Él sabía que aquello que saturaba su ser todavía no podía llamarse fe… es decir, una fe incuestionable en un invisible y divino maestro o en un proyectista magistral que proveyera a los humanos de motivaciones y propósitos, y que fuera la explicación de lo inexplicable. Lo que le había sobrecogido, y que podía serle más fácilmente comprensible, era el principio de una convicción; la convicción de que su existencia sobre la Tierra tenía un sentido, no sólo para sí mismo, sino también para aquellos con quienes su vida tenía contacto. En concreto, que no estaba aquí por accidente o por azar y, por lo tanto, que no era algo consumible, un mero desecho, una cifra danzando en el vacío rumbo a la última oscuridad.
Recordaba a su padre citándole, en alguna ocasión, al terrible y abrumador San Agustín: «Él, que nos creó sin nuestra ayuda, no nos salvará sin nuestro consentimiento.» Con cierto pesar, Randall se dio cuenta de que aquello aún no era parte de su convicción. Todavía no podía avizorar nada a lo cual pudiera ofrecer su consentimiento para la salvación. Ni podía creer en lo que dice el Libro: que caminamos por la fe, no por la vista. Él mismo requería de la vista… y esta noche había visto algo.
¿Qué había visto? No lo podía describir más profusamente. Tal vez el tiempo pudiera enfocar la imagen. Por ahora, el descubrimiento de la convicción en él, de su creencia en un designio, en una finalidad humana, era suficiente; era una conmoción, una esperanza, casi una pasión.
Con determinación se liberó a sí mismo de ese capullo de introspección y trató de reintegrarse a su prosaico mundo, para volver sobre el sendero que le había traído a este viaje por la extraña tierra de la convicción.
Hacía dos horas que había vuelto a la suite real que ocupaba en el primer piso del «Hotel Amstel», y en la que apenas había reparado. Aún estaba perturbado por la experiencia que había tenido en la calle. En esta ciudad seguía y apacible, llena de gente abierta y amigable, había sido atacado, acechado por dos extraños, uno de ellos enmascarado. La Policía había levantado acta del incidente calificándolo de crimen menor; un ordinario intento de robo, cometido por un par de rufianes. Randall, depositando su disputado portafolio sobre la enorme y ornamentada cama, sabía bien que el propósito había sido otro. En aquel portafolio no llevaba simplemente un libro, sino lo que Heine llamara el Libro que contenía el alba y el ocaso, la promesa y la realización, el nacimiento y la muerte, el drama entero de la Humanidad, grande y sabio como el mundo; el Libro de los Libros.
Sin embargo, reflexionó Randall, este mismo Libro al que Heine aludiera se había vuelto, a los ojos de muchos lectores, un objeto muerto, obsoleto, desconectado de una nueva era, como un polvoriento, inútil mueble heredado, relegado al ático de la civilización. Ahora, casi de la noche a la mañana, por azar, le había sido inyectada la vida; se le había dado juventud, y el Libro -al igual que su héroe- se había revitalizado. Sus patrocinadores prometían que una vez más sería el Libro de los Libros. Pero más aún, este libro ostentaba la contraseña, la clave, la Palabra que inspiraría una fe sustentada en el retrato fresco de Jesús, obra de Santiago; y, por ende, la justicia, la bondad, el amor, la unión y, finalmente, la esperanza eterna, entrarían en un mundo materialista, injusto, cínico y maquinal que oscilaba cada vez más y más cerca de Armagedón.
En la calle, dos hombres habían estado dispuestos a herir, incluso a matar, con tal de obtener esa contraseña. Hasta antes de esa aterradora experiencia, Randall había tomado como jarabe de pico la advertencia en el sentido de que se había incorporado a un juego peligroso. Ya no sería necesaria una nueva advertencia; había quedado completamente convencido. Desde esta noche en adelante, estaría preparado para todo.
Había llegado a su suite ardiendo en deseos por leer la Palabra, pero había decidido posponerlo hasta que se calmaran sus nervios. Había regresado a la enorme sala de su suite, donde una bandeja con botellas, vasos jaiboleros y una cubeta con hielo se encontraban sobre la mesa para café con cubierta de mármol, rodeada por tres sillones forrados en encendido color verde limón y un moderno sofá largo tapizado con fieltro azul.
Sobre la bandeja había encontrado una nota de Darlene, escrita en tono ligeramente irritado. No le había gustado quedarse sola todo el día… pero la excursión en autobús había sido un éxito y había reservado lugar en el último paseo a la luz de las velas a través de los canales, ya que la camarera le había dicho que era lo más romántico, y por lo tanto estaría de vuelta cerca de medianoche.
Randall se había servido un escocés doble con hielo, se había paseado un poco por la regia sala, se había sentado al moderno escritorio con su carpeta de piel marroquí y había observado los tres juegos de puertas francesas que conducían a un balcón que daba al río, y se había terminado su bebida. Luego había solicitado servicio en su habitación, y ordenado la salade, el filetsteak y media botella de beaujolais, y entonces se había metido al baño para tomar una placentera ducha.
Acababa de ponerse su bata de baño de seda italiana encima de su pijama de algodón, cuando el camarero entró con su cena. Había resistido la tentación de leer el Nuevo Testamento Internacional mientras cenaba, pero no se demoró con la ensalada, el filete y el vino.
Al fin, hacía ya una hora, rebosante de expectación, había abierto su portafolio, sacando las pruebas y llevándolas al sofá. Acomodó bien los cojines y se hundió en ellos para examinar el libro.
En la página titular, bajo el epígrafe de Nuevo Testamento Internacional, se leía un aviso en tinta: PRUEBAS DE PAGINAS SIN CORREGIR. Abajo, en una etiqueta pegada a la hoja, aparecía una copa de un memorándum de Karl Hennig, de K. Hennig Druckerei, Maguncia. En este escrito, Hennig señalaba que el papel de las pruebas era corriente, pero que las dos ediciones iniciales de la Biblia se harían en papel de la mejor clase existente, siendo la primera una edición para la Prensa y el clero, que se llamaría Edición del Púlpito y que se realizaría en papel importado de la India, y la otra sería una edición popular comercial para el público, que se haría en papel vitela. Las páginas medirían veinticinco centímetros de alto por quince de ancho. Puesto que la Biblia sería utilizada principalmente por los protestantes (aunque fuera igualmente asequible a los católicos), las anotaciones habían quedado reducidas al mínimo e incorporadas como un suplemento especial en seguida de cada libro del Nuevo Testamento.
El contenido del Pergamino de Petronio había quedado colocado como un apéndice entre el Evangelio según San Mateo y el Evangelio según San Marcos, e incluía anotaciones acerca de los antecedentes del descubrimiento del pergamino en Ostia Antica, su autentificación, su traducción del griego y su relación con la historia de Cristo.
El recién descubierto libro, escrito por el hermano de Jesús, se había incorporado como parte de los cánones y había tomado sitio entre el Evangelio según San Juan y los Hechos de los Apóstoles. Todo el Nuevo Testamento había sido retraducido a la luz de los últimos descubrimientos. En último término, un Antiguo Testamento Internacional se publicaría como un volumen aparte, y sería asimismo retraducido para aprovechar los adelantos lingüísticos propiciados por el hallazgo de Ostia Antica. La fecha tentativa de publicación era el 12 de julio.
En su infancia y juventud, Randall había leído el Nuevo Testamento y releído algunos fragmentos, interminablemente. Esta noche no había tenido la paciencia de releer una vez más los Evangelios Sinópticos (los de Mateo, Marcos y Lucas ni el cuarto evangelio, el de Juan, con sus discursos simbólicos). Quería ir directamente a los nuevos descubrimientos; a Petronio, a Santiago. En seguida del Evangelio de San Mateo, Randall había encontrado la página que ostentaba el encabezado.