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Todos asintieron en coro, y el doctor Deichhardt murmuró:

– Demasiado claro y demasiado espantoso.

– ¿Demasiado espantoso? -repitió Randall.

– Sí, pensar que alguno de los doce nos ha traicionado.

– Si uno de los doce discípulos de Cristo lo traicionó -dijo Randall-, ¿por qué no habríamos de creer que uno de nuestros colaboradores lo podría traicionar también… traicionarlo a Él y destruirnos a nosotros?

– Tiene usted razón -dijo el doctor Deichhardt, levantándose cansadamente y mirando a sus colegas.

Luego se giró de nuevo hacia Randalclass="underline"

– Estamos todos de acuerdo. Hay demasiado en juego para abrigar incredulidades o sentimentalismos. Sí, señor Randall, prosiga usted. Puede colocar su trampa inmediatamente.

Había sido un largo día, y ahora, a las once y veinte de la noche, Steven Randall, regresaba con gusto a sus habitaciones en el «Hotel Amstel».

Recostado cómodamente en el asiento trasero de la limusina «Mercedes-Benz» estaba meditando acerca de la hoja doblada de papel que traía junto con su cartera en el bolsillo interior de su chaqueta deportiva. En esa hoja había escrito a máquina, personalmente, los nombres de los doce discípulos de Cristo, los mismos que habían sido empleados en las doce copias del memorándum que él y Jessica Taylor habían redactado. Junto a cada uno de los nombres de los discípulos, habían escrito a máquina el nombre del colaborador de Resurrección Dos, a quién se le había enviado cada copia del comunicado.

Randall se preguntaba cuánto tiempo le tomaría al traidor del grupo enviar el comunicado o transmitir su contenido al reverendo Maertin de Vroome. El mensaje anterior acerca de los preparativos para el anuncio había sido recibido por De Vroome dentro de las tres horas subsecuentes a su envío. Cada versión del nuevo memorándum, escrita a máquina por Jessica, había sido despachada cuarenta y cinco minutos después de que la junta con los editores había concluido. Las copias habían sido entregadas en propia mano por elementos del personal de seguridad de Heldering a los destinatarios que todavía a esas horas estaban trabajando en el «Krasnapolsky» y a aquellos que ya se encontraban en sus hoteles o apartamentos en Amsterdam.

Era requisito que los interesados firmaran una copia como constancia de haber recibido el original de su memorándum, y Randall había esperado en la oficina de Heldering hasta asegurarse de que los doce hubieran recibido los comunicados.

Habían transcurrido más de cinco horas, y si el contenido iba a ser transmitido a De Vroome, Randall estaba seguro de que para entonces el clérigo ya tendría en sus manos la información. Ahora tenía la esperanza de que su propio espía dentro de la operación de De Vroome no hubiese sido descubierto y que estuviera alerta, para comunicarles la versión exacta del memorándum azul que había recibido el enemigo.

Una vez más, Randall trató de deducir quién era el que, por motivos de amor o de dinero, los estaba traicionando.

No podía imaginárselo. Lo único que podía hacer era rezar para que el impostor fuera atrapado y eliminado antes de que se apoderara del secreto tan preciado; la edición anticipada del Nuevo Testamento Internacional que el señor Hennig pronto enviaría desde Maguncia.

Cuando aún se encontraba en su oficina, Randall había telefoneado a Ángela para invitarla a cenar ya tarde. Aunque se sentía cansado, no podía resistir el deseo de verla esa noche. Tranquilamente cenaron en el elegante restaurante del «Hotel Polen» e intercambiaron recuerdos de viejos tiempos. Más tarde, aunque se sentía fatigado, Randall se dio cuenta de que le hubiera sido imposible despedirse de esa muchacha si no fuera porque la volvería a ver a la mañana siguiente. La había dejado en el «Hotel Victoria», y todavía ahora, mientras regresaba a su hotel, podía sentir la prolongada suavidad de los labios de Ángela sobre su boca.

El automóvil dio vuelta en una esquina y, segundos después, habiéndose despedido de Theo, Randall se encontró frente al «Amstel».

Cuando se disponía a entrar al hotel, oyó que alguien lo llamaba. Se detuvo y se giró, mientras un hombre que le hacía señas emergía rápidamente de la penumbra del estacionamiento.

– ¡Señor Randall! -volvió a gritar el hombre-. ¡Espere un momento, por favor!

Bajo la iluminación del hotel, el hombre que se acercaba a grandes zancadas se hizo visible.

Era Cedric Plummer.

Más disgustado que asombrado, Randall se dio la vuelta para marcharse, pero Plummer lo cogió del brazo.

Randall se zafó de un tirón.

– Lárguese. No tenemos nada de qué hablar.

– No soy yo quien quiere verlo -adujo el inglés-. Yo no lo molestaré. Me ha enviado alguien… alguien muy importante… que quiere hablar con usted.

Randall estaba decidido a no dejarse engañar.

– Lo siento, Plummer. No creo que usted conozca a nadie en quien yo tuviera algún interés en ver.

Se dirigió a los escalones de piedra, pero Plummer continuó asediándolo.

– Espere, señor Randall… escuche. Se trata de dominee Maertin de Vroome… es él quien me envía.

Randall se detuvo de pronto.

– ¿De Vroome? -miró suspicazmente al periodista-. ¿De Vroome lo mandó a buscarme?

– Precisamente -dijo Plummer, asintiendo con la cabeza.

– ¿Cómo sé yo que esto no es una trampa que usted me está tendiendo?

– Le juro que no se trata de ninguna trampa. ¿Por qué habría de mentir? ¿Qué ganaría yo?

Randall sintió desconfianza y, al mismo tiempo, un estimulante deseo de creer.

– ¿Para qué me querría ver De Vroome?

– No tengo la más remota idea.

– Estoy seguro que no la tiene -dijo Randall burlonamente-. Y, ¿por qué razón lo utiliza De Vroome como intermediario, siendo usted un periodista extranjero? Él pudo simplemente haber tomado el teléfono para llamarme.

Alentado por la pregunta de Randall, Plummer respondió ávidamente:

– Porque todo lo hace indirecta, solapadamente. Es muy discreto por lo que hace a todos sus contactos personales. Un hombre de su posición tiene que ser precavido. No se arriesgaría a llamarle por teléfono, ni desearía que lo vieran con usted en público. Si conociera al dominee De Vroome, comprendería su conducta.

– ¿Y usted sí lo conoce?

– Bastante bien, señor Randall. Me siento orgulloso de ser su amigo.

Randall recordó la sensacional entrevista de Plummer con De Vroome para el London Daily Courier. Había sido una entrevista exclusiva, larga y personal. De algún modo, aquello hacía verosímil que Plummer fuera amigo del clérigo holandés.