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La fiesta se hizo más y más alegre. Finalmente, la reina y sus íntimos emprendieron el regreso a Londres y los demás invitados los siguieron poco después, exhaustos, excitados y borrachos. Los últimos se despidieron en la puerta y, luego, el conde y la condesa de Lynmouth unieron sus manos y corrieron escaleras arriba hasta sus habitaciones, donde los esperaban los sirvientes para ayudarlos a cambiarse.

– Tengo vuestra ropa de noche lista, milady -sonrió Daisy.

– No -dijo Skye-, mi señor y yo nos vamos a Devon. Haz que las chicas empaqueten mi vestido y mis artículos de aseo y dame el vestido de viaje, el de lana azul, y la capa de terciopelo que hace juego, la que tiene el borde y el cuello de marta.

– Pero milady -protestó Daisy-, no estamos listos para irnos.

– Tú y los demás os vais dentro de un día o dos. Milord y yo preferimos viajar rápido.

– De acuerdo, milady.

En su dormitorio, Geoffrey daba las mismas órdenes.

– El coche de viaje, el grande -le indicó a su ayuda de cámara-. Milady querrá dormitar durante el viaje. Envía un jinete a la «Posada de la Reina» a avisar que vamos a descansar allí por la tarde. Quiero las mejores habitaciones, un comedor privado y sitio para el coche y los sirvientes.

– Enseguida, milord.

Al cabo de una hora, un gran coche de viaje con el escudo de la familia Southwood grabado en la puerta, se alejaba por la calle paralela al río. Un cochero y un sirviente viajaban en el pescante, y otro sirviente, detrás, vigilando a los dos caballos que seguían al coche. Luego venían seis hombres armados. Este coche no caería en una emboscada de salteadores de caminos. Otros seis precedían al vehículo. Eran las cuatro de la mañana de un frío día de enero y brillaban pequeñas estrellas azules sobre el cielo oscuro que los cubría.

En el interior del coche, los dos ocupantes estaban sentados sobre una alfombra de cuero de zorro rojo con ladrillos calientes envueltos en franela en los pies. El brazo de Geoffrey Southwood rodeaba el cuerpo de su esposa. Su otra mano le acariciaba los senos y la boca le exploraba los labios, el cuello, las orejas.

– ¿Recuerdas lo que hacíamos hace un año en una noche como ésta?

Ella rió, contenta.

– Algo muy parecido, si la memoria no me falla. Pero no en un coche que saltaba por los caminos.

– No creo que hayamos hecho el amor en un coche hasta ahora -observó él, pensativo.

– ¡Geoffrey! -La voz de ella se había vuelto ronca por la sorpresa.

Él rió.

– Lo lamento, no puedo evitarlo, cariño, eres la fruta más tentadora que conozco, siento que quiero hundirme en ti para siempre.

Ella notó que el deseo la debilitaba. Él tenía una habilidad especial para excitarla con meras palabras. Tembló de hambre por él y se preguntó si esos sentimientos desaforados no serían incorrectos. En un estallido de ofendida virtud exclamó:

– Milord, esto no está bien.

– Claro que no, querida. Yo, una vez, hice el amor en un coche y es la cosa más incómoda y desagradable que te puedas imaginar. Esperaremos hasta llegar a la «Posada de la Reina», pero, una vez allí, te juro que no tendré piedad. -Dejó de juguetear con ella, que ya estaba excitada, y Skye tembló al pensar en la posada.

El coche seguía, su ruta, bamboleándose en las praderas del amanecer. El invierno estaba allí, en todas partes, sobre la tierra callada y castaña, sobre los campos cubiertos de hojas caídas y sembrados de charcos de agua congelada. Los árboles desnudos se veían negros contra el cielo del amanecer encendido de color lavanda y oro. Aquí y allí se elevaba la columna de humo de una chimenea lejana. En un momento dado, un perro furioso salió corriendo del patio de una granja y persiguió al coche durante un trecho, tratando de morderle las ruedas, pero pronto lo dejaron atrás. Dentro, el conde y la condesa de Lynmouth dormían plácidamente, aunque el trayecto los despertaba de vez en cuando durante un segundo.

Los caballos se cambiaban cada tantas horas, y durante ese rato, los hombres del conde descansaban y comían algo. El posadero, impresionado por el coche y el escudo, los ocupantes y lo que los rodeaba, ofreció habitaciones particulares a lord Southwood y a su esposa medio dormida. Casi inmediatamente después llegaron dos sirvientes con sopa caliente, jamón, manzanas bañadas en miel, queso, pan recién sacado del horno y mantequilla. El posadero en persona trajo dos jarras, una repleta de cerveza negra de octubre muy fría, y la otra, llena de dulce sidra.

El olor de las bandejas acabó de despertar a Skye y, bajo la mirada divertida de su esposo, devoró la comida con gusto. La sopa le quitó el frío de los huesos y devolvió el color a sus mejillas. Mordió un pedazo de pan caliente con mantequilla y lonchas de jamón, y lo disfrutó tanto que se comió otro, esta vez con un pedazo de queso.

Luego se sentó, suspirando, contenta, y Geoffrey rió entre dientes.

– A veces, me parece difícil creer que seas lo suficientemente adulta para ser mi esposa.

– Tenía hambre -dijo ella con simplicidad.

– Voy a hacer que el posadero me prepare una canasta, porque nuestra siguiente parada no tiene tantas comodidades como ésta. Es solamente un lugar donde podremos cambiar de caballos. ¿Quieres algo en especial?

– Huevos duros y peras de invierno -le contestó ella, y cuando él la miró con asombro, ella rió y dijo con pesar-: No, Geoffrey, no estoy preñada otra vez, aún. -Le rozó la mejilla con la nariz y dijo-: Te amo tanto, mi esposo querido. Quiero una casa llena de hijos tuyos.

Niall Burke hubiera dado cualquier cosa por oír esas palabras. En Mallorca, se sentía tan fuera de lugar como una gallina en una cueva de zorros. Por suerte, el doctor Hamid tenía un primo allí, también médico. Aunque España había expulsado a los moros, en las islas del Mediterráneo, que estaban a medio camino entre África y Europa, la tolerancia era mayor, porque había siglos de matrimonios mixtos y mezcla de razas en la historia de esos lugares.

Ana, feliz de ver a su señora, volvió del retiro y se encargó del cuidado de Constanza junto con Polly. Niall sabía que su esposa no se atrevería a comportarse mal en Mallorca, no como en Inglaterra. No había razón para separarla de Ana, y Niall dejó que estuvieran juntas. Se compró una casita pequeña sobre las colinas, una casa que les daba una gran intimidad y que tenía una pequeña habitación para recibir invitados.

Al ver a su hija, el conde se volvió, furioso, hacia Nialclass="underline"

– ¿Qué le habéis hecho?

Niall suspiró y se llevó a su suegro al patio.

– Su enfermedad es culpa de ella solamente, Francisco. No os lo digo para heriros, sino para que la comprendáis. No le retiréis vuestro amor. Hay muchas posibilidades de que no se recobre nunca. La he traído aquí porque puede morir y porque, a pesar de lo que me ha hecho, quisiera que fuera feliz.

– ¿Qué fue lo que os hizo?

– Constanza es una mujer que necesita el amor de más de un hombre.

Al principio, el conde no comprendió. Pero cuando el sentido de las palabras de su yerno empezó a aclararse en su mente, enrojeció y luego se puso blanco de rabia.

– ¿Qué es exactamente lo que queréis insinuar, milord? -exigió saber.

– Constanza es una puta.

– ¡Mentira!

– ¿Por qué iba a mentiros, Francisco? Ana es testigo. La envié aquí porque no podía controlar a Constanza. Ella no quiso hacerle daño, pero la ayudó. Constanza causó tal escándalo en la corte inglesa que se la desterró de Inglaterra para siempre. Pensé llevarla a mi casa, a Irlanda, pero está muy enferma y no puede tener hijos. Probablemente muera muy pronto. Hubiera podido obtener una anulación, Francisco. Pero eso os habría avergonzado, a vos y a vuestra familia. Después de todo, todavía sois el gobernador del rey Felipe en estas islas.