– Está enamorado de ti, Skye.
– Lo sé, Geoffrey.
– ¿Y tú? -Él sabía que no era conveniente preguntárselo en ese momento, pero no podía detenerse.
– Geoffrey, querido esposo, soy tuya y quiero ser tuya. Cuando termine de dar a luz a nuestro varón, te lo contaré todo sobre Niall Burke y Skye O'Malley. Y cuando termine mi historia, seguiré siendo tuya, porque quiero serlo.
Eso era lo que Geoffrey quería oír. ¿O no? Pero, de todos modos, tenía que conformarse por ahora. Los dos se callaron y escucharon el ruido de los remos contra el agua, mientras la barca cortaba el río hacia la casa de Lynmouth. Ahora Skye sentía los dolores con más frecuencia, y sabiendo que ése era su cuarto hijo, el conde ya desesperaba de llegar a casa a tiempo. De pronto, Skye gruñó y gimió con fuerza.
– ¿Qué sucede, amor mío? -Él se sentía desesperado e inútil.
– ¡El niño, Geoffrey! No puedo esperar. Tienes que ayudarme a parirlo.
– Dios mío, Skye, ¿aquí, en la barca?
Ella se las arregló para sonreír.
– ¡Eso díselo a tu hijo!
– ¿Qué tengo que hacer? -Geoffrey transpiraba, pero era su hijo y tendría que hacerlo.
– Primero saca los paños y trae la antorcha -sugirió Skye, y cuando él lo hubo hecho, dijo-: Ayúdame a levantarme el vestido. -Después, ella misma se quitó la ropa interior de seda y él miró el vientre hinchado, lleno de venas azules, que pronto estaría vacío. Súbitamente, un chorro de agua salió del cuerpo de Skye y mojó los almohadones del asiento. Ella se arqueó cuando empezó a expulsar al bebé.
– ¡Geoffrey! -jadeó entre dientes apretados-. ¡Siento la cabeza! ¡Mira! ¡Mira!
Él apartó los ojos para no ver, pero tenía que hacer un esfuerzo, Skye no contaba con otra ayuda.
– ¡Dios mío! -murmuró, impresionado, cuando el niño empezó a salir del cuerpo de Skye-. ¿Qué hago, cariño?
– Dale la vuelta despacio cuando salga, Geoffrey. Ten cuidado. Que no se te caiga, estará resbaladizo por la sangre del parto. ¡Ay, Jesús! ¡María! -gritó cuando la recorrió de nuevo el dolor.
Él se arremangó la camisa a toda velocidad. Había dejado el jubón en Greenwich. Skye gimió otra vez y la nueva convulsión sacó los hombros del niño de su cuerpo. Geoffrey se inclinó y limpió la transpiración de la frente de su esposa con un pañuelo.
– Sois magnífica, señora y os amo -dijo con admiración. Después hizo girar al niño y vio la pequeña carita cubierta de sangre. La limpió con el mismo pañuelo que había usado para secar el sudor de la madre. Los ojos del bebé se abrieron y miraron sin pasión a su padre, una mirada perturbadora, extrañamente familiar, y después cayó definitivamente en las manos del conde con un aullido de rabia. Una mirada le dijo al conde lo que quería saber-. ¡Un varón! -exclamó entusiasmado-. ¡Me has dado un varón, Skye!
– Claro que sí -dijo ella con voz muy débil-. ¿Acaso no te había prometido uno?
– ¿Y el cordón? -preguntó él-. No tengo con qué cortarlo.
– Esperaré -dijo ella, y se desmayó.
Los barqueros del conde, al oír el grito del recién nacido y el de su señor, se miraron sonriendo y siguieron remando con ímpetu. Un poco después llegaban al muelle de Lynmouth y, para su sorpresa, encontraron a Daisy, Cecily y la comadrona esperándolos.
– Lord Burke ha venido a caballo con Daisy hace unos minutos para alertarnos de que veníais -explicó Cecily-. ¿Skye está bien? ¿Ha roto aguas?
– ¡Ya ha parido! ¡El niño ha nacido! -exclamó Geoffrey, excitado, al oír las voces-. ¡Tengo un hijo varón!
La comadrona subió a la barca para terminar el trabajo, cortar el cordón y limpiar bien al recién nacido. Envolvió al bebé en un paño limpio y se lo entregó a Daisy. Skye había recuperado la consciencia y gimió cuando sintió un nuevo dolor.
– Todavía no habéis expulsado la placenta, milady. Voy a ayudaros. -La comadrona hizo presión sobre el vientre de Skye y, con un último dolor, la dama expulsó lo que faltaba sobre una toalla extendida con experiencia por la comadrona. La mujer limpió a su paciente con rapidez y después hizo un gesto a los porteadores de la litera. El conde levantó con cuidado a su esposa y la colocó con ternura sobre las almohadas de la litera. Skye levantó las manos.
– Dame a mi hijo.
Geoffrey tomó al bebé de manos de Daisy y lo colocó entre los brazos de su madre. Alerta pero sin llorar, el niño devolvió la mirada a su madre. Su cabecita redonda estaba cubierta de ricitos húmedos, suaves y rubios, tenía los ojos de color zafiro y los rasgos del padre. Skye sonrió, contenta.
– Ah, Geoffrey, te he dado un hijo, es cierto. Eres tú en miniatura, verás cómo se le ponen los ojos verdes en un año.
Madre e hijo viajaron en la litera hasta la casa y se los colocó en el lecho con cuidado. La comadrona le dio a Skye una copa de vino con hierbas.
– Esto os ayudará a dormir, señora y os ayudará a recuperar la sangre que habéis perdido. -Skye, obediente, se bebió la copa hasta el fondo, y Geoffrey, sentado cerca de la cama, tomó la mano de su esposa. Ella tenía los ojos azules y hermosos llenos de cansancio, pero el calor de la fuerte mano de Geoffrey le comunicaba el amor que él sentía por ella. Suspiró, contenta. Geoffrey Southwood sonrió con ternura.
– Duérmete, amor mío -le dijo, y cuando los párpados se cerraron sobre los ojos color zafiro, la dejó al cuidado de Daisy, mientras el niño dormía también en una cuna junto a su madre.
El conde de Lynmouth caminó hasta sus habitaciones. Se quitó la ropa llena de sangre sin decir palabra y se metió en la tina de agua caliente que le habían preparado. Se frotó de arriba abajo y cuando hubo acabado de bañarse, salió para secarse. Su sirviente lo envolvió en una bata caliente y larga, y lo dejó, murmurando sus felicitaciones.
Geoffrey Southwood se sirvió una copa de vino dorado y se sentó ante el fuego. El niño había nacido sin problemas. Tenía un varoncito saludable, hermoso; un heredero. ¿Pero tenía todavía una esposa que lo amara? Ella se había negado a hablar de Niall Burke con él y eso le confirmaba que alguna vez lo había amado. Ahora que había recuperado la memoria, ¿lo amaría de nuevo? «Cuando termine con esto de dar a luz a nuestro varón, te lo contaré todo sobre Niall Burke -le había dicho ella-. Soy tuya porque quiero serlo.» «¡Al diablo con ese espíritu independiente y orgulloso de irlandesa!», pensó el conde. Después, rió entre dientes. Sí, porque era ese espíritu independiente lo que la hacía distinta de las otras mujeres, lo que la convertía en Skye.
Geoffrey terminó su copa y se metió en su helada y solitaria cama. Estuvo un rato moviéndose incómodo, incapaz de dormir. Dormitó un poco, se despertó asustado. Era la primera noche desde la boda que no dormía con su esposa, porque incluso en las últimas semanas del embarazo habían estado juntos por la noche, respirando uno al lado del otro, dándose calor. «Debo de estar haciéndome viejo», pensó el conde con humor. Las sábanas estaban húmedas y frías por falta de uso y el colchón resultaba incómodo.
– ¡Por la sangre de Cristo! -exclamó saltando fuera de la cama-. ¡No pienso quedarme aquí ni un minuto más! -Caminó descalzo por el suelo frío hasta la puerta que conectaba su habitación con la de su esposa y la abrió. Daisy estaba horrorizada, porque nunca había visto a su señor en camisón.
Skye recostada sobre las almohadas y con el niño en el pecho, se mordió el labio para no reírse.
– Mi señor, ¿habéis venido a ver a nuestro Robin? -El bebé hizo un ruido de disgusto al oír la voz de su madre, que lo desconcertaba.
– Tengo frío -anunció el conde como un niño malcriado.
Los ojos de Skye brillaron.
– Nunca he entendido por qué un hombre tiene que dormir lejos de su esposa sólo porque ella haya dado a luz -dijo. Con la mano libre levantó las mantas como invitación-. Ven, Geoffrey, yo también tengo frío sin ti.