Cuando faltaban cinco minutos para la hora indicada, Skye se envolvió en una capa de terciopelo oscuro y abandonó sus habitaciones. El castillo estaba en silencio: todos, excepto la guardia, dormían. Lord Dudley había sido alojado en el ala oriental del edificio, lejos de las habitaciones de Skye, que estaban en el ala sudoeste. Skye caminó con rapidez, rezando por no encontrarse con nadie. No quería que hubiera testigos de su vergüenza. Se detuvo un momento frente a la puerta del dormitorio de lord Dudley, respiró hondo y, antes de que pudiera pensar en huir definitivamente, la abrió de golpe.
Él se volvió, de pie, junto a la chimenea, y le sonrió con todos los dientes. Fuera, en los grandes muros del castillo, la guardia anunciaba la hora.
– ¡Qué puntual eres, querida mía! ¿Puedo atribuirlo a tus deseos de estar conmigo? -Dudley rió entre dientes. Caminó hasta ella, le sacó la capa y la dejó caer al suelo-. ¡Por Dios, señora! -dijo con voz suave-, sabéis elegir vuestros vestidos. -La atrajo hacía sí y la besó con fuerza. Ella se defendió instintivamente-. No, señora. ¡No quiero nada de eso! Si queréis ser la viuda desconsolada, sedlo en público, pero no me digáis que no deseáis un hombre entre vuestras piernas. Geoffrey Southwood sabía hacer el amor, y no habéis tenido nada de eso en varios meses. A menos, claro, que haya algún muchachito disponible en vuestros establos -agregó, con un tono profundamente despectivo y burlón.
– Sois un bastardo, Dudley -le escupió ella.
– Ah, ¿nada de caballerizos, eh? -ironizó él-. Entonces, os entregaréis con ganas, mi dulce Skye. -La llevó hasta un espejo de pared, la puso frente a él y se colocó detrás de ella. Después le deslizó el vestido por los hombros. Sus dedos le acariciaron la piel suave y, luego, le hundió los labios ardientes en el cuerpo desnudo-. Southwood siempre hablaba con orgullo de vuestra piel -murmuró, intoxicado por esa suavidad.
Skye sintió que la piel se le erizaba, y la referencia a Geoffrey casi la hizo desmayarse.
– Por favor, milord -rogó ella en voz baja para que él no percibiera el temblor en su voz-, si tenéis algún respeto por mí, no mencionéis a Geoffrey delante mío.
Lord Dudley la miró con curiosidad. Se encogió de hombros y le bajó un poco más del vestido, para verle los senos. Su brazo izquierdo la apretó contra él, mientras con la mano derecha acariciaba uno de los senos.
– Exquisito -dijo con tono de experto-. Pequeños, caben en una mano; más sería un desperdicio.
Skye cerró los ojos para no llorar, mientras él seguía bajándole el vestido y su mano seguía a la tela hacia abajo sobre el vientre de su víctima. Después, el vestido cayó al suelo y ella quedó desnuda. Dudley había empezado a respirar más rápido y jadeaba. La empujó para que se apoyara en su brazo y le acarició las nalgas con la otra. Pero cuando quiso insertar el dedo allí, ella se resistió y gritó:
– ¡No!
Dudley rió entre dientes y se desvistió.
– Ya lo haremos, mi dulce Skye, todo a su tiempo; pero primero, lo primero. -Ahora él también estaba desnudo y ella miró con miedo el sexo erecto de ese hombre. Él no dejó de notarlo. No lo tenía muy grueso, pero sí largo; era el más largo que ella hubiera visto jamás.
– Quiero que te sientes en el borde de la cama -le ordenó él y cuando ella hubo obedecido, continuó-: Ahora recuéstate. Sí, así. -Le pasó las manos por las nalgas y le separó las piernas.
Ella comprendió lo que él quería hacer, pero eso no alivió su miedo y su horror cuando él se arrodilló frente a ella y metió la cabeza entre sus piernas. Luego empezó a besarle el sexo. Ella se estremeció de horror y él lo interpretó como pasión. Para su angustia, Skye recordaba la primera vez que Geoffrey le había hecho el amor y la había cubierto de besos dulces, livianos, apasionados. Pero Dudley se hundía en la piel rosada y suculenta como devorando un manjar, y la lengua la tocaba y la rozaba para provocarla. Skye se mordió los labios hasta que le sangraron. Él la estaba excitando y no podía dejar de responder de algún modo.
El flujo que manaba del cuerpo de ella era un indicio para él. Con un gruñido de satisfacción, se puso en pie, la levantó un poco y la llevó al borde de la cama. Se inclinó y la aprisionó entre sus brazos. Luego, le murmuró al oído:
– Ahora estoy dentro de ti, mi dulce Skye. ¡Y tú estás lista para recibirme! Tu pequeño horno de miel arde con el flujo feroz de la pasión que pretendes negarme, pero lo cierto es que no puedes negármela, no, no. -Se movió dentro de ella con ferocidad, y ella gimió de placer y se odió por hacerlo.
El triunfo se marcó en el rostro que la miraba desde arriba.
– Quiero entrar más, amor mío. Envuélveme con tus piernas -le ordenó él. Ella obedeció, porque no se atrevía a llevarle la contraria. Con un gruñido de placer puro, él entró tan a fondo que ella habría jurado que le tocaba el útero. Para su sorpresa, lord Dudley parecía más interesado en la respuesta de ella que en su propio placer. Y aunque ella lo odiara, su cuerpo cedía cada vez más a sus deseos.
Con una risita satisfecha, Robert Dudley se apartó de pronto.
– He aprendido a controlar mi cuerpo, Skye. No estoy listo todavía para ceder a la pasión. ¡No, si apenas hemos empezado, encanto! Eres demasiado deliciosa para devorarte de un solo bocado. Ahora quiero jugar un rato. -La miró con lujuria-. ¡Qué niñita guapetona tiene papá! ¿Es una nena buena? -La miró como interrogándola y cuando ella le devolvió la mirada, sin comprender, dijo-: Debes seguir el juego, Skye. ¿Nunca jugabas con Southwood?
Skye meneó la cabeza y él volvió a reírse. Se sentó y la colocó sobre sus rodillas.
– Es muy divertido, cariñito. Vamos, dile a papá si eres buena.
– Yo…, sí.
– Vamos, Skye, no seas tímida. ¿Eres la nenita buena de papá?
– Sí…, papá.
– Ajá. -Él se lanzó sobre ella y sonrió con todos los dientes, como al principio-. Ahí detecto una pequeña mentira, amor mío. Nadie puede ser bueno siempre, ¿no es cierto?
– No, papá.
– Entonces, me has mentido, mi niñita maleducada.
– Sí, papá. -¡Dios, ese hombre era un estúpido!
– Entonces, tendré que castigarte, nenita mala.
– ¡Dudley, no seáis ridículo!
– Ah, ¿vas a desafiar a tu papá? ¡Ahora sí que tendré que castigarte!
Y la puso boca abajo sobre sus rodillas, levantó la mano y la azotó como a una niña. Ella chilló y trató de liberarse, pero él, riéndose, feliz ante la reacción, le pegó con más fuerza hasta que a Skye empezaron a arderle las nalgas. Solamente le habían hecho algo parecido en su vida. Cuando su padre la había mandado a casa a aprender a ser una dama y no un marinero. Ella había estado molestando durante toda la semana a su hermana Peigi que, harta, le había propinado unos buenos azotes. Skye se había vengado, llenándole la cama de pequeños cangrejos vivos. Y desde entonces, nadie lo había intentado de nuevo.
– ¡Por Dios! ¡Por Dios! -lo oyó jadear, mientras trataba de escapar de sus garras-, este culito tuyo pide que lo castiguen. ¡Cómo enrojece por mí, amor mío! -gimió Dudley, y la levantó y la puso boca abajo sobre la cama.
– ¡No! ¡No, Dudley, maldita sea! -sollozó ella, sabiendo perfectamente bien lo que él pretendía hacer.
Pero él ya se había subido sobre su cuerpo y la mantenía quieta, agarrándola del cuello, mientras entraba en ella por detrás.