Contemplando el panorama a través de la ventana, Randall no encontró nada de interés. Había muchos edificios de apartamentos arruinados, alguna ropa recién lavada colgando de los pequeños balcones y, aquí y allá, oscuras casas de campo pertenecientes a conjuntos residenciales. El tren se había detenido a sacudidas ante las descuidadas estaciones de pequeños pueblos… en Magliana, en Tor di Valle, después en Vitina.
Ahora estaban saliendo de Acilia. El panorama estaba mejorando. Sobre el horizonte se veía una arboleda de olivos, algunas granjas, prados, arroyos que desembocaban en el Tíber y una moderna autopista, la Via Ostiensis, supuso Randall, visible en una línea paralela.
Todo esto había sido una vez el majestuoso camino de Roma al puerto desarrollado por Julio César y Augusto César. Mejorado por los Césares posteriores, Claudio y Nerón, el puerto había sido una fortaleza contra los invasores y eventualmente había llenado los graneros en Ostia, el centro de abastos de la capital.
No obstante, a Randall en realidad no le interesaba lo que había fuera de la ventana, o el calor y las condiciones sofocantes que prevalecían dentro del vagón. Su verdadera atención estaba en lo que le esperaba más adelante, en la posibilidad de que la mano muerta de Robert Lebrun lo condujera hacia la evidencia de la falsificación, la cual obviamente había escondido en alguna parte del antiguo puerto, fuera de las excavaciones controladas por el Gobierno… probablemente en las proximidades del punto donde Lebrun dijo haber ocultado su fraude para que Monti lo descubriera.
Randall sabía que tenía escasísimas probabilidades en su favor. Eran las mismas probabilidades de encontrar una aguja en un pajar. No obstante, tenía una pista, y con un poco de confianza se sintió impulsado a representar ese acto final. De alguna manera, nada parecía más importante que saber si el mensaje del Evangelio según Santiago y el Pergamino de Petronio, que se ofrecerían al mundo a través de Resurrección Dos dentro de unos pocos días, era la Palabra… o la Mentira.
El tren chirriaba más lentamente; de hecho, estaba deteniéndose. Randall miró su reloj. Veintiséis minutos desde que había salido de Roma. Se asomó hacia fuera a tiempo para ver un negro letrero que ostentaba unas palabras en blanco. Decía: OSTIA ANTICA.
Se levantó de un salto, apretujado entre la docena de sudorosos pasajeros que llenaban el pasillo, y arrastrando los pies alcanzó la puerta del vagón.
Después de atravesar la plataforma, los pasajeros se precipitaron hacia un paso a desnivel. Randall los siguió. Bajó la escalera, caminó por un túnel de hormigón reconfortantemente fresco que cruzaba por debajo de las vías del ferrocarril, y luego subió los escalones que conducían a la pequeña y acalorada estación. Pasó con prisas cerca de una estatua sin cabeza que estaba frente a la ventanilla de los billetes y se dirigió al exterior.
Tratando de ignorar el abrasante calor y de orientarse, se sintió agradablemente sorprendido. Era como si lo hubieran arrojado a un paraíso rural. Frente a él había palmeras e higueras, y más allá alcanzó a ver la escalera de un puente. Los otros pasajeros se habían evaporado. Él se hallaba solo en ese tranquilo y pacífico lugar… pero no completamente solo.
Un chófer de taxi, un nativo de cómica apariencia, sonriente y raquítico, que llevaba un ancho sombrero de gondolero, una harapienta camisa, una banda color escarlata a la cintura y pantalones anchos, se le había interpuesto con rapidez.
El chófer, bronceado por el sol, se tocó respetuosamente el ala del sombrero.
– Buon giorno, signore. Yo soy Lupo Farinnaci. Todos en Ostia me conocen. Yo tengo un taxi. «Fiat». ¿Quiere un taxi?
– Creo que no -dijo Randall-. Solamente voy a las excavaciones…
– Ah, scavi, scavi, excavaciones, sí. Usted camina. Es una caminata corta. Más allá del puente, más allá de la autostrada, hacia la puerta de hierro.
– Gracias.
– No se quede mucho. Demasiado caliente. Si usted quiere un paseo fresco, tal vez después a Lido di Ostia, la playa de Roma, Lupo lo lleva en taxi.
– No creo que tenga tiempo.
– Tal vez. Usted vea. Si necesita un taxi, Lupo aquí… en el restaurante «Al Desembarcadero de Eneas»… A veces en el puesto de frutas más allá. Usted vea. Tal vez.
– Gracias, Lupo. Si lo necesito, lo buscaré.
Asándose, Randall se dirigió hacia el puente y lo cruzó, y cuando hubo descendido cerca de un campo abierto en el que había un grupo de pinos, su camisa estaba empapada y la llevaba pegada a la piel. Con el mapa en la mano, identificó un castillo del siglo xv, el de Giuliano della Rovere, quien se había convertido en el Papa Julio II, y luego encontró un restaurante campestre con el extraño nombre de Allo Sbarco di Enea (Al Desembarcadero de Eneas, según le había dicho Lupo) donde, bajo un techo compuesto de enredaderas, había gente comiendo. La entrada principal a las ruinas (marcado en el mapa como Cancello A, Porta Romana) debía estar cerca.
Caminó un poco más y vislumbró una puerta de hierro que tenía al frente un letrero amarillo que anunciaba, en letras negras: SCAVI DI OSTIA ANTICA.
Una vez que hubo cruzado la entrada, todo se volvió a transformar, como por acto de magia, en el país de las maravillas. Ante él se extendía un parque, o lo que parecía ser un parque, con verdes pinos que despedían un aroma fresco y estimulante, y desde el mar, que estaba a unos cuantos kilómetros de distancia, una ligera brisa lo envolvía e incrementaba sus esperanzas.
A su izquierda, Randall vio un pabellón minúsculo, dentro del cual estaba una anciana obesa observándolo. La vieja tenía en las manos un rollo de boletos y le estaba gritando:
– Bisogno comprare un biglietto per entrare, signore! ¡Necesita comprar un boleto para entrar, Mr.!
Respondiendo a la llamada, Randall se acercó a la anciana y compró un boleto para ver las ruinas.
Con el cartoncillo en la mano y guardándose el cambio, vio otra señal amarilla con una inscripción en italiano. Inquisitivamente miró a la vendedora de boletos.
– Que el superintendente dice que no se acerque a la excavación; no está permitido -explicó ella-. Vea las ruinas; la excavación no. Dice que cuidado con el desnivel del terreno cuando camine, para protegerse las piernas.
– Tendré cuidado -prometió él.
Siguiendo nuevamente su mapa, Randall buscó el Decumanus Maximus, la antigua calle principal que atravesaba todo lo que había sido descubierto de Ostia Antica. No tuvo problema para encontrar el camino, pero desde que dio los primeros pasos supo que tendría dificultad para recorrerlo.
La calle principal, hoy día igual que en su apogeo durante el siglo ii, estaba cubierta con resbaladizas y separadas piedras redondas, de modo que al caminar sobre ellas uno resbalaba, tropezaba y se torcía los tobillos. Al fin, en vista de que la superficie irregular y resbaladiza le estaba impidiendo avanzar, Randall se pasó a un lado del camino, donde había hierba, y reanudó la marcha entre el pasto, los parches de tierra y los antiguos despojos sobre el cadáver de esa ciudad romana.
Aquí, según le indicaba su mapa, estaban los muros destruidos de un granero del siglo ii, y allá, las columnas de un teatro que había funcionado en el año 30 A. D. Aquí, los restos del Teatro de la Comunidad, y allá, el Balneario del Foro.
Pero, impacientándose con el mapa, prefirió recrear la vista con el panorama total, contemplando los estratos descubiertos que revelaban las volcadas urnas de mármol con sus refinados tallados, la sección de un apartamento con sus paredes interiores pintadas, los tazones secos de varias fuentes, los restos de imponentes arcos y un pedrejón con la inscripción Decumanus Maximus.