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Constanza Burke contemplaba el combate con una sensación de total desesperanza. ¿Qué le haría Niall? Probablemente la mataría. Dios sabía que se lo merecía. ¿Por qué padecía esa horrible enfermedad? ¿Qué la llevaba a cometer esos actos perversos? Lloraba en silencio.

Skye, condesa de Lynmouth, seguía el desarrollo del combate, con creciente nerviosismo. Gracias a Dios que la reina había pensado en esas puntas protectoras. Si Geoffrey tenía que pelear, no lo herirían. ¿Por qué se habría ofrecido como padrino de lord Burke? Ella no había notado amistad entre ambos. Claro que lord Burke era su vecino. Y ella sentía una gran piedad por el irlandés y por su esposa. Khalid le había contado que existían mujeres como Constanza Burke, mujeres que nunca quedaban saciadas con el sexo que recibían. Skye sabía que lady Burke no era malvada, sabía que, en realidad, estaba enferma. De pronto, se sintió muy cansada. Cuando todo terminara, le pediría a la reina permiso para retirarse.

Niall Burke hizo un círculo alrededor de su enemigo y lanzó una estocada con todas sus fuerzas. Luego saltó hacia delante y llevó a cabo un segundo ataque rápido. Controló la punta protectora. Estaba suelta y pronto se desprendería. Atacó con más furia, mientras la verdadera rabia ardía en su interior con frialdad, muy adentro.

Lionel Basingstoke, que se defendía con coraje, sabía que había cometido un grave error al permitir que su orgullo y su temperamento dominaran su sentido común. Había visto la punta suelta en el acero de su enemigo y comprendía las intenciones de lord Burke. Iba a morir. Por una puta sin valor alguno. ¿Por qué no la había golpeado como merecía y la había dejado para que siguiera adelante con su lujuria y sus deseos desaforados? Estaba bañado en un sudor frío de miedo y de rabia.

Los dos contendientes lucharon hasta que, finalmente, Basingstoke, más viejo y más pesado, empezó a cansarse. En un momento de rabia, se dejó dominar de nuevo por los sentimientos, arrancó la punta protectora de su espada y le ladró a Niall.

– De acuerdo, maldito irlandés cornudo, terminemos con esto ahora mismo.

Los ojos plateados de Niall se entrecerraron y después sonrió. Una sonrisa salvaje, de bestia feroz. El tonto del inglés había hecho el primer movimiento. Ahora podía matarlo sin sentirse culpable. Sacó la punta de su estoque y dijo:

– Espero que tengáis un heredero legítimo, cerdo inglés, porque si no lo tenéis, aquí se termina vuestro linaje. -Y se lanzó hacia delante, deslizándose con facilidad entre la guardia de lord Basingstoke y hundiendo la hoja de acero en su pecho.

Una mirada de profunda sorpresa cruzó la cara del inglés, que se desplomó inmediatamente. Mientras caía, su espada se levantó y abrió una pequeña herida sangrante en el pecho del irlandés. La camisa de seda de lord Burke se llenó de sangre, como un capullo de rosa recién abierto.

Un grifo fantasmal rompió el silencio. La corte en pleno se volvió para ver lo que suponía era la histeria de Constanza Burke. Pero la que estaba de pie, rígida, con los ojos perdidos en un terror que no tenía nombre no era ella, sino la condesa de Lynmouth. Volvió a gritar y después dijo:

– ¡Lo he matado! -Lloró desesperada-. ¡Dios mío! ¡Lo he matado, lo he matado! -Un espasmo de dolor cruzó su cara y, de pronto, su mirada volvió a la escena que se desarrollaba ante ella. Se aferró el vientre y se desmayó. Su cuerpo, fláccido, se derrumbó en un montón informe.

En la confusión y el ruido que siguieron, tanto Geoffrey Southwood como Niall Burke se adelantaron para levantarla, pero el conde llegó primero y miró a Burke con ojos agresivos y venenosos. Tomó a Skye entre sus brazos y se abrió paso entre los cortesanos para llevarla hasta el río, donde estaba anclada la barca.

– La condesa ha roto aguas -les explicó a los barqueros-. Nos vamos a casa. ¡Remad con todas vuestras fuerzas! Oro para todos si llegamos rápido y sin problemas.

El aire fresco revivió a Skye cuando se alejaron de la orilla del río. Abrió los ojos:

– ¿Geoffrey?

– Aquí estoy, querida. ¿Cómo te sientes?

– Viene el bebé.

– Lo sé. Te has cogido el vientre cuando caías. Ese duelo ha sido providencial. La gente creerá que ha provocado el nacimiento prematuro de nuestro hijo. -La miró preocupado.

– Me acuerdo, Geoffrey. Ahora me acuerdo de todo -jadeó ella.

Él suspiró.

– Lo sé, Skye -le contestó con voz calmada-. He visto la mirada en tus ojos antes de que te desmayaras. ¿Qué te ha hecho recordar? ¿La herida de Burke?

– ¡Sí! Los piratas dispararon contra el bote e hirieron a Niall. Tenía la camisa tan llena de sangre que pensé que había muerto. Cuando lo han herido de nuevo ahora, de pronto lo he recordado todo. Está bien, ¿verdad? -El conde asintió. Ella permaneció en silencio, con expresión pensativa en el rostro.

– Te amo, Skye.

La cara en forma de corazón se alzó hacia él y los ojos color zafiro lo miraron sin dudas.

– ¡Y yo te amo a ti, Geoffrey, amor mío! ¡Claro que te amo!

Él la abrazó. Sí, ella lo amaba. Ahora estaba sufriendo los dolores del parto y lo que iba a atraer al mundo era su hijo, un hijo concebido en un momento de amor, concebido cuando Niall Burke no existía en la memoria de Skye. Pero cuando el niño naciera, cuando ella hubiera tenido tiempo de pensarlo mejor, ¿seguiría amándolo?

Skye permanecía inmóvil entre sus brazos, con la mente girando en torbellino. ¡O'Malley! ¡Era Skye O'Malley! La O'Malley de Innisfana. Y tenía dos hijos, Ewan y Murrough. ¡Dios! ¿Quién los habría cuidado durante todo ese tiempo? ¡Anne! Sí, seguramente Anne los habría cuidado y se habrían criado con Michael y sus otros hermanastros. ¡Señor! ¿Y quién se habría ocupado de los muchos intereses de los O'Malley? Se lo preguntaría a Geoffrey, porque seguramente él lo sabía. Parecía conocer su identidad. Y ella estaba muy interesada en saber desde cuándo estaba al corriente.

Sintió que el dolor nacía en sus entrañas, tan dentro de ella que se le tensaron hasta los dedos. Lo dejó emerger y jadeó profundamente para calmarlo un poco. Ni siquiera se daba cuenta de que se había aferrado a su esposo, pero Geoffrey disfrutaba de la fuerza de esas manos que casi le dejaban una mancha púrpura en las suyas.

– ¿Y mis hijos? -preguntó ella-. ¿Qué les ha pasado?

– Están a salvo, con tu madrastra.

– ¿Y la familia?

– Tu tío se ocupó de todo, incluyendo los intereses de los O'Malley. Ahora es obispo de Connaught.

– ¿Hace cuánto tiempo que sabes quién soy?

– Unos meses. Lord Burke fue a ver a Robbie justo después de nuestra boda. Durante la ceremonia de la noche de bodas, descubrió esa estrellita en tu seno. A mí me pareció curioso que con una relación de niños que han crecido juntos, conociera la existencia de esa marca.

– Sí, es curioso -dijo Skye, y aunque él sabía que ella le estaba mintiendo, la amó más por tratar de protegerlo de ese modo-. Y me extraña -agregó ella- todavía más que no sospechara mi identidad antes de descubrir esa marca. No creo que haya cambiado tanto.

– La señora Goya del Fuentes no reaccionaba al verlo ni cuando él le preguntaba ciertas cosas. Y aunque era idéntica a Skye O'Malley, sus credenciales parecían impecables. Me dijo que creyó que eras una de las bastardas de tu padre.

Otra ola de dolor recorrió el cuerpo de Skye, pero rió a pesar de todo, y Geoffrey tuvo que reír también.

– Hubiera sido muy típico de papá dejar a una bastarda en un convento de Argel. ¿Y cómo explicaba la coincidencia del nombre? -El dolor cedió.

– No podía explicarla y eso casi lo volvía loco. No había explicación posible.

– Sí -dijo ella, pensativa-. Supongo que eso lo habrá vuelto loco. Niall siempre fue un hombre impaciente.