Escuchando a medias a los testigos que todavía estaban siendo interrogados, Randall revivía los sucesos que se habían desarrollado antes de aquel momento.
El juge d'instruction (llamado Le Clere) había entrado a la sala y se había sentado detrás de uno de los dos enormes escritorios de acero que estaban frente a la silla de los testigos y a los asistentes sentados en los bancos. Contrario a lo que pudiera esperarse, el magistrado no llevaba la tradicional toga negra con pechera blanca, sino un estrecho y ordinario traje de civil, de un tono pardo conservador. Tenía el aspecto anémico, sietemesino, descolorido del pequeño funcionario o el burócrata típico, con una voz desconcertantemente penetrante y el cabello parado, como si llevara una peluca de alambre.
Había llevado ordenadamente los procedimientos. Desde un tercer escritorio, puesto en ángulo recto con los dos del magistrado, el greffier, o escribano, dejó su máquina de escribir y se puso de pie para leer en voz alta las acusaciones contra Randall, primero en francés y después en inglés. Impaciente, el juge d'instruction había declarado que prescindiría de los servicios de un intérprete (salvo para los testigos que sólo hablaban francés) con el fin de ahorrar tiempo. Esto resultó posible porque, para ser justos con el acusado, la sesión se celebraría en inglés. Y después había proseguido a paso veloz, como si el tiempo fuera oro o como si tuviera una cita para comer temprano y no quisiera perdérsela.
El primer testigo había sido el funcionario de aduanas del Aeropuerto de Orly, Monsieur Delaporte, quien detalló el horrendo comportamiento del acusado. El segundo testimonio había sido el del guardia de la Sûreté Nationale, llamado Gorin, un protector de la seguridad pública que se explicaba bastante mal y a quien la Policía de seguridad de Orly había avisado con anticipación de que habría que cachear a un contrabandista, y que éste tal vez se pusiera violento. Gorin había contribuido a atraparlo.
El tercer testigo había sido el inspector de la police de l'air, el oficial Queyras, de la Policía del aeropuerto, quien declaró que el jefe de los carabinieri de Roma le había comunicado que un norteamericano, un tal Steven Randall, había adquirido ilegalmente un tesoro cristiano de gran antigüedad, que lo había sacado de Roma sin permiso y que intentaría llevarlo a París. Queyras había preparado una de las tarjetas color de rosa (en las que se describe a los delincuentes buscados por la Policía), y cuando Randall llegó, Queyras le había confiscado la bolsa de cuero con el fragmento de papiro y se había unido a los que sometieron al huraño visitante. Después de entregar, como evidencia, su tarjeta color de rosa con la descripción del delincuente, a Queyras se le permitió retirarse junto con los dos testigos anteriores.
El siguiente testigo, un rostro nuevo para Randall, había sido el doctor Fernando Tura, ex superintendente de la región de Ostia Antica, ascendido recientemente a miembro del Consejo Superior de Antigüedades y Bellas Artes de Roma. Tura había llegado representando al Ministerio della Pubblica Istruzione. Era un italiano moreno, solícito, de peso gallo, con ojos furtivos y un bigote como manubrio de bicicleta. Desde el primer momento le desagradó a Randall, y tenía sus razones: según Ángela, era él quien había puesto obstáculos a su padre y lo había calumniado desde el principio.
El doctor Tura, el siguiente testigo, estaba siendo interrogado.
No, el doctor Tura nunca antes había visto al acusado. Apenas ayer había oído hablar del Signore Randalclass="underline" que el Signore norteamericano de alguna manera se las había arreglado para obtener, sin permiso del Ministerio, un fragmento faltante de papiro que pertenecía al códice del Evangelio según Santiago, descubrimiento hecho en Ostia Antica seis años antes por el profesor Augusto Monti, de la Universidad de Roma, con la colaboración del doctor Tura. El acusado había querido sacar de Italia ese tesoro nacional. No, el doctor Tura no sabía con exactitud cómo el Signore Randall había obtenido el valioso fragmento; si lo había robado o si había sido un hallazgo fortuito, pero en cualquiera de los casos había violado la Ley.
El doctor Tura había traducido lo que decía la Ley italiana.
– Los objetos arqueológicos hallados en Italia pertenecen al Estado, según el principio de que todo cuanto está bajo tierra es propiedad del Estado. Solamente el Ministro de Instrucción Pública puede conceder permiso para ejecutar investigaciones arqueológicas, y ninguna excavación puede hacerse sin autorización.
El acusado había contravenido atrozmente este principio de la Ley y, más aún, no había declarado su hallazgo y hasta lo había sacado de Italia. El Gobierno italiano deseaba recobrar el fragmento para entregarlo a su vez a un consorcio como Nuevo Testamento Internacional, S. A. Esta empresa había arrendado todos los documentos descubiertos por el profesor Monti, de los cuales este fragmento era parte integrante, con el propósito de publicar una versión revisada del Nuevo Testamento.
El doctor Tura, con toda su serenidad, era el testigo en turno, y ahora estaba concluyendo su testimonio.
Sobresaltado, Randall se percató de que el doctor Tura se levantaba de la silla de los testigos y que el juez se dirigía al propio Randall.
– Monsieur Randall, ahora estoy preparado para escuchar su testimonio. Declare su profesión.
– Soy director de una firma de relaciones públicas de Nueva York.
– ¿Cuáles fueron las circunstancias que lo trajeron a Roma?
– Es una historia larga, Su Señoría.
– Si es tan amable, hágala breve, Monsieur -dijo el magistrado Le Clere, áspera y malhumoradamente-. Aténgase en lo posible al hecho de su llegada al Aeropuerto de Orly, ayer.
Randall estaba perplejo. ¿Cómo iba a convertir una montaña en un montículo? Pero tenía que intentarlo. Tenía que preparar el camino, con la mayor claridad posible, para De Vroome.
– Todo comenzó cuando me convocaron a una reunión en Nueva York con el conocido editor religioso, el señor George L. Wheeler -miró a Wheeler, que tenía su atención concentrada en las puntas de los zapatos, rehusándose a reconocer esa mención de su nombre-. El señor Wheeler deseaba contratar mis servicios para hacer la publicidad de una nueva Biblia. Él representaba a un consorcio internacional de editores de libros religiosos (presentes aquí) que estaba preparando una revisión del Nuevo Testamento, basada en un asombroso hallazgo arqueológico. ¿Desea usted conocer el contenido de ese hallazgo?
– No es necesario -dijo el magistrado Le Clere-. Tengo el testimonio de Monsieur Fontaine, en el cual hace un resumen del contenido del Nuevo Testamento Internacional.
«Ah -pensó Randall-, nuestro buen juez ya ha sido aleccionado por los caballeros de Resurrección Dos.»
– ¿Lo contrataron a usted para dirigir la publicidad de esa nueva Biblia? -preguntó el magistrado.
– Sí, señor.
– ¿Creía usted en su autenticidad?
– Sí, señor, creía en ella.
– ¿Todavía considera usted auténtico el contenido agregado al Nuevo Testamento Internacional?
– No, señor. Todo lo contrario. Considero que ese nuevo contenido es una falsificación total y descarada, al igual que el contenido de la bolsa de cuero que me quitaron ayer en el Aeropuerto de Orly.
El magistrado sacó un pañuelo y se sonó ruidosamente la nariz.
– Está bien, Monsieur. ¿Qué fue lo que provocó su desilusión?
– Si se me permite explicar…
– Explique, pero limítese a los hechos que tengan relación con esta causa y la acusación.
Era tanto lo que Randall quería relatar ahora… tal acumulación de sospechas, tal marea de coincidencias. No obstante, él sabía que no se las aceptarían como pruebas y que no reforzarían su defensa. Buscó en su memoria hechos concretos, irrebatibles, pero se le escapaban, y le sorprendió y desconcertó advertir que eran muy pocos.
– Bueno, para ser breve, señor, en mi cuarto de hotel en Roma conocí al autor confeso de la falsificación de los manuscritos de Santiago y Petronio. Era un ciudadano francés llamado Robert Lebrun, y él…