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– Oh, amor mío -murmuró él-, estás hecha para esto. Eres perfecta. -Y su cabeza se hundió para probar la piel fresca de los senos. A pesar de las veces que había hecho eso con ella, siempre lograba extraer un gemido de ella, un gemido que la hacía inflamarse y perder el aliento. Él gimió también.

Sus manos descendieron a lo largo del cuerpo amado, rodearon un momento la cintura y luego bajaron más aún, hasta las nalgas. El cuerpo del conde subió sobre el de ella y Skye se estiró para tocar la raíz de su masculinidad y jugar con ella, frotando y acariciando la húmeda abertura del miembro.

– ¡Podrías excitar a una estatua, bruja!

– Ámame, Geoffrey -le susurró ella con urgencia, y separó las piernas para recibirlo.

Lentamente, con habilidad, dulzura y sabiduría, él entró en ella mientras miraba en esos ojos hermosos lo que ella estaba sintiendo. Se retiró un poco y los ojos de ella lloraron su desagrado. Luego se hundió con fuerza y el placer que saltó en la mirada azul se agregó a la alegría del conde. Cuando Skye le pidió el clímax y dejó caer sus párpados oscuros y suaves como plumas sobre las mejillas pálidas, él sintió que los espasmos de ella eran como olas que rompen una tras otra sobre la playa. Seguro ya de que ella estaba saciada, Geoffrey Southwood buscó su propio paraíso y se dejó ir en ese cuerpo hermoso que se movía con tanta pericia bajo el suyo, en las uñas que se clavaban en su espalda, en el grito de placer cuando su masculinidad explotó y la inundó con el dulce tributo de siempre. Sí, Skye era suya. Solamente suya.

Capítulo 21

El conde y la condesa de Lynmouth abandonaron Devon durante una breve temporada después de Año Nuevo para recibir a sus invitados en la famosa fiesta de la Duodécima Noche en Londres. Los mejores sastres y costureras de la ciudad tuvieron que trabajar horas extras para cumplir con los encargos y recibieron propinas y sobornos en la lucha de todos por lucir el mejor traje de la noche. El dinero aseguró a la condesa de Lynmouth el conocimiento previo de todos los disfraces de sus invitados. Para no ofender a ninguno con un vestido similar, tuvo que comprar las confidencias de los criados con discreción y celeridad.

Se divirtió mucho cuando vio que muchas mujeres habían copiado su idea del año anterior, en el que había aparecido disfrazada de Noche, con un vestido negro. Algunas habían invertido el papel y habría por lo menos media docena de Días y cuatro Tardes. También habría Primaveras, Veranos, Inviernos y Otoños, como siempre. La reina se disfrazaría de Sol, y ése era el secreto peor guardado de Londres. Las tres damas que habían tenido la misma idea habían sufrido ataques de histeria al descubrir que tendrían que cambiar de disfraz. La Luna y la Cosecha también eran temas populares, pero nadie, excepto Skye, había pensado en aparecer como una joya. Pensaba disfrazarse de Rubí. Y como Daisy y su madre le habían hecho el vestido en Devon, ése sí que era un secreto bien guardado. Geoffrey se vestiría de Esmeralda, con un traje verde oscuro.

La noche de la mascarada, Skye se detuvo frente a su espejo de cuerpo entero más que satisfecha con lo que veía. El vestido rojo oscuro era magnífico, pero no recargado. Llevaba una falda inferior de seda pensada para formar un diseño adornado con pequeños rubíes e hilo de oro, un dibujo que brillaba con cada cambio de luz. La falda superior era de pesado terciopelo y las mangas partidas dejaban ver la seda de la camisa a juego que repetía el diseño de los rubíes de la falda. El escote era muy bajo y el conde tuvo que comentar:

– No sé si estoy de acuerdo con tu generosidad. Le muestras a la corte tesoros que son solamente míos.

Skye se rió y replicó:

– Pero piensa en cómo van a envidiarme, milord.

Él rió.

– Qué criatura malvada eres -ironizó, y, de pronto, colocó en el cuello de su esposa un hermoso collar de rubíes-. Éste es mi regalo para ti, amor mío. -Ella perdió el aliento y él se inclinó y le colocó los pendientes que hacían juego.

– ¡Ah, Geoffrey! -La mano de ella tocó el collar con respeto-. Son extraordinarios. -Se volvió y lo besó con dulzura. El perfume de su cuerpo asaltó al conde, que sintió una punzada de deseo.

– Por el amor de Dios, amor mío, dame las gracias más tarde. En este momento estoy considerando seriamente deshacerte el vestido y el peinado para siempre.

Ella rió, contenta, y se sonrojó de placer y excitación.

– Ah, te amo, ¡te amo!

Él dominó su pasión y su deseo, y murmuró:

– Preferiría estar en casa contigo, en Devon, y no aquí, preparándome para que medio Londres coma y beba a mi costa y de paso pueda admirar los senos de mi esposa.

Skye rió, encantada, y después se sentó y dejó que Daisy terminara de arreglarle el cabello. Las damas de la corte inglesa solían preocuparse mucho por el peinado que usaban, pero Skye no estaba de acuerdo. Le había pedido a Daisy que le hiciera un moño simple sobre la nuca. El moño estaba decorado con flores de seda, y el resto del cabello, partido en el centro con dos pequeños bucles, que las mujeres llamaban «lazos de amor», a ambos lados de la cabeza.

Skye se puso en pie, satisfecha, y giró frente a su esposo.

– ¿Y bien, milord?

– No puedo decir nada que ya no sepas, cariño. -Ella sonrió. Entonces él le preguntó-: ¿Y yo, señora? ¿Os parece que no vale la pena mirarme?

Ella lo miró con ojos divertidos, como un galán miraría a una dama a la que desea, y la boca del conde se dobló de risa ante esa imitación. Ella dio una vuelta alrededor de él, mirándolo de arriba abajo y después dijo:

– Tenéis las piernas mejor formadas de la corte, milord, y ese traje color esmeralda combina muy bien con vuestros ojos. Las damas tratarán de olvidarse de que me pertenecéis, pero no pienso permitirlo.

Él hizo una elegante reverencia, como para aceptar el cumplido. Riendo, bajaron cogidos del brazo por las escaleras del gran salón de baile de la Casa de Lynmouth.

Empezaban a llegar los primeros carruajes, y Skye y Geoffrey se quedaron de pie en la escalera de la entrada principal, para saludar a sus huéspedes. El salón se llenó con rapidez. Hasta la reina llegó temprano, escoltada por lord Dudley, siempre apuesto, entre otros caballeros.

– Pensamos quedarnos hasta tarde, querida Skye -anunció Isabel-. Tú y Southwood dais la mejor fiesta del año.

– Regresamos a Londres temporalmente para no afrentar a Vuestra Majestad -dijo Geoffrey-. Skye todavía no está repuesta del todo del nacimiento de vuestro ahijado.

– Esta fiesta no os perjudicará, ¿verdad? -preguntó Isabel, preocupada.

– No, Majestad. Solamente veros ya me da fuerzas -replicó Skye.

Los ojos de la reina brillaron.

– Qué cortesana tan perfecta sois ahora, Skye. ¡La mejor de las parejas posibles para Southwood!

El conde se inclinó ante el cumplido y le ofreció su mano a Isabel cuando empezó el primer baile. Lord Dudley bailó con Skye. A ella no le gustaba el favorito de la reina, y él lo sabía perfectamente. Pero, por desgracia, el rechazo no hacía más que aumentar su excitación. Era un hombre que amaba el peligro, y la idea de seducir a esa hermosa mujer ante las narices de Isabel y del conde lo tentaba constantemente.

La opinión que Robert Dudley tenía de sí mismo era tan elevada que no entraba en su cabeza que él, el hombre más popular de la corte, pudiera sufrir un rechazo. Suponía que Skye era tímida, y que ahí radicaba el problema, a pesar de que no había nada de timidez en la personalidad de la dama. Si la hubiera conocido bien, se habría dado cuenta inmediatamente. Mientras bailaba con ella, sus ojos se deleitaban con la luminosidad de esa piel blanca y bajaban, osados, hasta el escote. ¡Qué hermosas manzanitas debía de esconder esa mujer bajo el corsé! Las miró con rapidez, claro, porque, aunque Isabel todavía le negaba la posesión total de su cuerpo, era una mujer tremendamente celosa.