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En la ahuecada pared que estaba a su derecha encontró, por vez primera, inscripciones.

En la superficie del muro de roca labrada (¿podría ser la catacomba familiar?, ¿la antigua cámara mortuoria subterránea?), débilmente grabados en la piedra porosa conocida como tufa granulare, había retratos primitivos, dibujos del siglo primero, inscripciones de los primeros cristianos perseguidos en los tiempos apostólicos.

No había muchos, y no eran muy claros, pero sus contornos podían distinguirse.

Randall se acercó al muro de toba. Vislumbró un ancla. El ancla secreta que los primeros cristianos utilizaban para disfrazar la Cruz de Cristo. Distinguió las letras griegas y las primeras dos letras de la palabra griega Christos, y descifró una burda paloma y una rama de olivo, trazos del símbolo de la paz entre los primeros cristianos.

Randall se agachó junto a la pared. Distinguió lo que parecía una… sí… una ballena, el primer signo cristiano de la Resurrección. Y luego, en la desmoronadiza roca roja, el vago contorno de un pez, y otro pez, y un tercer pez primitivo, tallados en pequeño, como ciprinos, los símbolos de la palabra I-CH-TH-U-S, cuyas letras eran las iniciales de las palabras griegas atribuidas a Jesucristo, Hijo de Dios y Salvador.

Definitivamente, el muro de toba escondía una subcámara, una disimulada bóveda de sótano donde una familia romana convertida el cristianismo había alguna vez enterrado furtivamente a sus muertos y había dejado en la roca señales de su credo y su fe.

Randall se hizo hacia atrás, escudriñando cuidadosamente la superficie del muro en busca de más inscripciones, hacia los lados y hacia arriba y hacia abajo, y entonces, repentinamente… hasta abajo, a escasos treinta centímetros del piso de la zanja, lo vio.

Se echó hacia delante, arrodillándose para verlo más de cerca, para estar seguro, para estar absolutamente convencido. Sostuvo la mirada en esa inscripción, más clara, mucho menos antigua que todas las demás.

En la toca de toba había sido tallada la figura de un pez, un pez grueso, un pez con un arpón que lo atravesaba por la mitad.

La mano de Randall buscó a tientas el papel que llevaba en el bolsillo, lo desdobló y con ambas manos lo alisó contra la pared.

El pez arponeado que Robert Lebrun había dibujado sobre la hoja de papel era una réplica exacta del pez arponeado que había sido laboriosamente grabado en el muro de toba de la vieja excavación de Monti.

Se le dificultó la respiración. Randall se dejó caer sobre las caderas y se dijo a sí mismo, murmurando:

– Por Dios, lo encontré; por Dios, tal vez esté yo ante la tumba de Resurrección Dos.

Su próximo movimiento.

Lo pensó con cuidado y, cuando estuvo satisfecho, se puso de pie apresuradamente y comenzó a retroceder a través de la excavación.

Subió los escalones para salir del fresco túnel hacia el resplandor de la temprana tarde, y rápidamente caminó por el campo y cruzó el montículo de hierba hasta que el puesto de frutas estuvo a la vista y al alcance de su voz. Vio al muchacho, Sebastiano, su reciente guía, jugando con una pelota, y a otra persona, Lupo, el chófer de la perpetua sonrisa y el viejo «Fiat», que estaba disfrutando de alguna bebida en el mostrador.

Randall llamó al muchacho, tratando de atraer su atención haciéndole señas con ambos brazos, hasta que por fin Sebastiano lo vio, tiró a un lado su pelota y llegó corriendo a verlo. Randall hubiera querido pedirle a Sebastiano tantas herramientas como fuera posible (un zapapico, una pala, una carretilla), pero decidió que eso estaría más allá de las posibilidades inmediatas del muchacho y, aun cuando no fuera así, el conseguirlas y emplearlas podría provocar sospechas.

Randall lo estaba esperando con tres billetes de mil liras. Sostuvo dos de los billetes en una mano.

– Sebastiano, ¿te gustaría ganar dos mil liras?

Los ojos del muchacho se agrandaron.

– Tengo muchos deseos de examinar el suelo de la zanja; tomar algunas muestras de la tierra -dijo Randall rápidamente-. Necesito por un rato una pala o un zapapico que sea resistente; tal vez durante una hora. ¿Sabes dónde puedo conseguir uno prestado?

– Yo le puedo traer una pala -prometió ansiosamente Sebastiano-. Hay una en nuestra casa para jardinería.

– Solamente la quiero prestada -repitió Randall-. La devolveré antes de irme. ¿Te tomaría mucho tiempo traérmela?

– Quince minutos, cuando mucho.

Randall le entregó al muchacho las dos mil liras, y luego sostuvo un tercer billete por encima de la palma de la mano de Sebastiano.

– Y otras mil liras si lo haces discretamente; si te aseguras de que sea sólo entre tú y yo.

Sebastiano tomó también el tercer billete.

– E il nostro segreto, lo prometto, lo giuro. Es entre nosotros, nuestro secreto. Se lo prometo, se lo juro -dijo el muchacho, gozando la conspiración.

– Entonces apresúrate.

Sebastiano se alejó como un rayo, galopando a través del campo y dirigiéndose no hacia el puesto de frutas, sino hacia el camino que estaba a la derecha del kiosco.

Randall esperó impacientemente, fumando su pipa, contemplando las ruinas de Ostia Antica y tratando de no pensar en la excavación de Monti que estaba a sus espaldas. En menos de quince minutos, Sebastiano reapareció con una excelente pala de hierro, pequeña y puntiaguda, como las que usan los soldados para cavar zanjas. Randall dio las gracias al muchacho, de nuevo murmuró algo acerca de que guardara silencio, y prometió devolverle la pala en el puesto de frutas dentro de aproximadamente una hora.

Después de que el muchacho se había ido, Randall se apresuró hacia la excavación de Monti, cuidadosamente bajó de nuevo a la zanja y caminó hasta el fondo, donde los rayos del sol todavía caían sobre el muro de toba con sus antiguas inscripciones.

Se quitó la chaqueta y la dejó, junto con la pala, sobre el piso de la zanja, dirigiéndose luego al lugar donde había visto unas cajas alineadas. Seleccionó tres que alguna vez habían contenido artefactos, cajas con costras de mugre y lodo que ahora estaban vacías, y las arrastró, una tras otra, hasta el sitio donde llevaría a cabo su propio trabajo.

Haciendo el trazo de un gran cuadrado alrededor del pez arponeado de Lebrun, comenzó a picar la toba, penetrándola y rompiéndola con la punta metálica de la pala, demoliendo el pez arponeado (después de todo, eso no implicaba la destrucción de ninguna antigüedad genuina), definiendo el cuadrado y ahuecándolo. El revestimiento de la superficie estaba más endurecido, era menos penetrable de lo que él había previsto, así que tuvo que emplear toda la fuerza de sus músculos para rajarlo y romperlo. Pero una vez que el muro de la catacumba empezó a partirse, a desprenderse, a desintegrarse, la toba se hizo menos resistente y se desmoronaba más fácilmente, y su tarea se volvió menos desalentadora. Cavando persistentemente, echando los trozos de piedra dentro de las tres cajas, sintió que realmente estaba progresando.

Con impetuosa esperanza, hundió la pala más profundo y más profundo en la porosa piedra.

Había transcurrido una hora, y durante casi cada minuto de ese lapso había estado cavando incesantemente.

Ahora, riachuelos de sudor le corrían continuamente por las mejillas, y el pecho, y los costados; y los hombros y la espina dorsal le dolían. Clavó una vez más la pala de hierro en el agujero que había abierto en la pared de la catacumba, sacó otra palada de terrones de roca suave y la arrojó dentro de la caja casi llena que estaba detrás de él.

Jadeando, se detuvo para descansar, apoyándose en el mango de la pala y sacando su pañuelo, que ya estaba sucio, para enjugarse el sudor de la frente y de los ojos.

Había gente loca en todas partes, reflexionó Randall mientras permanecía parado allí; posiblemente algunos de los fanáticos que dirigían el proyecto en Amsterdam, definitivamente Monti en Roma, tal vez Lebrun en el cielo o en el infierno, pero de todos ellos, el más loco debía ser él mismo.