– No me sorprende que la corte inglesa, llena de inmorales, haya corrompido a mi pequeña. ¡Esa malnacida reina, hija de la gran ramera! Inglaterra está tan maldita como su corte.
– Como irlandés, Francisco, me gustaría poder estar de acuerdo con vos. Pero no puedo. Isabel de Inglaterra es joven, pero me parece que hay grandeza en ella. Sabrá llevar adelante al país. Y su corte es elegante, inteligente, llena de esplendor. Y no particularmente licenciosa. Ah, hay algunos que juegan duro, sí, pero si estáis pensando en juegos carnales, la peor corte de Europa es la francesa, no la inglesa.
La expresión severa del viejo pareció derrumbarse. ¿A quién podía culpar?
– ¿Entonces, qué debo pensar, Niall? ¿Que es culpa mía? ¿Cuál ha sido mi error como padre?
– Vos no habéis fallado como padre, Francisco. Os llevará tiempo, como a mí, entender que el defecto no es vuestro. Está en Constanza, dentro de su cuerpo, y la devora, como un gusano el interior de una fruta. El ojo cree que la fruta es hermosa, la piel firme, el color exquisito. Pero por dentro, todo es podredumbre. Probablemente ni Constanza misma tiene la culpa.
De pronto, el conde se echó a llorar.
– Ah, Santa Madre, mi pobre hija. ¡Mi pobre hija!
– Francisco, Constanza se muere y no tenéis otros hijos. ¿No habéis pensado en volver a casaros? No entiendo por qué no lo habéis hecho. Ahora, si deseáis que vuestra familia sobreviva, tendréis que hacerlo. No sois viejo. Podéis tener hijos.
Una mirada sorprendida asaltó los ojos de Niall.
– Es extraño que lo mencionéis -dijo-. Cuando la madre de Constanza murió, los casamenteros me dejaron solo. Sospecho que era para darme tiempo para llorar. Pero, después, me retiré por completo de la vida social y solamente aparecía cuando lo exigía mi cargo. Después de que os llevaseis a Constanza, me sentí solo y empecé a acudir a las reuniones y fiestas otra vez. He recibido una oferta de matrimonio con la nieta huérfana de un amigo que vive en la isla. Dudo, porque la niña tiene apenas catorce años.
– ¿Y os parece que seríais feliz con ella, Francisco? ¿Es buena pareja para vos?
– Sí, supongo que sería feliz con Luisa. Es bella y piadosa, y ha dado muestras de afecto hacia mi persona.
– ¡Entonces, por el amor de Dios, hombre, casaos y conseguíos algunos herederos!
A Constanza Burke le llevó dos años morir, y durante ese tiempo su madrastra dio dos varones al conde y quedó embarazada de un tercer hijo. Las dos mujeres no se tenían especial afecto. Luisa, porque sus hijos tendrían que compartir las cosas con Constanza algún día y porque se negaba a creer que lady Burke estuviera muriéndose realmente. Constanza, por su parte, veía en Luisa la materialización de todos los reproches que se le hacían, sobre todo cuando nació su primer hermanito, apenas diez meses después de la boda. El segundo nació once meses después del primero, y cuando tenía tres meses, Luisa anunció que estaba embarazada otra vez.
– Su fertilidad es un reproche constante para mí -se quejaba Constanza ante Niall-. Le encanta ser la perfecta esposa española, para demostrarle a toda la isla que yo no lo soy. Es lo que ni mi madre ni yo hemos podido ser, madre de varones. ¡Dios, la odio, la odio!
Aunque Luisa era una esposa perfecta para el conde, era demasiado presumida e irritable para ser una verdadera dama. No era tan bella como su hijastra, pero no era fea, con una piel color gardenia que resguardaba del sol, el sedoso cabello de color negruzco y que llevaba recogido sobre la nuca y ojos castaños que hubieran sido hermosos si hubiera habido alguna emoción en ellos.
Niall hizo lo que pudo para proteger a su esposa de Luisa. Nunca supo a ciencia cierta si la esposa de su suegro era deliberadamente cruel o simplemente descuidada. Las cosas llegaron al colmo una tarde en la que Luisa dijo algo (Niall nunca supo qué fue exactamente) y Constanza salió tambaleándose y gritando de su cama.
– ¡Fuera de mi casa, vaca fértil! -gritaba, y después de eso, se derrumbó en el suelo. Ana corrió a socorrerla, mientras Polly sacaba a la joven condesa de la habitación.
– No me pongas las manos encima, muchacha -ladró furiosamente Luisa, y trató de liberarse de los brazos de Polly.
– Fuera, señora, o voy a maldecir al hijo que esperáis. -Polly la miró con furia e hizo una mueca iracunda para dar consistencia a su amenaza.
Luisa hizo la señal de la cruz y, liberándose, huyó aterrorizada hacia su carruaje.
Constanza estuvo inconsciente varias horas. El doctor Memhet sacudió la cabeza cuando la vio.
– No pasará de esta noche, milord. Vuestra vigilia está por terminar. -Llamaron al cura para que diera la extremaunción a la moribunda. Era un cura joven y la confesión de Constanza lo dejó pálido e impresionado. Nunca había oído el relato de tanta perversión de labios de una mujer. Se dejó caer de rodillas junto a la cama y rezó. Esperaba que sus plegarias sirvieran de algo.
Luego llegó el conde, que, con su buen criterio, había dejado a su esposa en su casa, y todos se sentaron a esperar que la muerte reclamara a su víctima. Ana lloraba suavemente mientras retorcía las cuentas de su rosario. Polly limpiaba la frente de Constanza. Niall estaba sentado junto a ella, preguntándose si, tal vez, las cosas habrían sido distintas en Irlanda, si Constanza nunca se hubiera quedado a vivir en Londres con él.
El reloj latía sobre la chimenea y los largos minutos de espera seguían sucediéndose. La campanita marcaba las horas con una canción alegre que contrastaba de una forma horrenda con la vigilia de todos los que se habían reunido en torno al lecho de la moribunda. Luego, en la hora más solitaria y negra de la noche, entre las tres y las cuatro, Constanza abrió los ojos color violeta y miró a su alrededor. Su mirada se posó con inmenso cariño sobre las tres personas a quienes más quería en el mundo: su esposo, su padre y su Ana. Los tres se le acercaron inmediatamente.
Con mucho esfuerzo, Constanza estiró una mano para tocar la mejilla húmeda de su dueña. Los hombros abatidos de Ana se sacudieron, pero se tragó el sollozo que le estallaba en la garganta. Después, Constanza miró al conde y le sonrió con dulzura. Francisco Ciudadela se sintió de pronto viejo y solo. Con Constanza perdía el último lazo de unión con quien había sido el amor de su vida, su primera esposa. Sentía que una parte de él moría con aquella niña frágil.
Finalmente, Constanza volvió la cabeza hacia Niall.
– Lamento tanto lo que pasó, Niall -dijo-. Recuerda que te he amado de verdad.
– Lo sé, Constanza -respondió él con voz calmada y dulce-. Era una enfermedad, no tuviste la culpa.
Ella pareció sentirse aliviada al oír esas palabras, como si él le hubiera quitado un peso de encima.
– ¿Entonces, me perdonas?
– Sí, Constanza. -Niall se inclinó y le besó la boca.
Ella suspiró profundamente y murió. Durante un momento, él la miró y recordó a aquella niña adorable y hermosa de cuerpo dorado y exquisito, el cabello rubio, la niña que le había ofrecido su inocencia en un campo lleno de flores. ¿Qué había salido mal? Le besó los párpados y, luego, se volvió y abandonó la habitación.
A sus espaldas, oyó llorar a Ana, libre al fin de dar rienda suelta a su dolor. Niall se detuvo en la habitación contigua durante un momento, como si no supiera qué hacer. Entonces, tomó una decisión.
– Voy a cederos las propiedades de Constanza en Mallorca, Francisco, todas menos una casita y un viñedo que creo que deben ser para Ana. Haremos que lo arreglen los abogados. También quiero que Ana tenga una pensión de doce piezas de oro anuales. Polly desea volver a Inglaterra y yo quiero que tenga una dote de diez piezas de oro, un pasaje y ese collarcito de perlas que, a veces, usaba Constanza. Yo me quedaré con la casa de Londres. Pero el resto es vuestro.