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– Hace poco.

– ¿Lo impactaron tanto como a mí?

– Me conmovieron mucho.

– Para mí fue un despertar espiritual -dijo Hennig-. No podía creer que semejante transformación interior pudiera sucederme a mí, el hombre de negocios, el comerciante, el explotador. Sin embargo, así fue. Mi escala de valores se volteó por completo. Ach, aquella fue una noche de purgatorio para mi alma. No me cabía duda de lo que debía hacer, así que acepté el encargo de imprimir la Edición Anticipada para el Púlpito. Aquello significaba renunciar a ciertas cuentas muy provechosas, aunque poco dignas. Mis ingresos bajarían notablemente, y tendría que olvidarme de Helga por el momento.

– Bueno, ¿y eso no satisfizo a sus trabajadores? -preguntó Randall una vez más.

– No, porque la mayoría de ellos no supieron el asunto, y yo no podía revelarles nada. El inspector Heldering vino en avión desde Amsterdam y estableció las más severas medidas de seguridad. Sólo un número limitado de mis antiguos obreros podría participar en el proyecto y conocer lo que se iba a imprimir. Esos son los que están separados de los demás, y tienen que guardar el secreto sobre lo que están haciendo. Pero la mayor parte de mis obreros sigue sin saber nada; ignora que he vuelto a la tradición y al trabajo fino, y que he renunciado a buena parte de mis ganancias para poder formar parte de esta aventura religiosa e histórica.

– ¿Así que van a ponerse en huelga la próxima semana?

– No lo sé -dijo Hennig con una súbita sonrisa-. Lo sabré dentro de unos minutos. Estamos en el «Mainzer Hof». Atravesemos la Ludwigstrasse y vayamos al restaurante que está en el piso alto del hotel. Allí sabré la respuesta.

Desconcertado, Randall siguió al impresor hacia el hotel, donde tomaron el ascensor para el octavo piso.

Era un restaurante alegre, con una hilera de ventanas que daban al Rin, en espléndida vista, allá a lo lejos, el maître d'hôtel dio la bienvenida a Hennig y Randall con una reverencia, y rápidamente los condujo entre las filas de mesas blancas y sillas tapizadas de brocado hasta un lugar situado junto a una ventana. Un corpulento individuo, de alborotado cabello rojizo, tenía la cara miopemente hundida en lo que parecía ser un montón de documentos legales.

– Herr Zoellner, mein Freund! -gritó Hennig-. Ich will schon hoffen das Sie noch immer mein Freund sind? Ja, ich bin da, ich erwarte ihr Urteil.

El hombre corpulento se paró de un salto.

– Es freut mich Sie wieder sahen su Können, Herr Hennig.

– Pero primero, Herr Zoellner, quiero presentarle a un norteamericano llegado de Amsterdam que va a promover un libro mío muy especial. El señor Randall… el señor Zoellner, primer presidente, der este Vorsitzende, de la Industrie Gewerkschaft Druck und Papier, nuestro sindicato nacional de las artes gráficas -Hennig se volvió a Randall-. Lo saludé como amigo. Le dije que estoy aquí, en espera de su veredicto.

Luego hizo a Zoellner un ademán para que se sentara y llevó a Randall a la silla que estaba junto a él.

Hennig clavó la mirada en el jefe sindical.

– Y bien, Herr Zoellner, ¿cuál es el veredicto?… ¿Vida o muerte para Karl Hennig?

El semblante de Zoellner se abrió, complacido, en una amplia sonrisa.

– Herr Hennig, es bedeutet das Leben -anunció-. Vivirá usted. Todos viviremos a causa de usted. Son buenas nuevas -levantó el montón de papeles y dijo emocionado-. Esta contraproposición que usted ha hecho a nuestro sindicato representa el mejor contrato que se le ha ofrecido jamás, que yo recuerde. Los beneficios, los aumentos de salarios, los pagos por enfermedad, el fondo para jubilación, las nuevas instalaciones recreativas… Herr Hennig, tengo el gusto de informarle que la junta lo ha aprobado y este fin de semana lo someteré a la aprobación de los miembros, quienes también lo aprobarán por unanimidad.

– Encantado, encantado -dijo Hennig rasposamente -. Ich bin entzückt, wirklich entzückt. Entonces, ¿olvidamos la huelga? ¿Seguimos adelante juntos?

– Ja, ja, juntos -bramó Zoellner, inclinando la cabeza en señal de respeto-. De la noche a la mañana usted se convertirá en un héroe. Quizá menos rico, pero un héroe. ¿Qué le hizo cambiar de parecer?

Karl Hennig sonrió.

– Leí un libro nuevo. Eso fue todo -se volvió hacia Randall-. ¿Ve usted, Steven? Es un fastidio; cuán sensiblero me he vuelto. Imagínese, verme transformado de Satanás en San Hennig, de la noche a la mañana. Repentinamente deseo compartir lo mío con los demás. Soy un tonto, pero feliz.

– ¿Cuándo se decidió usted a hacer eso? -quiso saber Randall.

– Tal vez comenzó la noche en que leí cierto manuscrito, pero el cambio tomó algún tiempo. Quizá realmente ocurrió la semana pasada, cuando mi crisis laboral llegó a su punto culminante. Me senté a releer algunas pruebas que habíamos impreso. La lectura me tranquilizó, me dio un sentido de las proporciones y me hizo decidir que preferiría ser un segundo Gutenberg que otro Creso u otro Casanova. Bien, la paz es maravillosa. Debemos celebrarla -tintineó con el tenedor un vaso para llamar al maître d'hôtel-. Queremos brindar con un Ockfener Bockstein del Sarre de 1959. Es un vino blanco fresco y seco, con sólo ocho por ciento de alcohol. Con eso bastará, ahora que estamos tan impetuosos.

La placentera comida en el «Mainzer Hof» duró dos horas. Después de que Zoellner se había ido, Karl Hennig telefoneó a su chófer para que los fuera a buscar con el «Porsche» e insistió en llevar a Randall de vuelta a Frankfurt.

Durante el viaje, Hennig habló alegremente de la piscina olímpica que pensaba instalar en un recinto abovedado para sus operarios. Le habló con avidez de su afecto por la actriz Helga. Hizo referencia a su vida social, mencionando que tenía un palco en el palacio de la ópera del distrito. En una ocasión, señaló un campo de uvas en agraz y declaró que darían un delicioso vino de Maguncia. En otra, mientras pasaban por un antiguo y tranquilo pueblecito (paredes de ladrillo, estrechas y sinuosas calles, casas cargadas de años, una iglesia con su campanario, una pequeña plaza protegida por la estatua quebrada de un santo que tenía flores frescas en los brazos), dijo que aquel lugar era Hockheim, donde vivían algunos parientes suyos. Después de entrar en la autopista, el automóvil marchó más aprisa y Hennig se sumió en el silencio.

Súbitamente, al parecer, aunque ya habían transcurrido cuarenta y cinco minutos, se encontraron en el torbellino de Frankfurt. Los policías, con camisas de manga corta, dirigían el tránsito desde sus pedestales. Las calles estaban atestadas de tranvías, camionetas de reparto, «Volkswagen», gente que hacía sus compras de último momento o que volvía al hogar después del trabajo. Debajo de las sombrillas blanco y rojo del Terrassen-Café, los clientes se instalaban para su Teestunde.

Hennig emergió de su ensoñación.

– ¿Va usted al «Frankfurter Hof», Steven?

– Sí, para recoger mis cosas y liquidar la cuenta. Voy a tomar un vuelo inmediato a Amsterdam.

Hennig dio a su chófer instrucciones en alemán para ir al hotel.

Cuando llegaban a la Kaiserplatz, Hennig dijo:

– Si necesita usted mayor información, yo espero estar en Amsterdam dentro de poco tiempo.

– ¿Sabe usted exactamente cuándo?

– Cuando tenga listas las primeras Biblias encuadernadas. Probablemente la semana anterior a la fecha en que se haga el anuncio ante el público.

Al detenerse el auto frente al «Frankfurter Hof», Randall estrechó la mano del impresor.

– Le agradezco su colaboración, Karl -dijo-. No hubiera querido que se molestase en traerme hasta aquí.