Skye nunca había vuelto a poner a prueba su conocimiento del mar desde que recuperara la memoria, porque no había tenido ni necesidad ni deseos de hacerlo. La primera vez que había navegado de nuevo en un bote pequeño, había ido con Robbie. Era el viaje inaugural en el que se reencontró con sus barcos irlandeses, y, más tarde, había navegado con MacGuire hasta St. Bride para encontrarse con su hermana favorita, Eibhlin, a la que encontró regordeta, pero tan cáustica como siempre. Cuando regresaban a Innisfana, Skye había tomado el timón de manos de MacGuire y había descubierto que sus habilidades de navegante estaban intactas.
Una vez en Lynmouth, había empezado a salir sola de vez en cuando, a pasear por el Canal. La primera vez la atrapó una súbita tormenta de verano, pero no tuvo miedo. Lo que la dominaba bajo el chaparrón era una especie de excitación maravillosa. Después de eso, disipó todas sus dudas sobre el estado de sus habilidades.
Esa fría tarde de enero, dudó antes de partir hacia Lundy. El día era demasiado hermoso, una señal para cualquiera con instinto de marinero. Y sin embargo, había pasado varias semanas muy melancólica en Lynmouth y deseaba reírse y portarse con algo de frivolidad.
– ¡Muchachita! -la recibió Adam, encantado-. Debes de ser bruja, ¡mi irlandesita mágica! Hace días que pienso en ti. -La envolvió en un abrazo de oso que la dejó sin aliento. Luego la levantó entre sus brazos y la llevó hasta su cubil, escaleras arriba.
Ella protestaba, riendo:
– ¡Adam! ¿Qué va a decir la gente? -Pero estaba contenta. Se sentía segura y tranquila en brazos de ese hombre.
Se desvistieron mutuamente e hicieron el amor, una experiencia deliciosa, hasta que, satisfechos, yacieron uno junto al otro entre las almohadas de pluma y bajo una gran colcha de pieles caras.
– Ojalá pudieras amarme, Skye O'Malley -dijo él con tranquilidad.
– Te amo, Adam -protestó ella-. Eres uno de mis mejores amigos. -Pero sabía que no era eso lo que él quería oír, y, de pronto, se sintió triste. No podía seguir usando así a ese gigantón bondadoso como paño de lágrimas, no ahora que sabía que él sentía mucho más por ella de lo que ella sentía por el-. Adam de Marisco, nunca he pretendido herirte, pero me parece que acabo de hacerlo. Te pido perdón.
– No, muchachita, yo he empezado esto. Es un buen castigo por mi arrogancia. Pero voy a mandarte a casa ahora. No puedo pasar más tiempo en cama contigo, sabiendo que no te tengo entera.
Ella lo entendió y se levantó con rapidez.
– He venido para preguntarte si quieres venir a Lynmouth para la Duodécima Noche.
Él la miró mientras se abrochaba la camisa.
– Sí. Dicen que los amantes no pueden ser amigos, pero nosotros lo somos, Skye.
Fuera oscurecía. Una única estrella colgaba en el cielo justo encima de ellos, y en el oeste, la puesta de sol era de color amarillo frío, una mancha limón en un horizonte gris.
– Va a nevar -dijo él.
– Sí, eso creo. Ven conmigo ahora.
– No, pero iré más tarde, esta noche; habrá tormenta por la mañana -Adam la ayudó a subir al bote-. El viento sopla del oeste, muchachita. Llegarás pronto a casa. -Desató la soga y se la arrojó.
– Tendré iluminada la entrada de la cueva, Adam. ¡Hasta dentro de un rato! -Skye le tiró un beso y él empujó el bote para alejarlo del muelle de piedra. La brisa hinchó las velas inmediatamente y el bote se alejó con rapidez.
Los vientos lo empujaron a través de las olas, y aunque estaba muy oscuro cuando llegó a su castillo, Skye sabía que ése había sido su viaje más rápido desde Lundy. Ató el bote con fuerza para asegurarlo contra la tormenta. Cogió una antorcha de la cueva y encendió las señales para indicarle el camino a Adam. Después, empezó a subir por las escaleras del pasadizo secreto hacia el castillo. Le parecía que oía ruidos de fiesta y eso la confundía. Llegó al piso en el que estaban sus habitaciones y se movió por el pasadizo hasta llegar a la puerta que daba directamente a sus habitaciones. Corrió el cerrojo secreto, entró en la antecámara, empujó la puerta tras ella para dejarla bien cerrada y volvió a colocar el tapiz en su lugar. Ahora oía claramente risas y bailes abajo, en el salón. Intrigada, se movió hacia la puerta que daba al pasillo, pero la puerta se abrió antes de que pudiera llegar y entró Daisy a toda velocidad.
– Ah, señora, señora Skye. ¡Por fin estáis aquí!
– ¿Qué pasa allá abajo? -preguntó Skye.
– Apenas os habéis ido, han llegado lord Dudley y un grupo de caballeros. Se ha puesto furioso cuando ha sabido que no estabais. Ha ordenado que se montara una fiesta y ha enviado buscar muchachas a la aldea.
– Muchachas jóvenes, vírgenes -aclaró la muchacha-. Exigió que fueran vírgenes -añadió, tartamudeando.
– Dios mío -dijo Skye-. ¿Y cómo están las muchachas que trajo, Daisy? Las enviaré a casa inmediatamente. Probablemente las está asustando. Los condes de Lynmouth no han permitido ese tipo de conducta desde hace años. Tenía que ser Dudley, ese hijo de perra, el que quisiera revivir esa costumbre horrenda.
– Es demasiado tarde, milady. Las muchachas ya lo han perdido todo -dijo Daisy.
– ¿Pero están bien? -preguntó Skye.
– Todas menos la pequeña Anne Evans. Ha sangrado mucho.
– ¡Dios mío, Dios mío, Daisy! No tiene más de doce años. ¡Maldita sea! Dudley va a pagar por esto. Voy a armar tal escándalo ante la reina que esta vez tendrá que castigarlo. -Skye entró en su dormitorio cerrando la puerta con furia-: Tendré que pagar una compensación a las familias de las chicas. ¿Alguna de ellas se ha ido ya, Daisy?
– Cuatro, milady.
– Les daremos una buena dote a sus novios para que se casen cuanto antes. ¡Maldita sea! -Skye se volvió hacia Daisy, furiosa-. ¡No te quedes ahí con la boca abierta, Daisy! ¡Un vestido! No puedo bajar así, ¿te das cuenta? El de terciopelo lila será adecuado. Nada de miriñaque, sólo las enaguas. Esto no es la corte. -Se quitó las ropas de navegación con rapidez. «¡Dudley!», gritaba su mente. Esa asquerosa serpiente que Isabel Tudor había depositado en su jardín privado. Ya era bastante malo que tuviera poder sobre Robin y que la usara como prostituta ocasional, pero ¡venir sin avisar, sin invitación! ¡Y con sus amigotes! ¡Y violar vírgenes inocentes que dependían de ella, que eran responsabilidad de los Southwood!
Daisy se apuró como pudo, con los dedos entumecidos, a vestir a su señora. De pronto tropezó y casi dejó escapar el cofrecillo de joyas de Skye.
– Despacio, niña -la tranquilizó la señora, al tiempo que sacaba un collar de amatistas del cofre para ponérselo en el cuello.
– Están muy borrachos -murmuró Daisy, aterrorizada-. Tal vez no debierais bajar, milady. Lord Dudley es el peor de todos y ha sido él quien ha hecho sangrar a Anne Evans.
Skye puso una mano amable sobre el hombro de su dama de compañía.
– Escúchame, niña -le dijo-. Sé que sería mucho más fácil cerrar la puerta con cerrojo y meterme en la cama. Dudley no sabría siquiera que ya estoy en casa, y Dios sabe que ese hombre me da miedo. Pero soy la condesa de Lynmouth, y lord Dudley, en mi ausencia, acaba de abusar de mi hospitalidad y de dañar a la gente que está a mi cargo. Es mi deber poner las cosas en su sitio. Si no lo hago, estaría traicionando el encargo de Geoffrey en su testamento. ¿Comprendes?