– ¿Dónde?
– El piso que queda sobre la habitación de los niños, milady.
El primer impulso de Skye fue denostar a Geoffrey. ¿Cómo se atrevía a ocultarle la enfermedad de John? ¿Por qué no la había despertado? Después se dio cuenta de que él había tratado de ganar unas horas para que ella pudiera emprender su tarea con más fuerza. Corrió por los pasillos del castillo y luego por las escaleras, hacia el ala que quedaba sobre el piso destinado a los niños, y entró como una tromba en la habitación indicada.
– ¡No! -gritó.
Geoffrey estaba sentado en una silla, rígido, y las lágrimas le corrían por el rostro. El cuerpo inánime del pequeño descansaba sin un movimiento sobre sus rodillas. Él levantó la vista y sus ojos estaban tan llenos de dolor que ella no supo si lo que sentía era por el niño que había perdido o por el dolor del conde.
– He hecho lo mismo que hiciste tú -lloró él-. No podía respirar, Skye. No podía respirar, y yo no he sabido ayudarlo. ¡Skye! Esos ojitos azules, tan iguales a los tuyos, rogándome que lo ayudara. Y no he podido, no he podido hacer nada.
Ella cayó de rodillas junto al cuerpo del menor de sus hijos. Se parecía tanto a ella: la piel clara, los ojos color zafiro, el cabello negro. Había sido el favorito de Geoffrey; no Robin, su heredero, sino Johnny, el menor, el favorito de todos, ese niño que era mucho más irlandés que inglés, en realidad. Skye oyó un ruido en la puerta y se volvió. Vio a Daisy con un puño hundido en la boca, la cara devastada. Ella también quería a John. Skye se puso en pie y levantó el cuerpecito inánime de las rodillas de Geoffrey. Se sentía muy vieja, de pronto.
– Ocúpate de él -le dijo a Daisy-. Tengo que consolar a mi señor.
Daisy huyó de la habitación con el niño apretado contra el pecho. Ahora se la oía sollozar con fuerza. Skye puso un brazo sobre los hombros de su esposo.
– Vamos, mi señor. Vamos -le dijo. Él se levantó y caminó, tropezando, junto a ella, hasta sus habitaciones-. ¡Vino caliente! -ordenó Skye al sirviente de su esposo, y cuando se lo trajeron, agregó algunas hierbas a la humeante copa y lo ayudó a bebérselo. Luego ella y el sirviente lo desvistieron y le colocaron una camisa de noche de seda. Skye notó que Geoffrey estaba muy caliente, más de lo normal. Lo metió en la cama y le preguntó:
– ¿Te sientes bien, amor mío?
– Cansado, muy cansado -murmuró él. Y luego-: Hace calor -dijo, y arrojó la colcha lejos de su cuerpo.
Skye le puso la mano sobre la frente. Estaba ardiendo. La fiebre subía con rapidez.
– Un balde de agua fría y paños limpios -ordenó. El conde tosió, un sonido agudo, como el ladrido de un perro. El miedo tocó el corazón de Skye-. ¡No! -murmuró-. ¡Santa Madre, no, no, por favor!
Will, el sirviente, volvió con agua del más profundo de los pozos. Estaba tan fría que quemaba las manos de Skye cuando hundía los paños en ella. El conde hizo una mueca de disgusto cuando el paño le tocó la piel.
– Tengo que bajarte la fiebre, amor mío -se disculpó ella, pero él no la oyó, porque estaba perdido en su delirio.
En las horas que siguieron, lo mantuvieron envuelto en mantas mientras le enfriaban la frente. Tuvieron que cambiar las sábanas y la camisa del conde tres veces y quemar las que ya se habían usado para que la enfermedad no se propagara.
Luego, de pronto, apareció Daisy.
– Os he traído una bandeja. Está en la otra habitación.
Skye levantó la cara, los ojos vacíos, miró a su dama de compañía y le dijo:
– No podría comer nada.
– Milady, no le haréis ningún bien al señor si os enfermáis también. Los niños también os necesitan, porque están muy asustados con la muerte del pequeño. Ahora el conde está enfermo, y eso los atemorizará a todos.
«¡Yo también tengo miedo», quería gritar Skye. Pero asintió con cansancio, agradecida de la insistencia de Daisy, y se dirigió a la otra habitación. En la bandeja había una fuente de plata con pequeños mariscos hervidos en mantequilla y sazonados con hierbas, jamón, un bol de lechuga y berros nuevos, un budín, un pastel helado y una jarra de vino. Skye comió mecánicamente, sin paladear lo que ingería, masticando y tragando hasta que terminó con todo. Luego, se levantó con rapidez y volvió a la habitación de su esposo. La fiebre del conde había desaparecido. Temblaba con violencia y Daisy estaba apilando más mantas sobre su cuerpo.
– Ladrillos calientes -ordenó Skye, y Will corrió para cumplir la orden.
Geoffrey empezó a toser violentamente y a jadear como si le faltara el aire. Skye le abrió la boca y miró. La garganta del conde estaba cubierta de manchas sucias y se estaba formando una membrana grisácea que le impedía respirar bien.
– Abridle las mandíbulas -dijo Daisy. Con un movimiento rápido, metió los dedos y arrancó la membrana. La arrojó al fuego con el mismo gesto. El conde empezó a respirar mejor-. Si logramos impedir que esa cosa le corte el aire, lo salvaremos, señora. Si se pone más dura, morirá -dijo la muchacha con franqueza.
– ¡No! -Skye sacudió la cabeza con amargura-. ¡No voy a perderlo!
Las dos siguieron adelante con el proceso de cambiar los paños con aceite de alcanfor. Daisy sacó varias veces la horrible membrana mucosa de la garganta de su amo y las horas se sucedieron hasta que la noche llegó de nuevo. La fiebre desapareció, subió de nuevo y volvió a bajar. El conde tenía cada vez más dificultades para respirar, porque las membranas se formaban con más frecuencia y eran cada vez más difíciles de extraer. Geoffrey tenía la cara color cera y el pecho temblequeante por el esfuerzo. Skye sentía que el pánico empezaba a dominarla. No parecía que estuvieran venciendo a la enfermedad, apenas retrasándola un poco.
De pronto, Geoffrey abrió los ojos color verde lima.
– ¡Skye! -Tenía la voz muy ronca y tosía con ese ladrido horrendo.
– Aquí estoy, amor mío. -Ella se inclinó hacia él.
Los maravillosos ojos verdes la miraron con cariño infinito, como si quisiera recordarla para siempre.
– Cuida bien a los niños, Skye.
– Geoffrey, amor mío, no digas esas cosas. -La voz de ella bordeaba la histeria.
Él sonrió con dulzura y estiró la mano para rozarle la mejilla con los elegantes dedos, como si le diera su bendición.
– Qué alegría enorme has sido para mí, amor mío -murmuró y después suspiró una vez y murió.
La habitación quedó en silencio. Ni Daisy ni el sirviente se atrevían a moverse.
– ¡Geoffrey! Por favor, no me asustes así -rogó Skye-. Vas a ponerte bien, amor mío. Y nos iremos a Irlanda este verano, como habíamos planeado; iremos a ver a mi familia para que Ewan pueda prometer fidelidad al MacWilliam. -Skye siguió hablando de asuntos familiares, de los planes que habían hecho, del futuro.
Finalmente, Daisy le puso un brazo alrededor de la cintura.
– Está muerto, milady. -Empezó a sollozar-. El conde ha muerto y debéis enfrentaros a eso. Los niños tienen que saberlo, y hay que pensar en los funerales de Johnny y de su padre.
Para alivio de Daisy, Skye rompió a llorar desesperadamente y se arrojó sobre el cuerpo de su esposo muerto.
– ¡No puedes morir! -gimió-. ¡No! ¡No! ¡No! ¡No puedes morir!
Sus gritos se oían en todo Lynmouth y pronto otros empezaron a gritar también. Daisy y Will la sacaron de la habitación, pero ella luchó contra ellos como una loca. Finalmente entre los dos lograron llevarla a la cama. Allí, la condesa se dejó caer floja, inerme, lloriqueante.
– Trae a la niños -murmuró Daisy al sirviente, y cuando los tuvo allí, sacudió brutalmente a la señora-. ¡Milady! ¡Los niños os necesitan! ¡Os necesitan, milady! Ahora.
Skye levantó la cara hinchada, destrozada por las lágrimas, y miró el asustado grupo de niños, de pie, unos junto a otros, en la puerta del dormitorio. Las tres hijas de Geoffrey -Susan, de nueve años, con los mismos ojos verdes de su padre, y las dos mellizas, Gwyn y Joan, de ocho-, las tres huérfanas ahora. Los tres hijos de ella -Ewan, de diez; Murrough, de nueve, y Willow, de seis y medio-, todos con los ojos confundidos y asustados, tratando de esconder su miedo. Y Robin, de tres, el hijo de ambos, el que ahora era conde de Lynmouth. «¡Id y dejadme sola con mi dolor!», hubiera querido gritarles. Pero entonces, oyó otra vez la voz de Geoffrey: «Cuida bien a los niños, Skye.»