltas y que la sangre se le helara. Para él, era como si el shock se hubiera convertido en un modo de vida.