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Escandalizada, Daisy se mordió los labios, pero el conde y la condesa de Lynmouth sonrieron como dos chicos traviesos y Geoffrey se metió en la cama con su esposa. Después, Geoffrey prestó atención al bebé de cabellos de oro que mamaba ruidosamente del seno de su madre y la tocaba con sus dedos diminutos.

– Cómo trabaja -observó el conde.

– No tendrá auténtica leche hasta dentro de un día o dos. Lo único que consigue ahora es un líquido medio aguado -dijo Skye.

– ¿Y eso es natural? -El conde se preocupó enseguida-. ¿Contrataremos a una nodriza?

Skye rió.

– Con todos los hijos que has tenido, deberíais saber algo más del asunto, amor mío. Esto es normal, sí. Conseguiré una nodriza para Robin dentro de un mes, más o menos, pero mientras me recupero del nacimiento tendré el placer de darle de mamar a mi hijo.

– ¿Así que ya has decidido su nombre? ¿Tú sola?

– Sí -replicó ella, sin preocuparse-. Se llamará Robert Geoffrey James Henry Southwood. Robert por mi querido Robbie, Geoffrey por ti, James por mi tío Seamus y Henry en honor del último rey y del hermanastro muerto de Robin. Sus padrinos serán la reina y lord Dudley. Lord Dudley es tan vanidoso que creerá que le puse el nombre al niño por él y no por halagar a la reina. Si la quiere impresionar, será un buen padrino para el niño.

Geoffrey rió entre dientes, admirado.

– Por Dios, una cortesana astuta, querida mía. La reina y lord Dudley. No creo que nadie les haya dado un ahijado a los dos juntos. ¡Es un toque genial! Estoy absolutamente de acuerdo.

Geoffrey, reconfortado ahora con el contacto cálido del cuerpo de ella, se sentía mejor. Skye lo notó y sonrió.

– Daisy, pon a Robin de nuevo en la cuna. Y vigílalo durante el resto de la noche.

– Sí, señora. -Daisy se llevó al niño. Nadie notó que tenía las mejillas enrojecidas, porque Skye levantó las colchas y preparó un mundo privado para ella y Geoffrey.

Los ojos del conde brillaban de amor y admiración.

– Estaba tan solo sin ti -dijo él.

– Y yo sin ti. Si no hubieras venido a la cama conmigo, te habría mandado llamar.

– ¿En serio? -El conde estaba contento como un chico con un juguete nuevo, los ojos llenos de brillo.

– Sí, claro. Ahora durmamos, amor mío. Has sido muy valiente al ayudarme a dar a luz a Robin. Gracias. -Skye se acurrucó junto al conde, como en un nido y él suspiró contento y le pasó un brazo protector sobre los hombros. Al cabo de unos minutos, dormía profundamente y su respiración regular producía un murmullo reconfortante en la habitación.

Ahora le tocaba a Skye quedarse despierta. Era extraño que ese hombre elegante, orgulloso de sí mismo, su esposo, pudiera tener semejante ataque de inseguridad. Qué difícil debió de ser en las últimas semanas para él descubrir la verdad sobre la identidad de su mujer, no poder contársela y temer que ella la descubriera por su cuenta. También debió temer por Niall Burke.

Por primera vez desde que había recuperado la memoria hacía apenas unas horas, pero horas muy largas, Skye pensó en Niall. Había toques de plata en el cabello de sus sienes, canas que no estaban allí cuatro años atrás. Y a la mañana siguiente, Geoffrey querría saberlo todo sobre Niall. ¿Qué le diría? ¿Era mejor mentirle? Sabía que Niall todavía la amaba. Ahora comprendía esas miradas interrogativas que él le lanzaba, esa pregunta permanente e intensa en sus ojos. Si decidía mentir, sabía que podría pedirle a Niall que hiciera lo mismo. No le gustaría, pero la ayudaría si ella se lo pedía.

Se movió inquieta en la cama y el brazo protector de Geoffrey se despegó de su hombro. El conde suspiró y se dio la vuelta hacia el otro lado, lejos de ella. No podría mentirle a Geoffrey. ¡No! Tal vez pudiera suavizar la verdad, pero una mentira directa provocaría un desastre. No quería herir a Geoffrey. Lo amaba. ¿Pero acaso no amaba también a Niall? ¿No había perdido la memoria porqué él era el ser que más importancia tenía en su vida? Su mente había preferido borrarlo todo antes que aceptar la muerte de lord Burke.

Hacía cuatro años. Cuatro largos años. Y en ese tiempo, habían pasado tantas cosas… Khalid el Bey, su adorado segundo esposo. ¿Lo amaba menos ahora que su recuerdo de Niall había vuelto a ella? No. Khalid siempre tendría un lugar en su corazón. Y la hija que él le había dado, Willow, con sus ojos de negras pestañas, como los de Khalid y el color leonado de sus pupilas, era la prueba viviente de aquel amor.

Y Geoffrey. Ella lo amaba tanto como él a ella. El amor que había entre ambos había crecido hasta transformarse en algo extraordinario. ¿Podía dejarlo ahora?

Y Niall. ¿Qué podía pensar de Niall? Hacía ya mucho tiempo, en otro lugar, en un tiempo que casi parecía otra vida, habían compartido una noche de éxtasis y pasión cegadora. Habían tratado de construir una vida juntos sobre esa noche, pero el destino seguía separándolos. Él estaba casado ahora con una mujer que lo necesitaba desesperadamente, de eso no había duda. Y ella también estaba casada.

Sí, todavía lo amaba. Y sin embargo, amaba a Geoffrey, estaba segura. ¡Era una locura! ¿Cómo podía amar a dos hombres al mismo tiempo?

– Demonios -maldijo en voz baja.

– Dime -ordenó la voz calmada de Geoffrey.

Skye olvidó el impulso de mentir y contestó con simplicidad:

– Estaba comprometida con él después de la muerte de mi primer esposo. Pensaba que dormías.

– Imposible con las vueltas que das. ¿Lo amabas?

– Sí.

– ¿Lo amas ahora que has recuperado la memoria?

– Te amo a ti -dijo ella.

Él sonrió en la penumbra.

– ¿Pero a él, lo amas? -insistió.

– ¡No! -aseguró ella con rapidez.

Él frunció el ceño ante esa negativa demasiado rápida. ¿Esa mentira era para protegerlo o para ocultarle algo?

– ¿Te conoció alguna vez?

– ¡Geoffrey! ¡Por favor!

– ¿Sí o no?

«Ah, Señor, que no sospeche nada», pensó Skye, desesperada.

– No -dijo con lo que esperaba que fuera un tono convincente de profunda molestia ante la pregunta-. Nunca. -Sintió que Geoffrey se relajaba y pensó una rápida plegaria de agradecimiento. Ahora que había pasado la tensión, se sintió agotada de pronto-. Estoy cansada.

Él volvió a envolverla con su abrazo protector.

– Duérmete, mi adorada esposa -le dijo-. Duérmete.

En la casa contigua, en cambio, sus moradores estaban muy lejos de poder conciliar el sueño. En el escándalo que siguió al duelo, la reina había ordenado que trajeran a los Burke a su presencia.

– Milord -dijo, dirigiéndose a Niall con los ojos oscuros llenos de rabia y muy abiertos-, ya he anunciado a vuestra esposa que no es bienvenida a mi corte. Y en cuanto a vos, deliberadamente habéis desobedecido mis órdenes y habéis matado a lord Basingstoke. Podría hacer que os cortaran la cabeza por eso. ¿Os dais cuenta de vuestra situación? -En su vestido de baile de seda verde agua con puntillas en el cuello y en las mangas, Isabel debía de haber parecido joven, indefensa, cálida. Pero Niall nunca la había visto tan furiosa y el frívolo vestido estaba oscurecido por su cabello entre oro y fuego, y por sus ojos que mordían. En sus momentos de ira, Isabel ardía tanto como su padre, el famoso rey Enrique VIII-. Aceptamos que os provocaron demasiado, lord Burke, pero os desterramos de la corte a vos también, de la corte y de Inglaterra por un año. Vuestra esposa no volverá a poner un pie en mi reino en toda su vida. Espero que lo hayáis comprendido. Os damos un mes para preparar la partida.

– ¿Y la mujer llamada Claire? -preguntó Niall con voz dura como una roca-. Pido a Vuestra Majestad permiso para ocuparme de ella personalmente.

– No queremos saber nada de eso, milord -dijo la reina con lentitud, dándoles un tono muy especial a sus palabras-, para no vernos forzados a reconsiderar de nuevo la clemencia que os hemos concedido.