– De acuerdo.
– Me gustaría que dijerais mi nombre, Skye O'Malley.
– Muy bien, Adam. De acuerdo.
Ese deseo inocente dio algo de seguridad a Skye.
– Primero tengo que ocuparme de mi gente. Necesito una hora más o menos, y preferiría que esta parte del trato fuera secreta.
– Claro -dijo él-. No necesito publicarlo ni pavonearme ante nadie.
– Y está mi tío, el obispo de Connaugh. Viaja conmigo.
Adam de Marisco tuvo el buen gusto de mirarla, alarmado ante esas novedades, y Skye no pudo evitar reírse. Él respondió con una sonrisa forzada.
– Ése es un hermoso sonido, Skye O'Malley, deberíais reír más a menudo. Bueno, ¿y cómo nos libramos del obispo?
– Le encanta el buen borgoña francés. ¿No tendrías nada de eso en esta roca?
– Enviaré un barrilito a vuestro barco ahora mismo -prometió el señor de la isla.
Skye volvió a la Gaviota con el vino. Las colinas de Lundy brillaban con las hogueras que celebraban el solsticio de verano y la tripulación se había marchado a la costa para unirse a los festejos. Skye fue directamente a su camarote y se puso el vestido. Era un vestido de seda color lila con un escote simple y redondo, y largas mangas ajustadas. No estaba de moda, y ella no pensaba usar miriñaque, pero ¿qué podía saber Adam de Marisco de las modas femeninas de la corte inglesa? Era un vestido suave y femenino, y cuando se soltó el cabello y se lo cepilló sobre los hombros, supo que estaba moldeando una seductora criatura. Era extraño, pero Skye quería agradar a Adam.
Se detuvo en el camarote de su tío y encontró a Seamus O'Malley catando el vino francés.
– El señor De Marisco ha sido de lo más hospitalario, tío. Ya casi hemos llegado a un acuerdo; voy a bajar a tierra a cenar con él. ¿Quieres venir? -Skye sabía que Seamus no aceptaría.
– No, sobrina. Me siento bastante cómodo aquí, con mi libro sobre la vida de San Pablo y con este excelente borgoña que me han enviado. Realmente superior.
Ella se inclinó y le besó la oscura cabeza.
– Buenas noches, entonces. Que duermas bien.
– Tú también, Skye.
Ella volvió a bajar a tierra, esta vez envuelta en una capa oscura, para proteger su anonimato. Cuando llegó a las habitaciones de Adam de Marisco, encontró una mesa servida. Cena fría. Adam le sacó la capa y miró sus hombros con pasión. Cuando ella se puso tensa, le dijo con tranquilidad:
– Nunca he violado a una mujer, muchachita. Vayamos poco a poco; no lamentaréis vuestra decisión, os lo prometo.
– No soy una muchachita, De Marisco -le replicó ella-. Soy alta para ser mujer, y hasta demasiado alta para muchos hombres.
Él la hizo girar y la levantó para ponerla a la altura de sus ojos.
– Mi nombre es Adam, muchachita, y aunque sois alta para ser mujer, os llevo bastante. -La dejó en el suelo y le preguntó-: ¿Tenéis hambre?
– No.
– Entonces cenaremos más tarde. -Y antes de que Skye se diera cuenta de lo que sucedía, le desabrocho el vestido y se lo quitó. Apartó la suave y liviana seda y la dejó desnuda. La cogió en brazos, y la llevó a un dormitorio. La sostuvo con una mano, mientras con la otra apartaba de un solo movimiento la colcha de la cama. Y entonces la colocó sobre el lecho más grande que Skye hubiera visto en su vida.
Ella se quedó quieta, mirándolo, mientras él se desnudaba. Vestido, Adam de Marisco era impresionante. Desnudo, era magnífico. Perfectamente proporcionado, tenía muslos como troncos de árbol, brazos bien formados y musculosos, un torso atlético y un gran pecho cubierto de una mata de vello negro. Sus brazos y sus piernas también tenían una forma hermosa. Y era el hombre más peludo que ella hubiera visto. Él miró la reacción con una sonrisa divertida y leve en los sensuales labios. Luego, se metió en la cama con ella.
Skye se preparó para el asalto, y cuando no sucedió nada, se volvió a mirarlo. Él la estaba mirando también, y ella se sonrojó ante ese escrutinio decidido. Él se estiró y la atrajo hacia sí. El brazo con el cual la sostuvo era fuerte, y el cuerpo estaba limpio y olía bien. Permanecieron así durante unos minutos. Después, la besó, y para su sorpresa y alivio, fue un beso tierno y firme. Tenía una boca fragante y dulce.
– Hacer el amor -dijo él con calma- es un gran arte, Skye O'Malley. Pasé cuatro años en la corte francesa, porque mi madre era francesa. He hecho un negocio bastante atrevido con una mujer, y vos habéis aceptado mis términos porque sois una mujer atrevida. Los dos somos personas saludables y atractivas, y no puedo disfrutar del amor con vos si me tenéis miedo. Por lo tanto, permaneceremos así, abrazados, hasta que os sintáis más cómoda.
El silencio la aturdía. Por primera vez en su vida, Skye estaba totalmente confundida.
– De Marisco…, digo Adam, no os conozco. Nunca he hecho el amor con un hombre al que no conociera. Con un extraño.
– ¿Y con cuántos hombres habéis hecho el amor, Skye O'Malley?
– Me casé tres veces -dijo con voz débil. No tenía por qué explicar lo que había sucedido con Niall Burke.
– ¿Y los tres murieron?
– Sí.
– ¿Amantes?
– Ninguno, excepto Dudley, claro. Pero no porque yo haya querido.
– ¿Los amasteis, muchachita?
– A los dos últimos, sí, mucho. Perderlos fue tan terrible para mí que pensé que me moriría. Pero esas cosas no pasan.
– ¿Tenéis hijos?
– Dos de mi primer esposo, una hija del segundo y un hijo vivo del tercero, Geoffrey. Y claro, soy madrastra de las otras tres hijas de Geoffrey. Mi hijo menor murió en la misma epidemia que mató a su padre.
La voz suave de Skye se quebró y Adam volvió a abrazarla.
– Ya habéis aprendido que el amor puede causar más dolor que placer, ¿no es cierto? Dejad que os consuele, muchachita. Dejad que yo os consuele.
Acercó su boca a la de Skye y ella sintió que eso no le molestaba. Los labios de Adam eran tibios y tenían experiencia, y ella sintió un estremecimiento delicioso en todo el cuerpo y se dio cuenta de que él la estaba cortejando, de que realmente quería que ella lo apreciara. Adam le cubrió la cara de besos, luego volvió a besarla en la boca y, esta vez, tocó la punta de la lengua de ella con la suya. El efecto fue devastador y ella tembló de arriba abajo.
Una mano de Adam le acarició la mandíbula y el cuello, luego uno de los redondos hombros y se movió hasta uno de los pequeños senos que ya estaba casi firme de deseo. La cálida boca siguió este movimiento de los dedos, besando, probando, mordiendo en broma. Luego, Adam la colocó boca abajo, apartó el cabello de la nuca y saludó con su huella de fuego la larga línea de la espalda. Ella jadeó, y se puso colorada cuando él le besó las nalgas y después se las acarició.
Los besos siguieron a lo largo de las piernas, las pantorrillas y los finos tobillos. Adam le chupó los dedos de los pies y a Skye le pareció que se desmayaba, víctima de la sensualidad de lo que sentía. Luego él volvió a ponerla boca arriba y los labios subieron de nuevo. Adam de Marisco olía el perfume de mujer mezclado con el de rosas silvestres. Su lengua se deleitó con la seda pura de los senos y con la carne coral de la feminidad.
– Dejad que os consuele, muchachita -le oyó decir Skye, y su voz contestó, casi sollozó:
– Sí, sí.
Él era increíblemente dulce, la excitaba apenas un poco y, lentamente, la llenaba de sí mismo hasta que ella creía que iba a estallar. Su gran cuerpo cubrió el delgado y frágil cuerpo de Skye como la nieve cubre la tierra en invierno. Ella sintió que se hundía más y más en el colchón, mientras él entraba en ella. Y entonces, los movimientos de él se hicieron más vigorosos y ella se dejó ir en su éxtasis.
No era Robert Dudley tratando de aplastar su espíritu y mancillando su cuerpo. Este hombre grande quería que ella sintiera placer, un placer que ella solo había creído posible sentir cuando también había amor.