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– ¿Qué pasa?

El carcelero nos anuncia. La voz se aplaca y nos recibe un mamífero parapetado tras un bigote anticonstitucional.

Hay hombres convencidos de que la virilidad del macho depende de la fuerza de su apretón de manos. Nuestro huésped es de ésos. El suyo pretende ser gallardo; el mío, más bien susceptible.

– ¿Y bien? -nos suelta, expeditivo.

Observo que, aparte de su trono de cuero acolchado, no hay más asiento en el despacho. Deduzco que el fulano tiene por sus visitantes la misma consideración que por la chusma que alberga y a la que, a todas luces, putea con insaciable deleite.

– ¿Podemos relajarnos un poco y charlar un rato? -pregunto.

– Esto es un centro carcelario, no un salón de té, comisario.

– ¡Ah!

Estupefacto por la acogida, Lino bambolea los ojos a diestra y siniestra a la vez que rumia su indignación.

El director se lleva los puños a la cadera con cara de fastidio.

– ¿De qué quieren hablar conmigo?

– Si está usted abrumado de trabajo, volveremos más tarde.

– Yo siempre estoy abrumado de trabajo. Es mejor que acabemos de una vez.

– De acuerdo, Kong, de acuerdo -mascullo, a punto de tirarle un viaje.

– Mi nombre es señor Bualem.

– Bien, señor Bualem. Me han dicho que algunos de sus huéspedes van a ser puestos en libertad a partir del primero de noviembre.

– ¿Se opone usted a las decisiones del rais?

Ahí pretende hacerme decir lo que no he dicho. Para desconcertarme. Respiro a fondo, me inspiro en las deflagraciones que retumban en mis sienes, arrugo los ojos para catalizar mi exasperación y le confío:

– Esto muy entre nosotros, señor Bualem, que le den por el mismísimo al rais, a sus eunucos y a todos aquellos que piensan que un poli no tiene derecho a calentar a esos asquerosos canallas que pretenden que se les tome por los guardianes del Templo -esta vez retrocede, lo cual me da más cancha-. Cierto, es usted quien manda aquí, en esta jaula de fieras, pero yo soy un bicho aparte y odio a los aprendices de domador. Por tanto, reserve para su zoológico su afanoso estilo, ¿vale? Yo estoy aquí por motivos profesionales.

En realidad, el paso atrás del gorila no era sino un repliegue táctico, pues lo convierte en impulso y vuelve a la carga, haciendo como si se tirara un pedo:

– ¡Tozz!

Lino, que está a mi lado, no acaba de creérselo. No por la agresividad del gorila sino más bien por las reticencias de mi réplica, pues, de costumbre, cuando mis berridos no acaban de convencer, los acompaño con hostias. Pero Lino no es de los que suelen pedir ayuda a sus neuronas. No sabe hacer nada sin un esquema. Si hubiese echado una ojeada a su fichero en lugar de plagiar viejos informes para impresionarme, se habría enterado de que el señor Bualem es cuñado de un mandamás venenoso y que es director de prisión para avenirse a la vocación familiar de meter en cintura a los recalcitrantes para, luego, humillarlos a su avío.

Digo con una sangre fría que desconocía en mí:

– Se trata de SNP…

– ¿Otra vez?

– El profesor Aluch…

– El profesor Aluch es un tarado. Un chiflado, ido de la olla y alucinado. Una comisión de expertos ha estudiado, caso por caso, al conjunto de los internos propuestos para ser liberados en el marco del indulto presidencial. SNP ha sido auditado, auscultado, puesto a prueba, sometido a distintos reactivos y declarado re-di-mi-ble. Por una comisión oficial, competente y creíble, formada por eminentes psicólogos y ejecutivos íntegros. Para mí es más que suficiente. Comisario, hay un decreto presidencial firmado. Usted es funcionario del Estado y debe comprender lo que es este tipo de decreto.

– Bueno… ¿Podemos ver al redimible?

– ¿Trae usted una orden?

– Sólo una tarjeta de crédito.

– Lo siento, los carceleros no son tan generosos como los cajeros, comisario.

– Estoy dispuesto a hipotecar mi camisa. No tardaré. Quiero verlo.

Menea la cabeza con desprecio.

– ¡Ni hablar!

Nos da la espalda.

Lino percibe el borboteo de mi ira. Me agarra por el codo en un intento de evitar lo irreparable. Lo dejo hacer. No me faltan ganas de inflar a patadas en el culo a ese pedazo de patán, pero no veo la necesidad. A veces se puede enderezar la sinrazón, pero jamás las mentes retorcidas. Es una cuestión de mentalidad.

El profesor Aluch me telefonea justo cuando me voy a meter en la cama. Mina me alcanza el auricular y se quita de en medio. Espero a que cierre la puerta para iniciar el debate:

– Dime.

– Llevo todo el día intentando dar contigo en tu despacho. Tu secretaria me dijo que no estabas.

Me doy cuenta de que es su manera particular de preguntar si era yo el que negaba con la cabeza a Baya.

– No te ha mentido, profesor. Estaba alarmándome siguiendo tus consejos.

Se le enardece la voz:

– ¿Has ido a ver al preso?

– Su director me lo ha impedido.

– ¿Por qué?

– Mi camisa no bastaba como aval.

El profesor refunfuña algo que queda solapado por un ruido de fritura, resopla y prosigue durante cinco segundos con su soliloquio.

– Por lo demás -lo tranquilizo-, he tenido una charla con un amigo abogado. Ha sido atento, cortés, pero categórico.

– ¿Es decir?

– SNP será indultado dentro de cinco días.

– ¿Cómo puede ser? -se rebela el profesor, carraspeando.

– Creo que está claro: nuestro presunto demente volverá a su casa y a llevar una vida normal.

El profesor suelta un rosario de tacos que remata con un suspiro de desconcierto:

– Es horrible. Están cometiendo un error monstruoso. No se puede tomar a la ligera un expediente tan explosivo. ¿Por qué no se me quiere hacer caso?

– Menudo favor nos habrías hecho si te lo hubieses cargado.

– No lo dirás en serio.

– Quizá, pero estoy cansado.

Una ojeada al reloj de pared me revela que no voy a tardar diez segundos en quedarme roque.

Tras una retahíla de protestas indignadas, el profesor pregunta:

– ¿Qué piensas hacer, Brahim?

– Dormir.

Capítulo 4

Estoy en el fondo del pasillo y llevo un buen rato observando a Lino, que hace carantoñas a su reflejo en el espejo del váter. Se contempla desde todos los ángulos, aplastando por aquí un pelo, verificando por allá los pliegues de su chaqueta, tan fascinado por la geometría olímpica de su perfil que ni siquiera repara en mí.

Ya por aburrimiento, y para no tirarme así el resto del día, me pego a él por detrás y lo arrullo muy cerca de la nuca:

– Espejito, espejito, ¿cuál es el pollito argelino que mejor sabe hacer el ganso?

Lino me mira de arriba abajo. No le agrada mi intrusión y empiezo a resultarle pegajoso.

– ¿Cuál es tu problema, comi?

– Tú tienes un problema, muchacho.

– ¿Y se puede saber qué te importa?

– Digamos que siento interés.

Me mira fijamente en el espejo.

– ¿No tienes bastante con los tuyos, comi?

– No estamos solos en el mundo, así que no hay más remedio que interesarse por lo que nos rodea.

– No entiendo.

– Corre un rumor por la ciudad…

– Déjalo que corra -me interrumpe secamente-. Para eso están los rumores.

– Sí, pero el tuyo lo llevas a rastras como si fuera una cacerola.

Se le contrae la mandíbula. Empieza a mosquearse. No me dejo impresionar.

Lino tiene claro que conmigo no da la talla. Como buen subalterno, arroja la toalla, se echa a un lado para que la corbata no se le enganche con mi cinturón y se dirige hacia la salida.

– ¡Intenta que no te desplumen en el catre!

Medita sobre mis palabras y vuelve a alisar la seda de su camisa granate a escasos centímetros de mi raída chaqueta.