El reverendo De Vroome hizo una pausa, miró a Randall durante varios segundos, y continuó, midiendo cada palabra.
– Y con respecto a esa Biblia secreta que sus amigos están preparando (sea cual fuere su contenido, las buenas nuevas que ofrezca o la sensación que provoque), no es un producto del amor. Los motivos que hay detrás de su publicación son tanto ofensivos como pecaminosos. Para los editores, el propósito es puramente económico. Para los teólogos ortodoxos, el motivo es principalmente el de desviar a millones de personas de la reforma terrenal, hipnotizarlas o amedrentarlas para que regresen a la antigua desesperanza de la Iglesia utópica, mística y ritualista. Le aseguro a usted que con esa nueva Biblia esperan aniquilar mi movimiento y barrer por completo a la Iglesia de la resistencia. Con esa Biblia pretenden revivir la religión del más allá y terminar con la religión del presente. Sí, señor Randall, sus motivos son ofensivos y pecaminosos…
Randall protestó:
– Dominee, perdone que lo interrumpa. Yo honestamente creo que usted exagera. Su queja acerca de los editores puede ser válida, aunque yo pienso que los está juzgando muy duramente. De cualquier modo, yo no intentaré avalar sus motivos. Sin embargo, conozco al resto del personal involucrado en este proyecto, y yo creo que son personas devotas, honestas y defensoras sinceras de lo que ellos consideran una revelación divina. Por ejemplo, el doctor Bernard Jeffries, de Oxfrod, el primer teólogo que conocí. Creo que su dedicación al proyecto se deriva únicamente de su devoción a la erudición y de sus convicciones espirituales…
El dominee De Vroome levantó la mano.
– Deténgase ahí, señor Randall. Me da usted como ejemplo al doctor Bernard Jeffries… Pues bien, él constituye el ejemplo perfecto de lo que me preocupa. No niego que sea un hombre de pretensiones científicas, ni tengo dudas acerca de sus convicciones religiosas. Pero ésas no son las razones principales de su participación en la edición de la nueva Biblia. Existe otro motivo, que es completamente político.
– ¿Político? -repitió Randall-. No puedo creerlo.
– ¿No puede creerlo? ¿Nunca ha oído hablar del Consejo Mundial de Iglesias?
– Por supuesto que sí. Mi padre es clérigo. A él se lo he oído mencionar.
– ¿Sabe algo acerca del Consejo? -insistió De Vroome.
Randall titubeó.
– Según recuerdo, es… es una organización internacional que abarca a la mayor parte de los grupos eclesiásticos protestantes. No puedo recordar los detalles.
– Permítame refrescarle la memoria para que, al hacerlo, le describa una mejor imagen del altruista doctor Jeffries.
El rostro del clérigo holandés, según Randall, se había congelado. La voz vibrante se había tornado más gruesa.
– El Consejo Mundial de Iglesias, con sede en Ginebra, se compone de 239 iglesias anglicanas, ortodoxas y protestantes de noventa naciones, que cuentan con 400 millones de feligreses en todo el mundo. El Consejo Mundial es la única organización fuera de Roma que posee un potencial de autoridad y de control comparable al del Vaticano. Sin embargo, desde su creación en esta ciudad en el año de 1948, y hasta el presente, en ninguna forma se ha semejado al Vaticano. Como dijo el primer secretario general durante la primera asamblea: «Somos un Consejo de Iglesias, no el Consejo de una Iglesia indivisa.» Y como proclamó la tercera asamblea desde la India: «El Consejo Mundial de Iglesias es una confraternidad de Iglesias que reconocen al Señor Jesucristo como Dios y Salvador de acuerdo con las Escrituras.» En resumen el Consejo es un organismo liberalmente unido de varias Iglesias con distintos antecedentes sociales y raciales que buscan una comunicación intereclesiástica, una unidad cristiana, un consenso de fe y una acción social común. Entre asamblea y asamblea, que se celebran cada cinco o seis años, un Comité Central y un Comité Ejecutivo llevan a cabo la política. Ahora bien, los dos puestos más activos dentro de la organización son los del secretario general, que trabaja tiempo completo y percibe un sueldo, y el presidente, que tiene un puesto honorario. De estos dos, el que ejerce mayor influencia es el secretario general, quien encabeza al personal de la sede en Ginebra, compuesto de doscientas personas; es el oficial de enlace y coordinación entre las Iglesias asociadas y representa al Consejo ante el mundo exterior.
– Y sin embargo, ¿no es una figura con autoridad?
– Definitivamente no, tal como andan las cosas actualmente -dijo De Vroome-. El secretario general no tiene poder judicial. Repito, tiene influencia, y un potencial para ejercer el poder. Lo cual nos lleva a su erudito, espiritual y altruista doctor Bernard Jeffries. La jerarquía de la Iglesia ortodoxa (los decanos del clero, los conservadores firmemente establecidos) está promoviendo un plan para dominar la próxima asamblea del Consejo Mundial de Iglesias, nombrar al doctor Jeffries el próximo secretario general y, a través de él, reestructurar el Consejo Mundial y convertirlo en un Vaticano protestante, con su cuartel general en Ginebra. De esa manera, los conservadores gobernarán a través de edictos y proclamaciones, harán retroceder a los seguidores de todas las Iglesias hacia la fe ciega y acabarán con todas las esperanzas de una fe popular vital y operante. Y, ¿cómo logrará esto la maquinación ortodoxa? A través de la conmoción y la propaganda que engendrará la nueva Biblia que está preparando el grupo de Resurrección Dos.
Mientras escuchaba, Randall recordó vagamente haber oído con anterioridad el nombre del doctor Jeffries relacionado con el Consejo Mundial. Trató de recordar dónde lo había oído… De Valerie Hughes, la prometida del doctor Knight, en Londres. Había existido cierta lógica en aquella alusión anterior al doctor Jeffries como candidato al secretariado general del Consejo. Ahora, de acuerdo con la versión de De Vroome, los motivos que había detrás de la candidatura reflejaban una luz distinta e indigna.
Randall dijo lo que estaba pensando.
– ¿Está el doctor Jeffries al tanto de ese plan?
– ¿Al tanto? -dijo De Vroome-. Él está al frente del ardid, colaborando activamente y haciendo política secreta para promoverse a sí mismo para el secretariado general. Tengo pruebas (copias de la correspondencia sostenida entre Jeffries y sus conspiradores) que sustentan lo que he dicho.
– Y, ¿cree usted que el doctor Jeffries podrá lograrlo?
– Lo logrará si la nueva Biblia de ustedes le da la suficiente publicidad, distinción e importancia.
– Permítame modificar mi pregunta y planteársela de nuevo -dijo Randall-. ¿Cree usted que lo logrará?
– No -respondió llanamente el reverendo De Vroome, sonriendo una vez más-. No, no lo logrará; como tampoco lo lograrán sus editores.
– ¿Por qué no?
– Porque yo pretendo detenerlos, demoliendo el trampolín de Jeffries al poder… su nueva Biblia… desacreditándola y destruyéndola antes de que ustedes la puedan anunciar y distribuir en todo el mundo. Una vez que haya yo logrado eso, habrá otro secretario general en el Consejo Mundial de Iglesias. Verá usted, señor Randall, yo pretendo ser el próximo secretario general.
Randall mostró su asombro.
– ¿Usted? Pero yo pensé que usted estaba en contra de la autoridad eclesiástica y…
– Lo estoy -dijo De Vroome bruscamente-. Por eso es que debo ser el nuevo secretario general del Consejo Mundial, para protegerlo de los hambrientos de poder. Para preservarlo dentro de la unidad cristiana. Para hacerlo aún más sensible al cambio social.
Randall estaba perplejo. No sabía si el dominee era honesto en las virtudes que profesaba o si era tan ambicioso y político como aquellos a quienes combatía. Y había algo más. De Vroome acababa de mencionar la necesidad de destruir la nueva Biblia. Randall pensó que debía confrontar al reverendo con la insensatez de su propósito de destrucción.