– ¡Bastardo! ¡Os gustan los muchachos! -le ladró ella, pero él solamente se rió.
– Tu rosita está cerrada ahora, pero con el tiempo podrá recibirme igual que tu flor del otro lado, amor mío.
Durante unos momentos, él abusó de ella de esa forma, y los recuerdos terribles de su primer marido volvieron a la memoria de Skye. Después, se apartó y la hizo volverse para entrar en ella como corresponde en una relación de entre hombre y mujer.
Esta vez, estaba decidido a terminar. Después de haberla satisfecho una vez, se dejó ir. Skye no creía posible odiar de la forma en que odiaba. Y aún después de terminar, él no la dejó en paz. La abrazó y le acarició los pequeños y perfectos senos y la curva de las caderas y las nalgas.
– Demonios, hermosa, estás hecha para el amor. Esta piel tuya podría excitar a un eunuco, te lo aseguro. Pero la verdad es que preferiría un poco más de fuego de tu parte.
– Ah, no milord. Podéis forzarme a entrar en vuestro lecho con amenazas contra mis hijos y podéis ordenarme que me preste a vuestras perversiones, pero nunca forzaréis mis emociones. ¿Es que no os basta con poseer mi cuerpo? -Skye no pudo disimular el tono de triunfo en su voz, y esperaba que Dudley también lo notara y se sintiera molesto.
Lord Dudley era demasiado sofisticado y sibilino para caer en ese tipo de trampa. La inaccesibilidad de Skye lo había intrigado, y su desprecio seguía intrigándolo. Sabía que podía forzarla a entregarse a él, pero quería oír el grito de rendición resonando en sus oídos llenos de orgullo. En ese momento, sin embargo, lo único que oía era un desafío. La volvió a poner bajo su cuerpo, excitado por el tono de voz y la valentía de esa mujer.
– ¡Hijo de puta! -le siseó ella.
– ¡Perra! -La boca de Dudley buscó la de Skye, mientras ella lo arañaba y le mordía los labios-. ¡Ayyy! -Dudley se alejó de ella, pero rió cuando vio el rostro de Skye, preparado para la batalla-. Bárbara irlandesa -le murmuró al oído-. Pienso domaros, sí, os domaré, ya veréis.
– Vais a cansaros de intentarlo, milord.
– Pero Skye, me dais esperanzas -replicó él, malinterpretando sus palabras adrede, mientras metía la rodilla entre esos muslos suaves y los separaba otra vez. Ahora Skye trató de arrancarle los ojos, pero Robert Dudley le agarró las manos y las pasó por encima de su cabeza para inmovilizarla. La asaltó una vez más. Después, satisfecho por el momento, volvió y se durmió con una pierna sobre el cuerpo de ella, aprisionándola.
Skye se quedó quieta, rígida de furia. Era obvio que él no pensaba dejarla en paz. La frialdad parecía excitarlo, pero ella sabía que si fingía pasión, él sentiría lo mismo. Dios, si por lo menos la reina contestara afirmativamente a su sugerencia.
El conde de Leicester se quedó dos días y tres noches en Lynmouth, y él y su anfitriona solamente estuvieron de acuerdo en una cosa durante ese tiempo, algo relacionado con el pequeño lord Southwood.
– Es hijo de Geoffrey y no hay duda de eso -decía Dudley, con admiración-. Por Dios, si fuera mío, reventaría de orgullo. Habéis criado un hermoso varón, señora. ¿Y vuestros hijos irlandeses, son así también? Todavía no he podido saludarlos.
– Están en Irlanda -dijo ella.
– Me dijeron que vivían con vos.
– Sólo parte del tiempo -dijo ella con voz dulce-. Ewan, después de todo, es el O'Flaherty de Ballyhennessey. Él y su hermano deben estar en las propiedades parte del año. Se llevaron a sus prometidas como compañía y están bajo la custodia de mi tío, el obispo de Connaught, y de mi madrastra, lady Anne O'Malley.
– ¿Sus prometidas?
– Gwyneth y Joan Southwood. Geoffrey y yo los comprometimos hace un año. Se adoran. ¿No es una suerte? -La hermosa cara de Skye irradiaba inocencia.
– Southwood tiene otra hija. ¿Dónde está? -La voz de Robert Dudley sonaba cuidadosamente controlada.
– ¿Susan? Susan está con lord y lady Trevenyan, en Cornwall. Hace años que está comprometida con el heredero de la familia Trevenyan. Creo que lady Trevenyan y la madre de Susan eran primas.
– ¿Así que aquí quedan sólo vuestros dos hijos? Sois inteligente, mi querida Skye. Mucho más de lo que había creído. Pero tengo la carta del triunfo con Robin, ¿verdad? -Dudley sonrió-. Tengo que volver a la corte hoy, porque Bess no tiene que sospechar nada, pero regresaré apenas pueda. Y cuando lo haga, espero disfrutar de más horas de placer en vuestro lecho.
Ella lo miró con furia y él rió mientras levantaba la mano de la dama y le besaba la punta de los dedos. Luego se marchó, no sin volver a besarle la mano. Sonriendo para disimular ante sus sirvientes, Skye le dijo en voz baja:
– Vos, milord, sois un cerdo.
Dudley rió y se fue como había llegado: cantando.
Libre por fin, Skye huyó de su castillo y se puso a caminar por el borde del gran acantilado junto al mar. El soleado día y la agradable brisa ayudaron en algo a aliviar su tristeza, pero se sentía sucia. Dom O'Flaherty había sido como Dudley, aunque sin su refinamiento. Pero Dom había muerto hacía muchos años, y con el amor el calor y la ternura de hombres como Khalid y Geoffrey, ella casi había olvidado que había hombres que sentían satisfacción sexual solamente causando dolor y vergüenza a otros seres.
Al día siguiente, Skye recibió una sorpresa. Robert Small había regresado de su largo viaje. Se había detenido en Wren Court el tiempo suficiente para saludar a Cecily y asegurarle que estaba bien y luego había venido directamente a Lynmouth. Desde su lugar favorito, arriba, en las almenas, Skye reconoció su forma querida y familiar sobre el potro bayo. Recogió sus faldas y corrió escaleras abajo hasta el patio que daba al puente levadizo.
– ¡Robbie! ¡Oh, Robbie! ¡Estás bien! ¡Y por fin en casa! -Skye reía de dicha, sollozaba de alivio. Estaba contenta de volver a tener consigo a su protector. Todo iría bien si Robbie estaba en casa con ella.
El potro se detuvo y el hombrecito desmontó para abrazarla. Se quedaron así, uno en brazos del otro, ante todo el castillo, y luego Robert Small le dio un sonoro beso en cada mejilla.
– No puedo creerlo. ¿Cómo haces para estar cada día más hermosa, mi muchachita?
– Ah, Robbie, tu lengua es tan suave que a veces me pregunto si no serás irlandés.
Él rió entre dientes y la cogió del brazo.
– En este momento tengo una sed irlandesa. ¿Me invitarás a tu casa y me darás un poco de vino para sacarme el polvo de Devon de la garganta?
Ella rió. Era un sonido claro y alegre, un sonido que no había existido en el castillo desde la muerte de Geoffrey y el bebé. Llevó a Robbie hasta el salón principal, lo invitó a sentarse y le trajo el vino ella misma. Él tomó un trago largo y después dijo:
– He sabido lo de Geoffrey y el niño.
– ¿Quién te lo ha dicho? ¿De Grenville?
– Sí. Lo vi en Bideford. Maldita sea, Skye, decir «lo lamento» no me parece…
– No digas nada, Robbie. Somos amigos. Sé lo que sientes.
– ¿La reina confirmó a tu hijo como heredero?
Skye miró a su amigo con ojos duros.
– Sí, pero desoyó el testamento de Geoffrey y nombró a Robert Dudley custodio del niño.
El capitán frunció el ceño y empezó a entender cuál era el problema; podía olerlo en el aire.
– Por el tono en que lo dices, Skye, creo que llego a casa justo a tiempo. ¿Tengo que rescatar a la viuda de nuevo?
– Creo que esta vez debo rescatarme sola, Robbie. -Se puso de pie y empezó a pasearse, mientras se lo explicaba todo-. Geoffrey y yo dejamos la corte cuando nació Robin y nos retiramos a Devon. Mi tío nos envió a mis hijos irlandeses y fuimos una familia feliz: mis hijos, sus hijas y dos hijos de ambos. Después murió Johnny y Geoffrey. La reina reconoció a Robin como legítimo heredero de Geoffrey inmediatamente, pero también envió al conde de Leicester como custodio. Y para desgracia mía, Robert Dudley me desea.