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– Iré a ocuparme del rumbo -dijo MacGuire-. Si queréis quitaros esas faldas, encontraréis todas vuestras cosas en ese baúl, las guardé yo mismo -agregó el capitán en voz baja, con timidez.

– MacGuire, os estáis volviendo amable con la edad -bromeó Skye, conmovida.

El capitán la miró de arriba abajo con descaro.

– Tal vez os queden un poco estrechas en las piernas y en el dorso -hizo notar-. Veo que habéis crecido un poco. -Y luego, se retiró, riéndose entre dientes porque había conseguido decir la última palabra.

Riendo también, Skye abrió el baúl. Allí, apiladas entre pequeñas bolsitas de lavanda, estaban sus ropas de mar. Cogió una blusa de seda, y la sacudió. Luego la falda-pantalón; las medias de lana, el jubón de cuero de ciervo largo hasta los muslos, con sus botones de cuerno y plata; sus botas de cuero de Córdoba, y el gran cinturón ancho con una hebilla de topacio y plata.

Todo estaba allí. Seamus O'Malley vio las lágrimas brillando en los ojos de su sobrina.

– Me voy a cubierta. Necesito aire, Skye. Tal vez quieras estar a solas para cambiarte.

Cuando Skye oyó que la puerta se cerraba detrás del obispo, se desabrochó el vestido y se lo quitó y a continuación hizo lo mismo con las enaguas, las medias y el corsé. Las ropas de lady Southwood, condesa de Lynmouth, yacían ahora en un montón en el suelo del camarote. Skye miró, fascinada, en el espejo, cómo la O'Malley de Innisfana renacía ante sus ojos. MacGuire había tenido razón con respecto al tamaño de la ropa; resolvió el problema dejando el último botón de la blusa abierto.

En el fondo del baúl encontró su pequeña daga enjoyada y, ¡por Dios!, la espada de acero toledano con mango de oro y plata. Se la colocó, segura de que Adam de Marisco no se dejaría impresionar por una pierna bien torneada.

Se oyó un golpe en la puerta y entró su tío.

– Estamos a punto de llegar, Skye.

– Envía a MacGuire a hablar con lord De Marisco para que arregle un encuentro entre él y yo. Esperaré a bordo hasta que esté listo para recibirme.

– Supongo -dijo Seamus O'Malley- que De Marisco no espera a una mujer.

– Espera al O'Malley de Innisfana, tío -corrigió Skye con una sonrisa-, y no tengo la culpa de que no sepa que es una mujer.

El obispo rió.

– Subamos a cubierta, sobrina. Esta noche habrá mucha luz, porque es la noche de San Juan, y veremos bien la isla. Supongo que sus habitantes estarán celebrando la fiesta con todo el fervor pagano que se merece.

Salieron juntos del camarote. Seamus habló con MacGuire para darle sus instrucciones y los dos O'Malley se quedaron de pie junto a la barandilla del barco.

Lundy había recibido su nombre de una vieja palabra escandinava, Lunde, el nombre de un pájaro, el frailecillo. La isla parecía un gran monstruo en reposo, con altos acantilados de granito que se hundían en el cielo oscurecido sólo a medias. Era un lugar de belleza bárbara. La isla estaba cubierta por amplias pasturas en las que pastaban los rebaños de ovejas. En sus acantilados, anidaban diversas especies de aves marinas. La isla tenía un faro en un extremo y en el otro se alzaban las ruinas del castillo de los De Marisco que eran propietarios del único muelle del lugar.

El bote de MacGuire golpeó contra el muelle. El capitán ató la cuerda a la anilla y desembarcó. Al otro lado del muelle, junto a una posada, había un negocio de venta de suministros para barcos. La posada no estaba demasiado llena todavía. MacGuire se sentó en una mesa. Una muchacha que servía mostrando los senos bajo una blusa muy sucia se inclinó sobre éclass="underline"

– ¿Qué deseáis, capitán?

– Quiero ver a De Marisco.

– Todo el mundo desea verlo, querido, pero él no recibe a nadie.

– A mí me recibirá. Me está esperando. Soy del barco de los O'Malley de Innisfana.

– Iré a preguntárselo -dijo la muchacha, y se alejó.

MacGuire miró a su alrededor. Las paredes de la posada eran los muros de piedra originales del castillo y estaban húmedas y llenas de manchas de moho. Las alfombras habían visto mejores días y estaban mugrientas y cubiertas de huesos viejos por los que se peleaban varios perros flacos. Las pocas mesas que había estaban bastante sucias y tanto la chimenea como las antorchas humeaban.

La muchacha regresó enseguida.

– Dice que tenéis que seguirme.

MacGuire se puso en pie y caminó tras la muchacha. Cualquier cosa era mejor que ese infierno. La mujer lo condujo por una escalera de piedra y se detuvo al final para golpear en una puerta de roble.

– Aquí, capitán. -MacGuire empujó la puerta para entrar y se quedó parado, atónito, mudo de sorpresa.

La habitación era opulenta, la más espléndida que hubiera visto nunca el irlandés. Las paredes estaban adornadas con tapices de terciopelo y de seda, los suelos, cubiertos con magníficas pieles de oveja de espesa y confortable lana. Había una gran chimenea encendida con perfumada madera de manzano, a pesar del buen tiempo. Sobre la gran mesa de roble descansaban dos magníficos candelabros de oro tallado en los que ardían cirios de cera blanca.

En una silla semejante a un trono, colocado en la cabecera de la mesa, estaba sentado un gigante. Aun así, sentado, MacGuire podía calcular que debía de medir más de dos metros. Tenía el cabello negro como la noche y una espesa barba del mismo color. Sus ojos eran de un color sensual, celeste humo, y llevaba un gran pendiente de oro en la oreja izquierda. Vestía un jubón de cuero suave y fino, una camisa de seda abierta que revelaba un pecho lleno de vello negro hasta el ombligo. Sus calzas eran de lana verde oscura y las grandes botas de cuero castaño se elevaban por encima de sus rodillas. Tenía dos muchachitas hermosas y muy jóvenes sentadas en las rodillas, desnudas de cintura para arriba. Las dos alimentaban al señor de Lundy con dulces que cogían de sendas fuentes de plata.

– ¡Sentaos, hombre! -llegó la orden con voz retumbante-. ¡Glynis! -Adam de Marisco empujó a una de las muchachas de su falda-. Sírvele a mi invitado.

La muchacha se levantó del suelo con una sonrisa, mostrando sus nalgas al hacerlo, y le sirvió una copa de vino a MacGuire. Este se la tragó con rapidez, mirando los senos que la muchacha le había puesto muy cerca de las narices y que lucían pezones grandes como uvas de España.

– Es vuestra por esta noche -rió De Marisco, y Glynis se arrojó a los brazos del irlandés.

MacGuire sonrió, encantado.

– Me gusta vuestra hospitalidad, milord. ¡Por Dios que sí! Si los O'Malley no zarpan esta noche, aceptaré el regalo con gusto. -Levantó la copa para brindar con su anfitrión-. A vuestra salud, señor.

De Marisco asintió.

– Quiero ver a vuestro patrón apenas desembarque. Ésta va a ser una noche muy agitada, con muchas celebraciones. ¿Os parece que al O'Malley y a sus hombres les gustaría unirse a nosotros?

MacGuire escondió una sonrisa.

– Iré inmediatamente a comunicarle vuestra invitación. -Se puso en pie y dejó caer a la pobre Glynis.

De Marisco estaba aburrido esa noche. Apenas su invitado dejó la habitación, se preguntó si la visita del O'Malley le traería algo de distracción. Lo dudaba. Pero unos minutos después, sus ojos color humor vieron con sorpresa que el capitán volvía con alguien más.

– ¡Por los huesos de Cristo! -gritó-. ¿Una mujer? ¿Qué clase de broma es ésta, MacGuire?

– Milord, ella es la O'Malley de Innisfana.

– No hago negocios con mujeres -llegó la respuesta. Terminante.

– ¿Es que tenéis miedo, milord? -dijo Skye con voz lenta y suave.

Con un rugido de rabia, el gigante se puso en pie y dejó caer a la muchacha que todavía tenía sobre las rodillas. Ella se levantó y se reunió, asustada, con Glynis, mientras Adam de Marisco se alzaba sobre Skye con la mueca más intimidadora que pudo encontrar. MacGuire empezó a sentir algo pesado en la boca del estómago. Aunque era un hombre valiente, estaba viejo y no tenía ninguna posibilidad de vencer a un hombre como ése.