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– Comprendo, Majestad.

– Adiós entonces, milord Burke -dijo Isabel, y le tendió la mano. Él se la besó. Isabel ignoró completamente a Constanza, como había hecho durante toda la entrevista.

Niall Burke soltó la hermosa y enjoyada mano.

– Estáis llena de gracia como siempre, Majestad. -Luego, tomó del brazo a su esposa y la sacó de allí por una puerta lateral y a través de un laberinto de corredores, hasta el patio donde los esperaba el carruaje.

La empujó dentro del coche y gritó al sirviente con librea:

– ¡A casa! -Después subió y se sentó frente a ella. El vehículo arrancó bruscamente y Niall miró a su esposa-. Sorprendente -dijo después de largo rato-. ¡Sorprendente! A pesar de que no hay duda que eres la puta más grande de la cristiandad, pareces realmente un ángel.

Los ojos violeta se abrieron más que antes y Contanza pareció encogerse de vergüenza.

– ¿Qué es eso, Constanza? ¿Timidez? ¿Por qué eres tan tímida conmigo y tan atrevida con todos los hombres de Londres?

– ¿Qué vas a hacerme? -le preguntó ella, que había recuperado la voz y no podía aguantar la tensión.

– ¿Qué demonios puedo hacerte? -replicó él-. Eres mi esposa, que Dios me proteja. Seguramente estás bajo el influjo de una maldición. Mi primera esposa era una fanática religiosa que no podía tolerar que ningún hombre la tocara; y la segunda… ¡la segunda resulta ser una puta famosa que intenta desesperadamente que todos la toquen! Y mientras tanto, la mujer a la que siempre he amado pierde la memoria y se casa con otro.

Constanza Burke se relajó un poco. Por un momento estaba libre del desprecio de su esposo.

– ¿Qué es eso de la única mujer que has amado?

Él la miró con ojos de hielo.

– La condesa de Lynmouth es Skye O'Malley. No murió como me aseguró tu padre. Perdió la memoria. -Le explicó la historia en parte y con brevedad.

– ¿Y es por eso que has estado tan preocupado y ensimismado durante estos últimos meses?

– Sí -respondió él-, y eso te ha sido de gran ayuda, amor mío. ¡Debe de haber sido tanto más fácil jugar a ser prostituta!

Ella se preguntó si la pena que le invadía haría que Niall aceptara la verdad sobre la angustiosa enfermedad de su esposa.

– Por favor, por favor, trata de entenderlo. No puedo evitarlo, Niall, es una necesidad terrible. Realmente no puedo evitarlo.

– Lo sé, Constanza, y por eso voy a hacer lo que tengo que hacer. Nos han expulsado de Inglaterra y tenemos que volver a Irlanda. No puedo dejar que sigas corriendo tras el primero que se te acerque y sigas trayendo vergüenza a mi apellido. Estarás confinada en tus habitaciones en el castillo de mi padre. Nunca más las abandonarás, querida, y tendrás un guardia que no te dejará nunca sola, excepto cuando yo vaya a acostarme contigo. Y lo haré con frecuencia, te lo aseguro, porque, ya que estoy obligado a seguir atado a ti para que mi nombre no sea un chiste, tengo que conseguir un heredero y tú eres la que debes dármelo.

– ¡Sobre todo, ahora que no tienes a la hermosa lady Southwood, supongo! -le ladró ella.

Se dio cuenta demasiado tarde de que esa reacción era una estupidez y no pudo evitar el puñetazo de Niall. El golpe sonó con fuerza en el carruaje, y la cabeza de Constanza se tambaleó sobre su cuello. Sintió que la mano de él le agarraba con crueldad del cabello y le levantaba la cabeza para que lo mirara de nuevo. Los ojos plateados miraban entrecerrados y angustiados. La voz de Niall, ronca y dura, perforó su oído como una ola de vidrio roto.

– Escucha atentamente, querida, escucha atentamente lo que voy a decirte. Podría llevarte a casa ahora y golpear tu vicioso cuerpo hasta dejarte malherida. Podría estrangularte y tirarte al Támesis y nadie lloraría la pérdida, ni siquiera yo. Nadie se inmutaría, porque lo que has hecho merece la muerte. Pero eres mi esposa, y aunque tengo que confinarte, porque sólo así puedo estar seguro de tu fidelidad, te fecundaré con mi semilla y parirás a mis hijos y vivirás con lujo. Pero -ladró mientras le tiraba del pelo con dureza- no quiero volver a oír su nombre en tus labios. ¿Me comprendes, Constanza?

– S… s… sí.

– ¿Sí, qué?

– Sí, mi señor.

– Muy bien, querida, de acuerdo. -Niall la soltó y la empujó contra el asiento. Bajó la ventanilla y le gritó al cochero que se detuviera-. Mi caballo está atado detrás del carruaje -le dijo a Constanza-. Me voy al palacio a buscar a la sirvienta de la condesa y después iré a casa de los Lynmouth para avisar que la condesa ha roto aguas. Te veré en casa más tarde.

Ella asintió, temblorosa y sin expresión. Pero él ya se había marchado. Un momento después, dos criados entraron en el coche y se sentaron con ella.

– El señor ha ordenado que os vigilemos porque no estáis del todo en vuestros cabales -dijo el más viejo con dureza. Ella los ignoró y miró cómo Niall se alejaba al galope.

A pesar de la oscuridad y de las calles vacías por lo avanzado de la hora, el viaje a casa parecía eterno. Los sirvientes habían estado comiendo cebollas y el aire ya fétido del coche cerrado se había convertido en algo intolerable. Constanza estaba cada vez más pálida y le estallaba la cabeza con las palabras de Niall, que aún retumbaban en sus oídos.

En Irlanda sería una prisionera por siempre, por el resto de su vida. Iba a convertirse en una yegua de cría. La idea la repelía y la excitaba al mismo tiempo. Se revolvió inquieta en su asiento y miró al más joven de los sirvientes, cuyos ojos estaban clavados en sus senos. El muchacho enrojeció, avergonzado, y se puso todavía más rojo cuando la lengua de Constanza recorrió los labios con sensualidad. Constanza volvía a sentir su necesidad de siempre. ¡Prisionera! ¡Vigilada constantemente! ¡Se volvería loca! Ana tendría que ayudarla a escapar de Niall. Pero, por el momento, lo más urgente era satisfacer su voraz deseo. ¿Quién sabe cuándo tendría otra oportunidad?

– ¡Detened el carruaje! -ordenó con furia-. ¡Tú! -Su dedo acusador señaló al más viejo de los sirvientes-. ¡Hueles mal! Sube al pescante. Me marea este olor a cebollas.

Acostumbrado a obedecer, el hombre gritó al cochero que se detuviera y subió junto a él al pescante. Cuando el vehículo reemprendió la marcha, Constanza cayó de rodillas ante el otro sirviente, manipuló la librea con dedos nerviosos, inclinó la cabeza e introdujo el miembro erecto en su boca. El muchacho apenas si pudo jadear de sorpresa, mientras la lengua y los labios de su señora lo enloquecían. Cuando pensó que su delicia no podía ser mayor, ella se levantó, abrió sus faldas y se dejó montar. El sirviente le desabrochó el corsé y metió su cara entre los senos. La besó, la chupó y la mordió, llevándola al paroxismo mientras ella se balanceaba encima de él. Ella alcanzó el clímax dos veces y luego, cuando ya estaba agotada y lánguida, él perdió la timidez y la colocó boca abajo sobre uno de los asientos. Le levantó las faldas sobre la cabeza, miró las blancas y pequeñas nalgas, y la penetró por detrás. Sus rudas manos la manosearon desde atrás, apretándole los senos rítmicamente con cada empujón del erecto miembro, mientras le murmuraba obscenidades. Un momento antes del clímax, le tocó el centro de la sensualidad y los dos llegaron a la satisfacción juntos.

Apenas él hubo terminado, ella lo apartó con desprecio, se enderezó la falda y dijo con calma, mientras se ataba el corsé:

– Arréglate la librea. Y recuerda que si dices una sola palabra de esto, pierdes el puesto o algo peor. -Constanza se sentía más sosegada que en ningún otro momento de la noche y sabía que ahora podría pensar.

Cuando llegaron a casa, buscó a Ana.

– Lo sabe todo -le anunció sin preámbulos-. Ese tonto de Basingstoke ha provocado un duelo. Niall lo ha matado y nos han expulsado a los dos de la corte y de Inglaterra.

– ¡Santa María nos proteja! ¡Te lo advertí, niña! ¡Quién sabe lo que hará milord ahora!