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Luego de cambiar un cheque de viajero por marcos alemanes en una ventanilla de la estación, Randall había tomado un taxi sucio para ir al «Hotel Frankfurter Hof», en la Bethmannstrasse. Después de registrarse en el hotel y preguntar a la Fräulein de la portería si había correo o mensajes para él, así como de comprar un ejemplar de la edición matutina del International Herald Tribune, le mostraron la suite de dos habitaciones que le habían reservado. Impacientemente había inspeccionado su alojamiento; un dormitorio con terraza al exterior y alegres macetas con flores en una barandilla de piedra, una salita de estar en la esquina con una alta ventana de dos hojas de cristal, que daba a la Kaiserplatz, donde pudo advertir tiendas con letreros como BÜCHER KEGEL, BAYERISCHE VEREINSBANK y ZIGARREN.

Estaba en Alemania, sin duda, en la tierra de Hennig, y la transición de Amsterdam a Milán, a París y a Frankfurt, en poco más de cincuenta horas, había sido vertiginosa.

Eran las ocho y cuarto y todavía le quedaban cuarenta y cinco minutos antes de que aparecieran el auto y el chófer que Herr Hennig le enviaría para llevarlo a Maguncia. Pidió un buen desayuno, mandó planchar su traje, leyó el periódico, examinó una vez más el expediente de publicidad relativo a Herr Karl Hennig, telefoneó a Lori Cook a Amsterdam para indicarle que obtuviera un pase de seguridad y un espacio de oficina para Ángela Monti y verificó que el doctor Florian Knight había arribado con el doctor Jeffries, de Londres, el día anterior. Por fin, era hora de salir.

El recorrido de la bulliciosa Frankfurt a la tranquila población de Maguncia duró cincuenta minutos. Su chófer alemán, ya mayor, que fumaba puro, había guiado el «Porsche» (hecho sobre pedido) hacia la autopista de cuatro carriles, donde un letrero advertía: ANFANG 80 KM. Al lado de la carretera había muchos autoestopistas parados, cargados con pesadas mochilas. Había sido un interminable desfile de camiones cubiertos con lonas y uno que otro policía en motocicleta, con casco plateado, por la carretera. Había habido verdeantes bosques de tono salvia, estaciones de gasolina pintadas de azul, letreros amarillo naranja con flechas negras que señalaban aldeas como Wallu, varios aeropuertos, granjas, fábricas grises y humeantes, y al fin el anuncio: RIEDESHEIM/MAINZ/BITTE. El auto había tomado una rampa de salida y ahora, después de pasar un puente de ladrillo sobre el ferrocarril y otro puente sobre la vasta extensión del río Rin, llegaba a Maguncia.

Cinco minutos después, paraba frente a un ultramoderno edificio de oficinas de seis pisos, ubicado en la esquina y con dos puertas giratorias.

– Das ist die Hennig Druckerei, hier, mein Herr -anunció el chófer.

Al fin, pensó Randall. Ahora vería el Nuevo Testamento Internacional en su indumentaria final, antes de que se presentara ante el público en plena producción. Cuánto deseaba que estuvieran allí el profesor Monti o Ángela (Ángela, en realidad), con él, para ver cómo el sueño que empezó en las ruinas de Ostia Antica se había hecho realidad en la Maguncia moderna de Alemania.

Randall dio las gracias al chófer de Hennig y abrió la puerta trasera para salir, cuando alcanzó a distinguir la figura de un hombre que salía por la puerta giratoria más lejana; una figura vagamente conocida. El hombre, delgado, bien vestido, de aspecto nada germánico, hizo una pausa, aspiró el aire y sacó un cigarrillo de su cigarrera de oro. Randall guardó el equilibrio, medio cuerpo fuera del auto y medio cuerpo dentro, tratando de ubicar el rostro: la tez grisácea, los ojos de hurón, la barba a lo Van Dyke.

Luego, al llevarse el individuo el cigarrillo a los labios, se notaron sus grandes dientes salientes y al instante supo Randall quién era; inmediatamente se dejó caer hacia el asiento trasero para ocultarse.

Era Cedric Plummer, del London Daily Courier.

Helado, Randall esperó. Plummer exhaló una nube de humo y, sin mirar a derecha ni izquierda, se fue pavoneando hasta la esquina; esperó que la luz diera paso, cruzó la calle y en pocos segundos se perdió de vista.

Cedric Plummer en Maguncia, saliendo de la mismísima fortaleza que protegía el libro; del cuartel general del impresor y productor de la Palabra.

¿Qué diablos significaba aquello?

Randall no perdió más tiempo. Se apresuró a los talleres de Hennig, se identificó con las dos jóvenes recepcionistas, vestidas con largos uniformes azules, y una de ellas lo condujo al ascensor y por un ancho corredor de mármol, hasta el despacho privado del propietario.

En un elegante despacho que parecía totalmente importado de Escandinavia, Randall recibió un demoledor apretón de manos de Karl Hennig, el impresor de Resurrección Dos.

– Primero en alemán: Willkommen! Schön dass Sie da sind! -emitió Hennig estridentemente-. Ahora en inglés: Welcome! ¡Qué bien que ya esté aquí, en la ciudad de Johannes Gutenberg, el hombre que cambió la faz de la Tierra, así como Karl Hennig la cambiará otra vez!

La voz de Hennig era profunda y ronca, y hacía vibrar los tímpanos.

Su aspecto era el de un musculoso luchador. Su cabeza era desproporcionadamente grande, con un corte de pelo a la prusiana, estilo cepillo; tenía un rostro apoplético, casi cóncavo, que parecía haber sido remodelado después de recibir el impacto de un enorme puño, los ojos hundidos en las órbitas, la nariz aplastada, los dientes de mal color, los labios secos y agrietados y daba la impresión de no tener cuello. Decididamente, parecía un rechoncho luchador de sumo vestido con un magnífico traje de seda gris. Hennig dio la bienvenida a Randall, no solamente en calidad de colega en el proyecto, sino como norteamericano que era. El impresor sentía afecto por los norteamericanos, sobre todo por los buenos negociantes, y estaba orgulloso de hablar el americanés y no el inglés, y sin acento germánico; lo único que lamentaba era haber tenido muy pocas oportunidades de utilizar su americanés en los últimos tiempos.

– Setzen Sie sich, bitte, setzen Sie sich. Por favor, siéntese -dijo empujando a Randall hacia un cómodo sillón de piel situado entre su escritorio y una pared del despacho, totalmente cubierta por un gigantesco plano de Maguncia en relieve, que llevaba en el marco de plata esta inscripción: Anno Domini 1633 bei Meriar-. Wir werden etwas trinken -declaró con estridencia mientras caminaba con pesados pasos hasta un mueble de encina natural que albergaba una cantina para vinos y licores y un refrigerador en miniatura. Sirvió escocés sobre unos cubitos de hielo, dio un vaso a Randall y llevó otro a su escritorio, acomodándose en su enorme sillón de ejecutivo. Habló sin cesar, después de haber recordado a Randall que pusiera en marcha su grabadora-. Mi padre fundó esta empresa porque le molestaba la idiotez de los impresores alemanes. Un impresor producía papel con membrete para las tiendas, mientras que otro producía sobres que ni siquiera hacían juego. Así que mi padre se puso a producir el papel y los sobres, todo junto, y amasó una fortuna. Después de su muerte (cuando apenas había comenzado a producir libros), yo me hice cargo del negocio. A mí no me importaba el papel con membrete ni los sobres, y convertí todo el taller en imprenta de libros. Hoy tengo quinientas personas trabajando para mí. Bien, debo decir que a Karl Hennig no le ha ido mal, nada mal.

Randall se esforzó por demostrar que estaba impresionado.

– Afortunadamente -prosiguió Hennig-, y creo que por eso insistió el doctor Deichhardt en que yo hiciera el trabajo, estaba ya muy metido en la impresión de Biblias. La mayoría de las alemanas se imprimen en Stuttgart. Porquerías. Yo me olvidé de eso y me quedé en Maguncia, bajo la mirada de Johannes Gutenberg… Además, Maguncia es un lugar mejor; está cerca de Hamburgo y de Munich, así que resulta más barato y más rápido el envío de la producción a todas partes. Me quedé aquí y reuní un cuerpo de verdaderos impresores, los pocos que quedaban respetuosos de su oficio, con el olor de la tinta en la sangre y con antepasados que también habían sido impresores. Con esos colaboradores produje yo algunas de las más bellas Biblias de edición limitada de toda Europa, pero me vi obligado a abandonar la línea (era demasiado costosa; no dejaba utilidades). Afortunadamente, yo había conservado a algunos de los obreros veteranos, y cuando se presentó el Nuevo Testamento Internacional, tenía la base, el núcleo de un equipo que se hiciera cargo del trabajo.