– Así que dejaste que la O'Malley se te escapara de nuevo y ya le ha dado un hijo varón a su nuevo esposo -fue el saludo de su padre. Como si Niall nunca se hubiera marchado.
– Ahora tengo esposa -le recordó a su padre, a la defensiva.
– Otro campo yermo que no puedes fecundar. ¿Dónde está?
– La he dejado en Londres. Está enferma.
– ¡Claro, claro! Lo suponía.
– Padre no puedo quedarme. He venido porque quería verte. Nuestro clima está matando a Constanza. Irlanda no es mucho mejor, así que voy a llevarla a Mallorca.
– Sería mejor que la trajeras aquí, a Irlanda, a morir. Entonces podríamos casarte de nuevo con alguna mujer irlandesa fuerte que pueda darme nietos. Las mujeres extranjeras no florecen bien en suelo irlandés.
– Probablemente se muera de todos modos, padre. Extraña el sol y quiero que sea feliz en sus últimos días.
– En ese caso, veré qué hijas de buena familia están disponibles para el matrimonio. O tal vez una joven viuda con hijos varones… -musitó el viejo.
– ¡No me busques esposa, padre!
– ¡Quiero ver a mis nietos antes de morir!
Y así siguieron discutiendo durante los pocos días de la visita de Niall. El día de su partida, Seamus O'Malley, el arzobispo de Connaught, vino a verlo con sus dos sobrinos nietos, Ewan y Morrough O'Flaherty, y le pidió que los escoltara hasta la casa de su madre en Inglaterra. Aunque los niños lo obligarían a viajar con más lentitud, Niall aceptó. Y quedó gratamente sorprendido cuando Seamus O'Malley le ofreció un barco de la familia para llevarlos directamente a Devon.
– ¿Creéis que mi sobrina es feliz? -preguntó el obispo.
– Eso dice -respondió Niall con amargura-, pero las mujeres suelen ser inconstantes.
Seamus escondió una sonrisa.
– Debéis aprender a aceptar la voluntad de Dios, hijo mío -murmuró en tono piadoso.
Niall Burke se mordió los labios para no decirle al obispo que se fuera al diablo.
– Debo rezar para que el Señor me otorgue el don de la paciencia -dijo con una falta de sinceridad absolutamente obvia, y Seamus O'Malley rió entre dientes.
– ¿Podéis partir mañana, Niall? Skye nos comunicó que está ansiosa por ver a sus hijos. Pobre Skye… -El obispo no terminó la frase. No había palabras para expresar lo que pensaba de la tragedia de su sobrina.
Después de una pausa, Niall dijo:
– Sí, creo que puedo partir mañana, y rezo por que este viaje sea menos accidentado que el último que hice en una nave de los O'Malley.
Ewan y Murrough O'Flaherty eran fáciles de cuidar. De seis a siete años, los muchachos tenían muchos deseos de ver a su madre, pero estaban asustados ante la idea de ir a vivir con una mujer a la que casi no recordaban. El viaje, además, era el primero que hacían lejos de Irlanda, pero, a pesar de sus miedos, estaban excitados y contentos.
Niall Burke se despidió afectuosamente del MacWilliam.
– Si me necesitas, el gobernador de Mallorca sabrá dónde encontrarme -le dijo-. Te prometo que cuando todo termine, volveré a casa.
– ¡De acuerdo! No pienso morirme hasta que vea la próxima generación, muchacho.
Niall sonrió con paciencia y después se alejó a caballo con sus dos jóvenes acompañantes. El viaje, de apenas unos días, no presentó ningún problema, acompañado en todo momento por un clima de cielos claros y buenos vientos. En el último día, pasaron junto a la isla de Lundy, siguiendo la marea, y subieron por el río Torridge hasta Bideford. Los pequeños O'Flaherty viajaban con los ojos abiertos de asombro, porque nunca habían estado en una ciudad. Miraban con la boca abierta la actividad frenética del puerto. Niall, incapaz de resistir la idea de mimarlos un poco, los llevó a una hostería junto al río y les compró pasteles y vino aguado. Alquiló dos caballos y, como todavía no era mediodía, tuvieron tiempo suficiente para llegar a Lynmouth antes del anochecer. Antes de partir, la joven esposa del dueño de la hostería les obsequió con queso, pan y manzanas frescas.
– Los muchachos siempre tienen mucho apetito durante los viajes -dijo con una alegre sonrisa. Niall le sonrió también y dejó caer una moneda en su corsé con gesto travieso.
– Cómprate unas cintas que hagan juego con el color de tus ojos -le dijo.
Ewan y Murrough estaban callados ahora, cada vez más nerviosos a medida que cada paso de los caballos les llevaba más cerca de su madre. Los pensamientos de Niall estaban centrados en Skye. Se habían despedido con tanta amargura, y la verdad era que había sido culpa de él. ¡Que el comportamiento de Constanza lo hubiera llevado a acusar a Skye de inmoralidad…! ¡Se había portado como un idiota! Claro que amaba a Southwood. Era una tragedia para Niall que los recuerdos del amor que se habían profesado hubieran vuelto a la mente de Skye después de que ella se hubiera casado, enamorada. Pero también era cierto que, aunque ella no hubiera estado casada, él sí tenía una esposa. ¿Entonces, por qué se había enfadado con ella?
Se detuvieron junto a un arroyo para dar un descanso a los caballos y comerse el almuerzo que les habían regalado.
– No se parece a Irlanda -observó Ewan.
– Todo es tan complicado -dijo Murrough-. Quiero volver a casa…
– Vamos, muchachos, debéis daros tiempo. Vuestra madre tiene muchísimas ganas de veros.
– ¿Y qué pasa con el inglés con quien se casó? -preguntó Ewan, casi sin esconder su desprecio. Niall lo miró, divertido.
– Lord Southwood es un caballero, muchachos. Os gustará.
– No vamos a quedarnos aquí -aseguró Ewan-. Mi hermano y yo somos O'Flaherty y somos de Ballyhennessey y yo tengo que cuidar de mis tierras en Irlanda. Solamente vamos a visitar a nuestra madre.
– Vuestra madre había perdido la memoria. Cuando la recuperó, y de eso hace muy poco, lo primero que pidió fue veros. No la hagáis quedar mal ante el inglés. Que no diga que los irlandeses somos bárbaros.
– Al diablo con el inglés -le ladró el muchacho.
– Ese es un sentimiento que estoy casi dispuesto a compartir, Ewan O'Flaherty, pero, de todos modos, vas a portarte bien y no dejarás en mal lugar a los irlandeses -replicó Niall, palmeando al muchacho como si se tratara de un juego-. Ahora, montad, muchachos. Si queremos llegar a casa de vuestra madre antes del anochecer, será mejor que cabalguemos sin detenernos.
Avistaron el castillo de Lynmouth justo en el momento de la puesta de sol. Estaba en una bahía entre dos cabos, frente a la isla de Lundy. La parte más antigua del castillo era una torre sajona circular sobre la que las siguientes generaciones habían construido otros edificios. El resultado era un edificio pequeño pero encantador, mezcla de arquitectura sajona, normanda, gótica y Tudor. Por debajo de la gran torre grisácea, la casa propiamente dicha era blanca con algunas paredes cubiertas por enormes enredaderas. En ese momento, el sol rojo de la tarde coloreaba las torres con techo de tejas y calentaba los campos de los alrededores. Los caballos atravesaron lentamente el viejo puente de roble que daba al patio del castillo. Un muchacho se apresuró a ayudar a desmontar a los visitantes y un sirviente los hizo pasar al interior.
– Soy lord Burke. Traje a los dos hijos de la condesa desde Irlanda.
– Por aquí, milord. Los señores os esperaban, aunque no sabían exactamente cuándo llegaríais.
El sirviente los condujo al salón del castillo. A Niall lo impresionó la habitación. Era hermosa, con ventanas a ambos lados y una vista del mar desde todas ellas. Skye estaba en su ambiente en una habitación así, de pie junto a una ventana, con un vestido simple de terciopelo morado. Sus magníficos ojos azules se abrieron de sorpresa al verlo y se posaron enseguida en los dos niños.
– He traído a tus hijos, Skye -anunció él con voz tranquila-. Buenas noches, Southwood. Espero poder disfrutar de vuestra hospitalidad por esta noche.
El conde asintió y puso su brazo sobre el hombro de su esposa.