Pero en ningún momento había sufrido un revés más grande que el recibido hacía dos horas, cuando el portero le había dicho que Robert Lebrun estaba muerto.
El golpe había sido tan inesperado que lo había dejado casi mudo. No obstante, horrorizado como estaba, había resistido la noticia, y hasta había recobrado la compostura, porque sus experiencias con Resurrección Dos lo habían condicionado a esos asaltos a su sensibilidad.
Podía recordar (todavía como si fuera un sueño) cómo el portero le había narrado los acontecimientos del domingo por la tarde, que apenas fue ayer. La Policía se había presentado en el edificio de apartamentos de la Via Bocampagni para averiguar si un tal Signore Robert Laforgue residía allí. Habiéndose asegurado de que ese edificio era en realidad donde Laforgue Lebrun vivía, los oficiales habían informado al portiere que el anciano había muerto en un accidente hacía tres horas.
La víctima estaba cruzando la plaza de la Piramide di Caio Cestio hacia la Porta San Paolo, la estación del Metro y del ferrocarril, en dirección a la pequeña estación conocida como Stazione Ostiense, cuando un automóvil grande y negro (un testigo creía que había sido un «Pontiac» norteamericano; otro pensaba que había sido un «Aston Martin» británico) se había precipitado hacia la plaza, golpeando a la víctima de frente, arrojándolo por lo menos a diez metros de distancia y desapareciendo de la vista en la confusión. La víctima, con el cuerpo aplastado y destrozado, había muerto instantáneamente.
La Policía había explicado al portero que, a pesar de que los efectos personales del muerto llevaban el nombre de Robert Laforgue y esta dirección, no habían encontrado en su persona nada más que indicara el nombre de algún familiar o amigo o compañía de seguros. ¿Sabía el portero de algún pariente o amigo que debiera ser notificado o que pudiera encargarse del cadáver? El portero no había podido recordar el nombre de ninguna persona allegada a la víctima. Rutinariamente, la Policía había subido al apartamento de Lebrun en busca de alguna pista. Aparentemente, no había ninguna.
Randall recordó que había solicitado permiso para ver las habitaciones de Lebrun. Como sonámbulo, había seguido al portero hacia el ascensor, que tenía una hendidura para monedas («todo aquel que use la electricidad debe pagarla», había murmurado el portero), y éste había depositado una moneda de diez liras en la alcancía, empujando el botón correspondiente al piso de Lebrun.
En el tercer piso, a la izquierda del ascensor, el portero había abierto el cerrojo de una puerta verde. Entraron a un cuarto sencillo que también había sido verde alguna vez, y que ahora estaba manchado, desteñido y desconchado, y que tenía un desvencijado sofá cama, dos lámparas de pie con feas manchas color beige, una cómoda muy gastada, una radio, un espejo roto, un refrigerador portátil que todavía zumbaba ruidosamente (el portero lo desconectó de inmediato), unos cuantos anaqueles apoyados sobre ladrillos y que contenían varios libros muy manoseados, encuadernados en rústica (la mayoría eran novelas y obras sobre política, y ninguno relacionado con la teología en Palestina o Roma), en francés y en italiano. Arriba, en el techo, había una instalación vulgar con un foco mortecino. Junto al cuarto había una reducida despensa y una minúscula cocina con un tablero de madera que tenía una plancha para cocinar y un fregadero. Más allá estaba un pequeño baño.
Renuentemente, bajo el ojo vigilante del portero, Randall recorrió con detenimiento las habitaciones de Lebrun, examinando sus dolorosamente escasas pertenencias… Dos raídos trajes y una andrajosa trinchera, algunas ropas en los cajones y los gastados libros. Excepción hecha de varias notas de comestibles sin pagar y una libreta de anotaciones en blanco, no habían ni papeles personales ni tarjetas, ni siquiera correspondencia que diera alguna pista de la relación o asociación de Robert Lebrun con cualquier otro ser humano sobre la Tierra.
– Nada -había dicho Randall desanimadamente-. Ni fotografías, ni anotaciones; nada escrito por él.
– Tenía unas cuantas amigas en la calle. Por lo demás, vivía como un ermitaño -había dicho el portero.
– Es como si alguien hubiera estado aquí y hubiera borrado totalmente la identidad del anciano.
– No ha habido visitantes, que yo sepa, excepto la Policía, y usted, Signore.
– Así que todo lo que queda de Robert Lebrun es el cadáver -había dicho Randall, apesadumbrado-. ¿Dónde está el cuerpo?
– La Policía sólo me avisó, por si aparecía algún pariente o amigo, que retendrían el cuerpo durante un mes en el Obitorio…
– ¿El depósito de cadáveres?
– Sí, la Morgue… allí estará durante un mes en espera de que alguien lo reclame y pague el costo del entierro. Si nadie lo hace, sepultarán el cuerpo en el Campo Comune…
– ¿Quiere usted decir en el cementerio de los pobres, en la fosa común?
El portero había asentido con la cabeza.
– Donde entierran los cuerpos que no han sido identificados ni reclamados.
– Creo que me gustaría ver el cadáver, sólo para estar seguro -había dicho Randall. La Policía había encontrado una identificación en el cuerpo; sin embargo, alguien más pudo haber llevado consigo los papeles con el nombre de Lebrun. Randall tenía que verlo por sí mismo. Tenía que estar completamente seguro-. ¿Cómo puedo hacerlo?
– Primero, tendrá que ir a la Questura, el cuartel general de Policía, y obtener un permiso para ver el cadáver y hacer la identificación.
Así pues, Randall había ido al cuartel general de la Policía de Roma y solicitado ver los restos de Robert Laforgue, alias Robert Lebrun. Atendido por un joven oficial italiano, Randall había dado los diferentes nombres de Lebrun, una descripción del francés, la edad de la víctima, y algunas otras señas. Después había pronunciado su propio nombre y sus antecedentes, inventando una historia acerca de su amistad con Lebrun y diciendo haberlo conocido en París y que lo veía siempre que visitaba Roma. Había llenado cuatro páginas del Proceso Verbale, una especie de informe oficial, y una vez hecho eso, se le había concedido un permiso por escrito para ver el cuerpo, identificarlo y reclamarlo, si así lo deseaba. Como Randall aparentaba estar confuso, el joven oficial lo había puesto en el taxi y lo había dirigido hacia el depósito de cadáveres de la ciudad.
El taxi aminoró la marcha y Randall miró por la ventana. Estaban transitando entre los edificios que había en los terrenos de la Città Universitaria. Habían llegado a la Piazzale del Verano, y el chófer frenó su vehículo. Señaló hacia un edificio de ladrillos amarillos, de tres pisos de alto, que estaba detrás de un muro que tenía puertas dobles de hierro pintadas de azul.
– Obitorio -murmuró el chófer.
Randall le pagó, añadiendo una generosa propina; el chófer se volvió a santiguar, esperó a que su pasajero bajara del auto, y se alejó velozmente.
Empujando una de las puertas de hierro para entrar, Randall se encontró en un pequeño patio rodeado de edificios. Sobre la entrada del edificio más cercano y más grande había un letrero iluminado por una lámpara exterior. Decía: UNIVERSITA DI ROMA, INSTITUTO DI MEDICINA LEGALE E DELLE ASSICURAZIONI, OBITORIO COMUNALE.
Obitorio Comunale. Vaya maldito lugar para su reunión cumbre con Robert Lebrun.
Entrando al edificio principal había un guardia que llevaba un uniforme indescriptible. Había varias puertas frente a Randall. Él mostró su permiso policíaco al guardia, quien le señaló un cuarto a la derecha donde un oficial italiano, fofo y con un espeso bigote, cuello rojo en su uniforme negro, estaba de pie revisando unos papeles detrás de un largo mostrador de mármol.