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– Como sigas así, la comisaría central acabará saltando por los aires.

Tiene que apretarse los muslos para contenerse.

Antes, Baya era bonita. Vestía sencillamente y pretendía ser discreta. Por entonces, los hombres tenían debilidad por las mujeres discretas, pues lo que se estilaba era la chica de buena familia, esto es, predispuesta al estatuto de bestia de carga, lo cual venía a ser, en una sociedad de tradición esclavista, una buena inversión. Luego, las mentalidades cambiaron de rumbo. Hoy se prefiere a las chicas emancipadas, que sepan reírse a carcajadas y descaderarse, zarandeando tabúes y envidias. En Argel a nadie se le ocurre ya vivir para sí mismo. Eso suena demasiado a indigenismo. Lo que está de moda es la ostentación. Como solamente se vale por lo que se suscita en los demás, cada cual se desvive para no pasar desapercibido, aunque para ello tenga que despelotarse en una mezquita. Baya se presta al juego de buena gana. Ahora que está casi segura de acabar solterona, intenta guardar la cara cambiando de cabeza según el orden del día.

– ¿Cuál es el programa para hoy?

Vuelve a ponerse seria y se baja la falda hasta la rodilla. Pero la apertura es tan considerable que hasta un topo se fijaría en los dibujos de su braguita.

– Sidi Abbas ha anulado la cita, señor comisario. Le ruega que lo disculpe y le promete reanudar el debate cuanto antes -me lee doctamente de su agenda-. El inspector Reduán llegó sin problema a su destino. Estará de regreso a finales de semana… Su señora esposa le pide que no olvide pasar a recogerla a las seis de la tarde… Y finalmente le recuerdo que tiene cita a las once con el profesor Aluch.

Miro mi reloj:

– ¿Qué hora es?

– Las nueve y veinte, señor comisario.

– Esa misma hora tengo yo. Lino quizá se haya creído que hoy es día de asueto pagado.

Baya se golpea la frente con la palma de la mano:

– Es culpa mía. Se me olvidó decirle que el teniente ha telefoneado esta mañana. Dice que está enfermo. Una gripe de caballo.

Aprieto las mandíbulas.

– Si vuelve a llamar, dígale que me traiga un certificado médico cuando se reincorpore. Ya está empezando a inflármelos con sus estados febriles. Espero que no se haya quedado con el bólido.

Baya agacha la cabeza, confusa.

– ¡El muy cabrón! ¿Y cómo me voy a mover yo? Mi Zastava lleva tres días en el taller.

– Coja el coche del inspector Serdj -me propone.

Baya siempre ha estado algo encaprichada con Lino. Una especie de afecto, a veces amistoso, a veces audaz cuando me doy la vuelta. Se lo perdono porque levanta un poco la moral del equipo. Pero si esa solidaridad se acaba mudando en complicidad hasta el punto de afectar a mi autoridad, ahí ya no les sigo el rollo. Por ello le señalo que le falta un botón a la raja de su falda, para que quede claro que más le valdría ocuparse de la flor de su secreto antes que hacerle carantoñas a un viejo jardinero amargado.

El profesor Aluch es un eminente psicoanalista.

Fue amigo de Frantz Fanon.

Pero qué puede hacer un erudito en un país revolucionario donde el carisma se empeña en ser enemigo jurado del talento y donde se trata al genio como si fuera un delincuente.

Autor de un montón de libros, todos editados en Francia a falta de ofertas en el terruño (tanto entonces como hoy y sin duda mañana, la élite del serrallo cuidaba escrupulosamente de que el cociente intelectual de los argelinos se mantuviera a la altura del de sus dirigentes, esto es, más o menos a la altura de la bragueta), tuvo no pocos problemas con las autoridades, que veían, en sus trabajos científicos, maniobras subversivas. Sin duda, resulta difícil explicar a un burrero que un libro no es forzosamente un instrumento antirrevolucionario, pero en la Argelia de los chalanes el exceso de celo pretendía ser la máxima expresión de la vigilancia, y la injuria, la culminación del juramento. No hay nada más vigorizador que oír el ruido de las botas desde las mazmorras subterráneas de las villas sospechosas. Al igual que otra gente de buena voluntad sometida a los desvelos de una pandilla de golfos mesiánicos, el profesor Aluch fue varias veces objeto de rapto, secuestro, vejación y simulacro de ejecución, y hasta se le obligó a exiliarse. Su estancia en Europa no se le subió a la cabeza, a pesar de haberse convertido en referencia mundial y de haber conseguido muchas distinciones. Si bien nadie es profeta en su tierra, tampoco nadie es maestro en la de los demás. Muy pronto nuestro eminente sabio se dio cuenta de que las consideraciones de sus colegas occidentales no eran sino suculentas trampas, de que los premios que se le otorgaban tenían un regusto de pago anticipado y de que sus eruditos trabajos acababan connotándose políticamente, puesto que pasaba más tiempo merodeando por las salas de redacción y los salones de las ONG que en los seminarios universitarios. Se dejó de aplaudir sus investigaciones, lo que privaba eran sus firmes planteamientos contra la dictadura que imperaba en su tierra. Los que iban a escucharlo tenían cara de bestias y repartían a diestra y siniestra documentos plagados de sellos oficiales. O sea, que se le manipulaba como a una vulgar marioneta. Eso le afectó mucho. Entre la probidad intelectual y las gesticulaciones politiqueras, la patria hundida y la cartera a flote, el debate debía quedar zanjado de manera clara y precisa. En modo alguno podía mantenerse con el culo al aire, tanto más que se había pasado la mayor parte de su vida tomando por el mismísimo. El profesor no se anduvo por las ramas. Devolvió a Clodoveo lo que era de la Galia, y, como el salmón que jamás se deja turbar por la embriaguez oceánica, regresó para comulgar con su río natal, donde los guijarros no tienen la magnificencia coralina pero donde los juncos saben sugerir su nobleza pese a la trivialidad tentacular de las adelfas. Impartió docencia en la universidad hasta el día en que el saber quedó arrumbado. Los módulos académicos se negociaron sobre bases estrictamente pornográficas y los diplomas se expidieron en las casas de citas. Horrorizado, el profesor Aluch intentó salvar algunos muebles, lo cual desagradó profundamente a sus colegas, que se negaban a cepillarse a sus alumnas directamente sobre el suelo… Para resumir, la era de la gangrena se adelantó a la del ordenador. En alguna parte de las altas esferas, se asentaron las bases de la deriva que el profesor Aluch denunció en un periódico francés. Como premio, seis meses de cárcel por entenderse con el antiguo ocupante.

Cuando salió del trullo, sus facultades estaban muy mermadas. Se le evacuó a un asilo y allí lo olvidaron.

Ahora, el profesor Aluch no es capaz de distinguir si está en consulta o si sigue en observación. Tiene un despacho al final de un pabellón insalubre, una habitación en el piso superior, y se dedica por entero a sus pacientes, pues cualquier iniciativa por su parte resultaría, cuando no aleatoria, descaradamente suicida.

Me lo encuentro esperándome en el aparcamiento del centro psiquiátrico, con las manos a la espalda y la mente en sus preocupaciones. Su bata blanca añade a su desgarbada silueta un toque espectral. Encaramado como está sobre sus patas de zancudo, el espinazo adopta una inclinación cada vez más preocupante. Su larga melena canosa le revolotea alrededor de la cara como una aureola de humo. Sin embargo, por mucho que se guarde sus penas, su desamparo es tan estridente que su pudor resulta ridículo.

– Un minuto más y pillo una insolación -me dice.

– Mal asunto para una chola grillada.

Recoge con un dedo el sudor que le cae de la frente y lo suelta de un papirotazo, luego señala con el pulgar el sol, que está dejando el cielo desangrado:

– Como si estuviéramos en julio.

– ¿El cinco o el catorce?

– Hablo de la temporada.

– Ah…

Frunce el ceño y me mira de soslayo:

– Oye, no estás de muy buen humor…

– Es que soy así.