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– Al diablo con ese cerdo asqueroso -dijo Robbie-. ¿No le basta con Bess?

– La reina no le ha cedido su persona, Robbie, de eso estoy segura. Lo desea, pero no se atreve a comprometerse. Y al mismo tiempo, lo mima y lo malcría. No quiere oír ni una palabra en su contra. ¿Cómo atreverme a decirle que me forzó y que lo seguirá haciendo mientras pueda usar a mi hijo para chantajearme?

– ¡Bastardo! -dijo Robert Small, con la cara convertida en una mueca feroz-. ¿Quieres decir que ya…?

– Sí, Robbie. Ya. -Y Skye agregó con amargura-. Pero tal vez pueda ser más inteligente que él. Geoffrey y yo habíamos hablado de comprometer a Robin con la hijita de Grenville, Alison. Si la reina me da permiso, le pediré que De Grenville sea tutor y guardián de Robin. Le escribí para pedírselo, pero pasarán semanas hasta que me conteste.

– Entonces, ve a Londres y pídeselo en una audiencia privada.

– ¿Qué?

– Ve a Londres, muchacha. Iré contigo. De todos modos, tengo que ir a informar de mi éxito a la reina. La que hizo el viaje es nuestra compañía mercante, y sería lógico que los dos informáramos a Su Majestad, ¿no te parece?

– ¿Éxito? ¡Entonces hemos tenido éxito! ¿Hasta qué punto? ¡Por Dios, Robbie, tendría que haber pensado en preguntarte eso antes que ninguna otra cosa!

Él rió.

– No, Skye, tenías problemas más importantes en la cabeza. Pero ahora, yo los solucionaré, ya verás. No hemos perdido ni un solo barco, Skye. Ni uno. ¿Sabes lo que eso significa? Perdimos cinco hombres, eso sí, en una tormenta horrible en el océano Índico. Pero fuera de eso, fue como navegar en una charca. Nunca había tenido un clima tan benigno en un viaje así. Las bodegas de los barcos están saturadas de especias. Tengo una fortuna en joyas exquisitas. Y además, querida mía, cuando nos detuvimos a cargar agua en un pequeño puerto africano obtuve una buena partida de marfil. Si no fueras ya rica, Skye, lo serías ahora. Y las arcas de la reina tendrán mucho que agradecerte.

Los ojos azules de Skye brillaron de alegría.

– ¿Podrás estar listo para salir hacia Londres mañana?

– Sí, muchacha, claro. Dame una buena cena caliente y una buena noche de descanso ininterrumpido, y estaré listo.

De pronto, se abrió la puerta de golpe y Willow entró corriendo, seguida por un pequeño niño rubio.

– ¡Tío Robbie! ¡Tío Robbie! -La niña se arrojó en sus brazos. El capitán la recibió con una intensa sonrisa.

– ¡Willow, muchacha! ¿Eres tú realmente? Pero si estás casi hecha una mujer. -Robert Small besó a la niña en ambas mejillas y la dejó en el suelo.

Willow se sonrojó de placer y después se alisó el vestido.

– Tengo siete años -dijo, haciéndose la importante.

– ¿En serio? Qué orgulloso estaría tu padre de ti. Te pareces a él. -Puso cara de estar muy impresionado, que era lo que la niña quería de él-. Ahora, dime, ¿quién es este hermoso muchachito?

Willow empujó al chico y dijo con seriedad:

– Te presento a mi hermano Robin. Es el conde de Lynmouth.

Robert Small hizo una elegante reverencia.

– Milord, me honra conoceros. Conocía a vuestro padre, que Dios se apiade de su alma, y lo respeté mucho.

El muchacho lo escudriñó con timidez y el capitán se quedó mirándolo con ojos de profundo asombro. El chico tenía el rostro de Geoffrey Southwood. E intuir al conde mirándolo con esos pequeños ojos resultaba desconcertante.

– ¿Puedo llamaros tío Robbie también? -preguntó el niño con timidez.

– Claro que sí, muchacho -Robert Small levantó al muchachito hasta la altura de sus hombros-. Willow, tú y Robin venid conmigo y os mostraré los regalos que os he traído en las alforjas.

Skye rió, contenta de ver a sus hijos alegres de nuevo. Todo había sido solemne en Lynmouth desde hacía ya demasiado tiempo. Dejó el gran salón y bajó a los jardines que florecían junto al acantilado. Al final del jardín, atravesó los portones que daban paso al cementerio de la familia Southwood y fue hasta la tumba de Geoffrey. Había cortado una sola rosa blanca en el camino y ahora la dejó sobre la tumba.

– Ya ha vuelto Robbie, Geoffrey -dijo-; y el viaje ha sido todo un éxito. Voy a poner tu porcentaje en los cofres de Robin, amor mío, y después iré yo misma a Londres a hablar con la reina. Tengo que librarme de Dudley. No sólo por su lujuria, sino también porque es ambicioso. Demasiado ambicioso, Geoffrey. ¡Ah, amor mío, cómo te necesito! ¿Por qué me dejaste?

Suspiró. Tenía que abandonar esta costumbre. Venía a la tumba de Geoffrey día tras día y hablaba con él como si de veras pudiera oírla. Eso la reconfortaba. Después de su muerte, había creído sentir su presencia. Pero ahora ya no.

– Es porque ahora sí que te has marchado, ¿no es cierto, amor? -le susurró con tristeza.

La brisa que venía del mar jugueteaba con su cabello. Sintió que le corrían las lágrimas por las mejillas y, por primera vez desde la muerte de Geoffrey, lloró sin contenerse. No había nadie allí que pudiera verla y no necesitaba fingir para infundirle valor a los niños.

Allí la encontró Robert Small. La abrazó sin decir palabra y le ofreció su comprensión. No dijo nada, porque no había nada que decir. Pero su presencia, familiar, cariñosa, la ayudaba. Cuando sus sollozos se acallaron, él buscó un pañuelo de seda en su jubón y se lo ofreció. Ella se secó las lágrimas y se sonó.

– ¿Mejor? -le preguntó él.

– Gracias. Lloré cuando murió, pero sólo un momento, porque estaban los niños, y estaban muy asustados y si me hubiera desmoronado habría sido peor. Y desde entonces, no ha habido tiempo para el duelo.

– Hasta hoy.

Ella asintió.

– De pronto, me he dado cuenta de que realmente no está conmigo. Estoy sola de nuevo, Robbie.

– Volverás a casarte algún día, Skye.

– No esta vez, Robbie. Ya he enterrado a dos hombres que amaba y no quiero volver a pasar por eso.

– Entonces, búscate un amante poderoso, querida. Ya has podido comprobar que ser viuda y hermosa te convierte en presa codiciada por cuervos como Dudley.

– ¡Nunca! Pienso librarme de lord Dudley, y después volver a Devon y vivir aquí hasta que Robin tenga edad suficiente. Él y Willow son mis únicas preocupaciones. Robbie, ya he decidido que, si me sucediese algo, Cecily y tú seáis los tutores de Willow. Sé que estaréis de acuerdo.

– ¿Qué estás planeando en realidad, Skye? Casi veo las ruedas que giran en tu cabecita.

Ella sonrió con suavidad.

– Nada. Nada todavía, Robbie. Primero tengo que ir a Londres. Después podré decidir mi futuro.

A la mañana siguiente, Skye y Robbie salieron de Lynmouth hacia el nordeste, hacia Londres. Habían enviado antes a un mensajero para preparar la casa de los Lynmouth y comunicarle a la reina que sir Robert Small había vuelto a Inglaterra y quería una audiencia inmediata con Isabel, junto con la condesa de Lynmouth. Llegaron a Londres varios días después. Cuando entró en su casa, Skye descubrió con furia que el conde de Leicester la estaba esperando.

– El ímpetu que te obliga a seguirme a Londres, Skye, me vuelve loco -bromeó él, besándole la mano.

Ella la apartó con asco. Tenía un fuerte dolor de cabeza después del viaje con coche cerrado en pleno verano sin poder abrir las ventanillas, porque el polvo lo inundaba todo. Miró a Dudley con furia mientras, desde su baja estatura, Robert Small no pudo evitar reírse al ver la cara de milord cuando ella le dijo en voz baja y furiosa:

– ¡Iros al diablo, lord Dudley!

Skye lo empujó y subió con rabia las escaleras hacia la comodidad de sus habitaciones. Él la siguió como un bobo.

– No esperaba tener el placer de esta compañía hasta dentro de varias semanas, Skye, dulzura -murmuró en lo que creía que era su tono de voz más seductora-. Debo ir a Whitehall hasta medianoche, pero después… -jadeó sin terminar la frase.