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– Tú -dijo él-. Podrías además continuar con tu propio trabajo. ¿De veras quieres el puesto?

– Si tú así lo quieres.

– Por supuesto que sí.

– Me alegro mucho. Regresaré al «Victoria» por mis apuntes…

– Y yo te acompañaré para ayudarte a llevar tu tarea a la escuela.

Después de pagar la cuenta, Randall condujo a Ángela a la bulliciosa calle. Caminaron por el Damrak hasta el «Hotel Victoria», un viejo edificio de seis pisos ubicado en una esquina; un costado daba hacía un canal que estaba rumbo a la Estación Central del Ferrocarril, y el otro estaba delante de lo que llamaban el Frente del Puerto Abierto.

La humedad era agobiadora, y para cuando salieron del ascensor en el espacioso descansillo del primer piso y caminaron hacia el cuarto 105, la camisa de Randall estaba tan mojada que la tenía pegada al cuerpo. La habitación de Ángela estaba más fresca; era un cómodo cuarto doble, cuyas paredes estaban pintadas de color crema; tenía una alfombra verde, una cama incitante y amplia, una cómoda de color verde pálido y varias sillas, una de las cuales estaba junto a un escritorio de madera café oscuro, donde se encontraban los papeles y la máquina de escribir de Ángela.

– Ángela -dijo él-, ¿te importaría si me doy una ducha rápida mientras tú recoges tus cosas para la oficina? La necesito.

– El baño no tiene ducha -dijo ella-; sólo un brazo de ducha de mano que está en la bañera, pero que tiene buena presión.

– Con eso me basta.

Randall se quitó los zapatos, la chaqueta deportiva y el resto de la ropa, hasta quedar en calzoncillos.

– ¿Qué estás mirando? -dijo él.

– Cómo se te ve de día.

– ¿Y?

– Y ahora toma tu ducha.

Randall cruzó la puerta del baño, que estaba junto a la cama. Los mosaicos estaban fríos, así que rápidamente quitó del toallero el grueso tapete mullido color de rosa, lo desdobló y lo dejó caer enfrente de la bañera. Se quitó los calzoncillos, los tiró al suelo, descolgó el brazo de la ducha de mano del sostén que estaba encima de las llaves, y las abrió, ajustando el agua caliente y fría hasta que ésta salió tibia.

Randall se metió a la bañera y corrió la cortina color de rosa para proteger el piso. El rocío le golpeó la cara, los hombros y el pecho, e inmediatamente se sintió mejor. Durante varios minutos, mientras tarareaba una canción, gozó del agua que le salpicaba el cuerpo. Sintiéndose refrescado, buscó el jabón y se restregó con él, hasta que quedó cubierto por una capa de espuma blanca y burbujeante.

Al regresar la barra a la jabonera, Randall oyó un ruido metálico volviéndose tan rápidamente que estuvo a punto de resbalar. La cortina estaba descorrida, y Ángela parada ahí, completamente desnuda. Él parpadeó a la vista de aquel rostro maravilloso, de los pechos exuberantes y trémulos con sus pezones color carmesí, las anchas caderas que enmarcaban la estera de vello púbico que apenas escondía el suave pliegue vaginal.

Sin decir palabra, Ángela se metió en la bañera quedando frente a él. Tomó el jabón, esbozó una sonrisa y dijo:

– Yo también tenía calor, Steven.

Ella comenzó a enjabonarlo más por todo el cuerpo, a lo largo de las caderas y entre las ingles, mientras él la rociaba con el brazo de la ducha.

– ¿Cómo la sientes? -preguntó Randall.

– Aaah… bien, bien. Espera, deja que yo me enjabone.

Randall hizo a un lado el brazo de la ducha y contempló a Ángela enjabonándose, hasta que quedó cubierta de espuma, como una criatura etérea hecha de un millón de burbujas.

Conforme las burbujas se abrían, se disolvían lentamente, iban revelando la brillantez de Ángela, aquellos senos que parecían tallados en mármol, la suavidad de su arquitectura inferior.

Randall detuvo su mirada en el arco más profundo de aquel cuerpo de diosa y sintió fuego en su propio cuerpo. Dejó caer el brazo de la ducha y aferró a Ángela, que se deslizó contra su cuerpo enjabonado, fundiéndose ambos en un abrazo inacabable.

– Hum, esto es delicioso, Steven.

– Te amo, mi vida.

Ángela se separó por un momento de Randall, abarcando con la mirada ese grito de la vida que en Steven se erguía triunfante.

– Es hermoso. No perdamos un minuto.

Ángela descorrió la cortina con una mano y ambos salieron de la bañera. Se dejó caer sobre la mullida alfombra, apoyándose sobre los codos pegados al suelo, y Randall se puso frente a ella. Se vieron envueltos en seguida por el fuego ardiente de aquella ceremonia. Como en un rito milenario, sus cuerpos se buscaban y se perdían, se exigían mutuamente, se sabían el uno para el otro. El agua, desertando ya de ellos, les confería un último brillo esplendoroso.

Fue una locura espontánea, maravillosa, y ambos sabían que todo juego amoroso preliminar estaba de sobra. En seguida fueron uno solo, una gloriosa unidad en la que la vida reclamaba sus derechos, aguijoneándoles con una mutua apetencia, de la que nunca hubieran querido verse privados. Ángela se aferraba a él con maestría y Randall se supo verdaderamente vivo.

– Nunca me había sentido tan cerca de una sirena -susurró él.

– ¿Y qué te parece? -murmuró ella, casi inaudiblemente.

Él no pudo contestar, porque se estaban moviendo. Pero ella sabía la respuesta, al igual que la sabía él.

Agua y luz, espuma y una infinita apetencia: eso les llenaba, eso les incitaba el uno contra el otro una y otra vez, una y otra vez, sin descanso.

Steven recordó por un momento la broma acerca del coñac holandés Focking. Pero aquello era más embriagador, mucho más, que el coñac. Aquello era la embriaguez misma. Y una embriaguez perfectamente lúcida.

Carne mojada contra carne mojada. Una música rítmica y dos cuerpos flotantes, vivos, aferrados a la tierra y al mutuo dominio. Eran un ala sola, un ala volando sin fatiga, volando sin miedo.

«Dios mío -pensó Randall-, estoy llegando al fin.»

– Ángela -exclamó en voz alta-, Ángela… esto es lo mejor del mundo…

Nunca había gozado tanto… ni nunca se había sentido tan feliz.

Era la media tarde cuando Randall volvió al «Hotel Krasnapolsky». Y de inmediato lo bajaron de las nubes.

Había entrado al hotel, mostrando su tarjeta roja de seguridad, cuando el guardia frunció el ceño y le dijo:

– Ah, señor Randall, lo han estado buscando por todas partes. El inspector Heldering desea que se presente usted de inmediato en la Zaal C.

– ¿En la Zaal C?

– La sala privada para conferencias que está en el primer piso, junto a la escalera.

– ¿Dónde se encuentra el inspector?

– Con los editores, en la Zaal C.

– Gracias.

Randall se apresuró a entrar.

Había llegado sintiéndose eufórico, tranquilo. Había dejado a Ángela en el «Hotel Victoria», en la cama, adonde la había llevado cargando y donde se había quedado dormida mientras él se vestía. Ahora, de pronto, su estado de ánimo había sufrido un cambio. En la sala lo esperaba un grupo de personas que lo había estado buscando por todas partes. Era ominoso. Su intuición le decía que algo había marchado muy mal.

Caminó más allá del ascensor y subió los escalones de dos en dos hasta llegar al descanso superior, y ahí se detuvo para recuperar el aliento y localizar la sala. Vio una puerta marcada ZAAL C, y hacia ella se dirigió. Le dio vuelta al pomo de la puerta para entrar, pero estaba cerrada. Fue entonces que notó por primera vez que había un pequeño ojo mágico arriba del letrero. Llamó fuertemente a la puerta.

Esperó. Pocos segundos después, una voz apagada le preguntó desde el interior:

– ¿Viene usted solo, señor Randall?

– Sí -contestó él.

Oyó que alguien removía el pasador y, al abrirse la puerta, ante él apareció el flemático inspector Heldering, haciéndole señas para que entrara.

Al ver al grupo reunido en un círculo cerrado alrededor de la mesa de conferencias, Randall se percató de que su intuición no lo había engañado. Algo andaba definitivamente mal.

Bajo una nube de humo estaban sentados los editores (Deichhardt, Wheeler, Gayda, Young, Fontaine), y entre ellos estaba la silla vacía de Heldering, y otra silla, supuestamente reservada para el propio Randall. Había otra persona en la sala. En una esquina, con una libreta de taquigrafía y un lápiz sobre su regazo, se encontraba sentada Naomí Dunn. Las caras que ya le eran conocidas reflejaban la individualidad de cada quién, aunque ahora se veían extrañamente parecidas; todas tenían la misma expresión. Se veían profundamente preocupadas.