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Bertrice Small

La Pasión De Skye O’Malley

Skye O’Malley, 1

© 1980 by Bertrice Small

Título originaclass="underline" Skye O'Malley

Traducción: Márgara Auerbach

Prólogo

– ¿Qué demonios quieres decir con que no puede tener más hijos? -quiso saber Dubhdara O'Malley. El O'Malley, jefe del clan O'Malley, era un hombre corpulento, de casi dos metros, brazos y piernas como ramas gruesas, piel rojiza quemada por el sol, ojos azules que mordían al mirar y una mata de cabello oscuro que empezaba a teñirse de plata-. Vosotros los curas siempre decís que el propósito del matrimonio es procrear. Pues bien, he cumplido con lo que exige la Iglesia, le he dado hijos y ¡no he conseguido ni un solo varón vivo en todos estos años! ¿Y ahora me dices que debo renunciar? -le preguntó a su hermano-. Y supongo que no querrás darme la anulación para que pueda casarme con una mujer sana, ¿verdad? ¡Aj! ¡Me das asco!

El padre Seamus O'Malley, que era casi idéntico a su hermano aunque no tenía la piel tan oscura, miró a Dubhdara con comprensivo afecto. Sabía cómo debía sentirse su hermano, pero no podía decir otra cosa. Su cuñada no superaría otro embarazo. La comadrona lo había asegurado. Un bebé más y la vida de lady O'Malley se acabaría para siempre. Y eso era asesinato, asesinato simple y llano.

El cura recordó:

– Hace diez años que te casaste, hermano, y en este tiempo, Peigi ha engendrado diez hijos. Tres de ellos murieron y este último parto casi acaba con ella.

El O'Malley giró en redondo; su vigoroso rostro lleno de amargura.

– Cierto -admitió-. Tres de ellos murieron. Sí, los tres varones. El único de mis hijos varones que no nació muerto sobrevivió apenas el tiempo necesario para que lo bautizaras; Dios lo tenga en su gloria. ¿Y ahora, qué me queda? ¡Niñas! ¡Seis niñas! Y cinco de ellas tienen el rostro vulgar, feúcho de su madre. ¡Maldita sea! Pensaba que esta vez, al menos esta vez…

Caminó furioso, de un lado a otro de la habitación; no le importaba que la mujer que yacía agotada, llorando su desilusión, oyera sus duras palabras. Esa mujer había demostrado que le costaba mucho concebir hijos. Había rezado una novena cada mes de embarazo, había ayunado y se había sacrificado, repartiendo caridad entre los que tenían menos que ella. ¿Y qué había conseguido? Otra niña y la noticia de que ya nunca podría darle un varón a su esposo.

A Dubhdara no le importaba su desesperación, ni siquiera se interesaba por lo que pudiera sentir ella. Siguió descargando su furia:

– ¿Por qué no me ha dado varones, Seamus? ¿Por qué? He tenido todo un linaje de hijos saludables con hijas de campesinos, pero mi propia esposa no me da otra cosa que hijas… ¡Ojalá hubiera muerto, y esa ratita con ella!

– ¡Que Dios te perdone, Dubhdara! -exclamó Seamus O'Malley, estremecido por esas palabras.

El O'Malley se encogió de hombros.

– Por lo menos, así podría empezar de nuevo, pero espera y verás, Seamus… ¡Espera! ¡Ella va a vivir más que yo! ¡No! No dejaré de intentarlo… ¡Debo tener un hijo legítimo, un varón! ¡Es necesario!

– Si le das otro hijo a Peigi, Dubh, ella morirá, y yo voy a echarte a la Iglesia encima… Sería un asesinato deliberado porque te he advertido lo que va a suceder si queda embarazada de nuevo. La comadrona ha dicho que esta vez casi se desangra. Pero, gracias a Dios, la niña a la que acaba de dar a luz es saludable y fuerte.

O'Malley hizo una mueca de desprecio.

– ¿Con qué nombre vas a bautizarla, Dubh? -intentó alentarlo el cura.

O'Malley lo pensó durante un segundo.

– Que se llame Skye por el lugar de donde viene su madre, y que su hermana Moire, la mayor, sea la madrina.

– Necesitará también un padrino.

– Tú serás su padrino. Seis hermanas son demasiadas dotes. Así que creo que enviaré a Skye O'Malley a la Iglesia. La Iglesia aceptará menos dinero, y me parece adecuado que el padrino de una futura monja sea un cura.

Seamus O'Malley asintió satisfecho. Ya era hora de que su hermano destinara a una de sus hijas a la Iglesia. Pero, al poco rato, cuando el cura miró a su nueva sobrina atentamente, se dio cuenta de que ésa no era la hija que Dubh podría enviar a un convento. Sus cinco sobrinas anteriores tenían un rostro vulgar, poco llamativo, de rasgos anodinos, fácilmente olvidable. Con esos cabellos castaños y esos ojos grises, eran como gorriones.

Esta niña, en cambio, era un ave del paraíso. Tenía la piel del color de las gardenias; los ojos profundamente azules como las aguas del mar en Kerry, y una mata de rizos negros, como los de su padre.

– No -murmuró Seamus O'Malley para sí mismo-, no eres carne de convento, Skye O'Malley, eso te lo aseguro.

Le sonrió al bebé. Si esa niña cumplía con la promesa que parecía insinuarse en ella, su belleza la ayudaría a conseguir un buen partido. La Iglesia aceptaría a una O'Malley menos espectacular, una cuya dote pudiera ser todavía más sustanciosa a causa de la belleza de su hermana.

Al día siguiente, la familia bautizó a Skye O'Malley en la capilla.

Su madre, aún debilitada por el parto, no estaba presente, pero su padre y sus cinco hermanas, sí. Moire, que tenía diez años y era la mayor, fue su madrina. Mirando la escena con paciencia, estaban las demás; Peigi, de nueve años; Bride, de siete; Eibhlin de cuatro, y Sine, de dieciocho meses.

Cuando Seamus O'Malley vertió el agua bendita sobre la cabeza de la niña, ésta no lloró para alejar al diablo como decretaba la tradición.

En lugar de eso, para horror de todos los presentes, emitió un sonido muy parecido a una risita y, entonces, Dubhdara O'Malley miró a su hija con interés por primera vez.

– Bueno, bueno -sonrió con sus ojos azules estrechándose al mirarla-, esta cosita no le tiene miedo al agua, ¿eh? Bien, es sin duda una verdadera O'Malley… Tal vez no te entregaré a la Iglesia después de todo, Skye O'Malley. ¿Qué piensas, tú, hermano Seamus?

El cura sonrió también.

– Creo que no va a ser para la Iglesia, hermano. Tal vez alguna de sus hermanas…, tal vez una de ellas incluso tenga vocación. El tiempo lo dirá, Dubh, el tiempo lo dirá.

El O'Malley tomó a su hija de manos de su hermano y la acunó sobre su enorme brazo derecho. Con sus brillantes ojos azules, el cabello negro que caía sobre sus hombros y la barba negra y prieta, se asemejaba extraordinariamente a un pirata. Y, en realidad, sus actividades marinas estaban muy cerca de la piratería.

Sin embargo, su apariencia feroz no asustó a su nueva hija. El bebé rió contento; después cerró los ojos y se durmió.

Cuando el O'Malley dejó la capilla seguido como en un cortejo por su hermano y sus cinco hijas, no soltó al bebé. Se había formado un lazo especial entre Skye y su padre.

Cuando la leche de Peigi O'Malley se negó a salir de su pecho, el O'Malley se ocupó personalmente de elegir una nodriza, una granjera saludable y rolliza, cuyo bastardo había muerto en el parto estrangulado por el cordón.

Seis meses después, Dubhdara O'Malley partió en una expedición marítima que lo mantendría lejos de Irlanda durante varios meses. Para horror de su hermano el cura, se llevó consigo a la nodriza, Megi, y a Skye.

– ¡Eres una desgracia para la familia, Dubhdara O'Malley! ¿Qué demonios va a decir la gente de Megi? ¡Y además, estás poniendo en peligro al bebé! No quiero que Skye sufra -gruñó el cura.

El O'Malley rió.

– Ni te atrevas a abrir la boca, Seamus. No estoy poniendo en peligro a Skye. Ya ha salido conmigo a navegar un par de veces. Le gusta estar en mi barco. Y Megi…, bueno, si no la llevara, entonces sí que el bebé correría peligro. La leche de Megi es mejor que la de una cabra, y ésa sería la única alternativa.

– Y supongo que vas a negar que has estado acostándote con Megi, ¿verdad?

– Por supuesto que no lo niego… Ya sabes que me gusta disfrutar de todos los placeres a mi alcance.