Desesperado, Randall se preguntaba qué estaría diciendo ella. Seguramente algo acerca de un extraño que había bajado aquí solo y que estaba utilizando su pala. Con certeza algo acerca de atraparlo, de atrapar el ladrón.
Estaban desapareciendo de su vista; primero el policía, después Sebastiano, luego la iracunda madre.
Podía oír cómo resonaba el parloteo a través del túnel subterráneo.
Randall se movió con rapidez. Ascendió a la última caja llena de escombros, cuidadosamente puso la bolsa sobre la sucia orilla y tiró su chaqueta hacia fuera, se agarró firmemente de la orilla de la zanja y, con lo que le restaba de fuerzas, se impulsó hacia arriba, cayendo afuera sobre el pasto. Luego, arrastrándose completamente fuera de la zanja, completamente libre, tomó su chaqueta y agarró con firmeza la bolsa de cuero. Tambaleante, se puso de pie.
Comenzó a correr, tropezando y continuando, tan rápidamente como sus débiles piernas se lo permitían. Subió la pendiente, espió el puesto de frutas que se encontraba a un lado del distante camino, y hacia allí se dirigió, corriendo cuesta abajo, faltándole el aliento, aminorando el paso hasta alcanzar un trote cuando el terreno se niveló y se encontraba más cerca del puesto de frutas.
Entonces, sofocándose, tratando de recuperar el aire, reconoció al sonriente italiano que había estado hablando con el propietario del puesto de frutas y que ahora se marchaba, dirigiéndose hacia su pequeño «Fiat».
– ¡Lupo! -gritó Randall-. ¡Lupo, espéreme!
El taxista se volvió, asombrado, y cuando vio a Randall avanzando hacia él, su rostro se iluminó con una sonrisa. Acomodándose el sombrero de gondolero sobre la cabeza, Lupo miró esperanzadamente a Randall.
– Lo necesito -dijo Randall con voz entrecortada-. Necesito su taxi.
– ¿A la estación del ferrocarril? -preguntó Lupo con la mirada todavía fija en la desaliñada apariencia de su cliente… la cara sucia, la camisa manchada, las manos inmundas.
– No -respondió Randall de inmediato, sujetando firmemente al chófer de un brazo y llevándolo hacia el «Fiat»-. Quiero que me lleve directamente a Roma, lo más rápidamente posible. Le pagaré bien por llevarme, y también pagaré la gasolina y el tiempo que le tome regresar aquí. ¿Puede llevarme rápido?
– Ya estamos prácticamente allá -resopló alegremente Lupo, abriendo de un tirón la puerta trasera de su taxi-. ¿Usted disfrutó de las ruinas de Ostia Antica, Signore? Se pasa un día descansado, ¿no?
Por fin, Randall estaba a salvo dentro de su habitación en el «Hotel Excelsior».
En el vestíbulo, donde todos lo habían mirado con extrañeza, Randall había solicitado al inquieto conserje que le hiciera una reservación en el primer vuelo disponible de Roma a París. Todavía en el vestíbulo, había telefoneado al profesor Henri Aubert a París. Aubert no se encontraba en su oficina, pero su secretaria había tomado cuidadosamente el recado. Monsieur Randall estaría en París antes de la hora de cenar. Oui. Monsieur Randall tenía que ver al profesor Aubert en su laboratorio a esa hora para tratar un asunto de la mayor urgencia. Oui. Monsieur Randall telefonearía para confirmar la cita en cuanto llegara al Aeropuerto de Orly. Oui.
Ahora, ya en su habitación, Randall advirtió que apenas tenía tiempo para una llamada más y una ducha antes de abandonar el hotel.
Una llamada más.
Suponiendo que las pruebas de Aubert demostraran que el fragmento de papiro que Randall llevaba en la bolsa de cuero era genuino, producto del siglo i, faltaba un último paso, una prueba más crucial. Como el propio Aubert le había indicado previamente, la autenticidad del papiro no garantizaba la autenticidad del documento en sí. A fin de cuentas, lo que importaba era el texto arameo. Y en este caso, Randall lo sabía, había algo más. La escritura invisible que había mencionado Lebrun.
¿A quién debía llamar?
Sintió la tentación, casi filial, de ponerse en contacto con George L. Wheeler o con el doctor Emil Deichhardt y revelarles lo que tenía en su poder, pidiéndoles que trajeran a los doctores Jeffries y Knight, sus expertos en arameo, así como a algunos de los expertos en historia romana que tenían dentro del proyecto. Sin embargo, aunque era tentador y sin duda resultaría fácil, Randall desistió de la idea.
A menos que Wheeler y Deichhardt fueran masoquistas o suicidas, para nada apreciarían la prueba de la falsificación de Lebrun. No se podía confiar en ellos. Ni se podía confiar en el doctor Jeffries, puesto que tenía los ojos puestos en la jefatura del Consejo Mundial de Iglesias, y cuyo escalón a esa dirección radicaba en el éxito del Nuevo Testamento Internacional… No, Jeffries tampoco era confiable. Ni siquiera el doctor Knight, el querido doctor Knight, con su oído restaurado a través del milagro del nuevo descubrimiento. Tampoco él podría hacer un juicio imparcial. Randall se dio cuenta de que, en realidad, nadie de Resurrección Dos era de confianza. Todos tenían demasiado en juego.
Él sabía que lo que buscaba era alguien tan escéptico y a la vez tan objetivo acerca de la verdad como él lo había sido en su propia búsqueda.
Había sólo una persona.
Randall tomó el teléfono y llamó a la operadora de larga distancia.
– Deseo hacer una llamada de persona a persona, sumamente urgente, a Amsterdam. No, no tengo el número. Es la Westerkerk, en Amsterdam. Es una iglesia. La persona con quien quiero hablar es el dominee Maertin de Vroome.
– Por favor cuelgue, señor Randall. Trataré de localizar a la persona.
Apresuradamente, Randall vació los cajones, levantó todos sus efectos personales de la mesa y la cómoda y los arrojó dentro de su maleta, dejando afuera únicamente una camisa limpia y unos pantalones. Se desvistió hasta los calzoncillos, echó la camisa sucia y los pantalones a la bolsa de viaje y, finalmente y con todo cuidado, deslizó la bolsa de cuero gris dentro de la maleta. La cerró con llave.
El teléfono sonó y Randall levantó el auricular.
Era la operadora del hotel.
– Su llamada a Amsterdam está lista, señor Randall. Puede hablar.
La línea estaba libre. No había interferencias.
Instintivamente, Randall bajó la voz al hablar.
– ¿Dominee De Vroome? Habla Steven Randall. Le estoy llamando desde Roma…
– Sí, la operadora dijo que era una llamada desde Roma. -El tono de voz del clérigo holandés era más suave y atento que nunca-. Muy amable de su parte el acordarse de mí. Pensé que me había vuelto la espalda.
– No, seguí adelante. Supongo que creí todo lo que usted me dijo. Pero tenía que averiguarlo por mí mismo. Fui a buscar a Robert Lebrun. Lo encontré.
– ¿Lo encontró? ¿De verdad lo vio?
– En persona. Escuché su historia. Esencialmente era la misma que Plummer le había transmitido a usted, sólo que más completa. No puedo entrar en detalles ahora. Dentro de poco tengo que tomar un avión. Pero hice un trato con Lebrun.
– ¿Le entregó algo Lebrun?
– En cierto modo lo hizo. Ya le contaré a usted cuando lo vea. El hecho es que yo tengo la prueba de su falsificación aquí, en mi habitación.
Su interlocutor en Amsterdam emitió un largo y agudo silbido.
– Maravilloso, maravilloso. ¿Se trata de algún trozo faltante de alguno de los papiros?
– Exactamente. Con escritura aramea. Lo llevo a París. Llegaré al Aeropuerto de Orly, por Air France, a las cinco de la tarde. Iré directamente al laboratorio del profesor Aubert. Quiero que revise el papiro.
– Aubert no me importa -dijo el dominee De Vroome-. Pero comprendo que él es importante para usted… y para sus patrones. Naturalmente, el profesor certificará la autenticidad del papiro. Ésa debe haber sido la parte más fácil para Lebrun. Es lo que está escrito en el papiro lo que dará o no la prueba de la falsificación.
– Por eso lo llamo a usted -dijo Randall-. ¿Conoce a alguien en quien nosotros podamos confiar? -Se dio cuenta de que por primera vez había utilizado la palabra nosotros con De Vroome-. Alguien lo suficientemente experto que examine el texto arameo y nos diga…