– Hasta ahora los he mantenido a salvo -se defendió ella con ímpetu.
– Pero has tenido que mandarlos lejos de ti, Skye. No puedes vivir sola y desprotegida.
– ¡Entonces, cásate conmigo, Adam!
Él meneó la cabeza.
– No, muchachita, no funcionaría. La condesa de Lynmouth no puede casarse con un simple señor isleño. Sé que no tengo ni el nombre ni el poder que tú necesitas.
– Pero me amas.
– Ah, cierto, Skye O'Malley, pero tengo mi orgullo. Nunca me amarás, y soy lo suficientemente anticuado para querer como esposa a una mujer que me ame. Piensa, niña. Debe de haber alguien que tenga poder, nombre, con el que podrías vivir en paz y, tal vez, hasta enamorada.
Ella meneó la cabeza. Pero él se negó a darse por vencido.
Cuando llegaron Robbie y Cecily al día siguiente, todos estuvieron de acuerdo con él y volvieron a hablar del tema con Skye. Robbie estaba horrorizado por la forma como se había comportado Robert Dudley en el castillo de Lynmouth.
– Voy a escribirle a tu tío -dijo-. Tiene que saber con quién casarte.
– ¡No! -Skye estaba empezando a respirar con más fuerza y se puso a caminar arriba y abajo por el salón-. No puedo volver a pasar por el horror de amar a alguien y perderlo, Robbie, no puedo, sé que no.
El gigante Adam de Marisco miró asombrado cómo el capitán sir Robert Small, de apenas un metro cincuenta, le gritaba a su amiga con una voz que habría podido quebrar las piedras:
– Pero ¿a qué precio, Skye? La reina sabe lo que hace. Le divierte darle el gusto a Dudley sabiendo que no eres rival para ella. Pero ¿y si decide casarte con Dudley? ¿O poner tu nombre y tu fortuna en manos de algún otro al que quiera honrar? Tiene el poder para hacerlo, Skye. Y si lo hace, no habrá contrato prematrimonial como el que firmamos con Southwood. Perderás todo lo que tienes y dependerás de tu esposo hasta para las monedas. -Robbie vio enseguida el efecto que causaban sus palabras. Skye estaba aterrorizada y él lo sintió por ella, pero tenía que hacerle ver el peligro que corría-. Que tu tío te busque un marido en Irlanda. No tienes por qué casarte con cualquiera. Habrá varios para elegir, estoy seguro. Y la decisión será tuya. No como cuando tu padre te obligó a casarte con Dom. En primavera, tendré que irme de viaje otra vez, muchacha. Me sentiría mucho más feliz si supiera que estás a salvo, casada.
»Además de la protección, necesitas un marido que te haga olvidar esas travesuras; me refiero, por supuesto, a los actos de piratería del verano pasado.
– ¿Lo sabías?
– Llevaban tu marca, muchacha. Y cuando Jean me dio el balance de las ganancias del año, no había pérdidas ni siquiera por lo que perdimos en las dos naves atacadas. Era extraño.
– Nunca te robaría a ti, que eres mi socio -dijo ella, sonriendo.
Él rió.
– ¿Qué hiciste con el resto del botín?
– Lo vendí y entregué el dinero a los pobres y las iglesias.
– Fue una buena broma a Isabel Tudor, Skye, pero basta. Tuviste suerte de que no te atraparan. La próxima vez, tal vez te descubran. Quiero que me prometas que no volverás a hacerlo.
– No, Robbie, no he terminado con la reina. Además, Adam me protege.
Adam de Marisco se movió en su silla, incómodo.
– Tendrás a tu nuevo esposo para eso, muchachita -dijo mientras Robbie y Cecily asentían para mostrar su acuerdo.
Skye levantó las manos en un gesto de fingida desesperación. Se daba cuenta de que sus amigos tenían razón.
– Muy bien, podéis escribirle a mi tío, y yo enviaré una nota con la vuestra.
Las dos cartas fueron suficientes para sacar a Seamus O'Malley, obispo de Connaught, de un ataque de melancolía invernal. Con las fiestas convertidas en recuerdo y la cuaresma en el horizonte, se ahogaba en un arrebato de melancolía. La carta de Robert Small terminó con eso en un instante. Montó su hermoso potro bayo y se fue a ver al MacWilliam.
El señor de Connaught se alegró al saber que Skye O'Malley necesitaba un marido. Allí estaba la respuesta a todos sus problemas. Ella era la única a quien Niall desposaría ahora, y él podría tener de una maldita vez a sus benditos nietos.
– ¿En los mismos términos que antes? -preguntó al obispo.
Seamus O'Malley lo miró con aire ofendido.
– Milord -dijo-, mi sobrina es una mujer muy rica ahora. Es la viuda de un par inglés.
– ¡Un inglés! -se horrorizó el MacWilliam, la voz llena de desprecio.
– Sí, pero con título -corrigió el obispo con suavidad.
– Tal vez sea demasiado vieja para tener hijos -musitó el MacWilliam-. Debe de tener por lo menos veinticinco.
– ¡Y está en la cima de su fertilidad! -le llegó la respuesta.
Los dos hombres discutieron durante un rato. Los minutos se convirtieron en horas. Finalmente se llegó a un acuerdo y el obispo dijo:
– Quiero una boda por poderes, cuanto antes.
– ¿Por qué? -preguntó el MacWilliam, que sospechó de pronto algo raro.
– Porque Skye no está entusiasmada con la idea de casarse. Tengo miedo de que si esperamos hasta Pascua, cambie de idea. No hay tiempo para preparar una gran fiesta ahora, así que si no los casamos por poderes, tendremos que esperar hasta después de la cuaresma. ¿Os parecería bien que esperáramos tanto?
– ¡Dios, no! -exclamó el MacWilliam-. Ya hemos esperado bastante por esos dos. Que los sacerdotes redacten el contrato, lo lleven a Inglaterra y lo hagan firmar cuanto antes.
– No hace falta ir a Inglaterra para firmarlo -dijo Seamus O'Malley-. Mi sobrina me ha dado permiso para actuar en su nombre. -Y pensó: «Que Dios me perdone, Skye querrá matarme cuando se entere.» Sabía que Skye le había dado permiso para actuar, pero sabía también que el permiso era solamente para buscarle pretendientes, no para casarla. Ella quería leer el acuerdo y firmarlo después de haberlo sopesado. Pero Seamus era el mayor de los O'Malley y no había corte que no le diera derecho a tomar la última decisión.
Tres semanas después, retumbaron en el castillo de Lynmouth los gritos enfurecidos de su propietaria. Los sirvientes, que nunca habían visto a la hermosa condesa en medio de un ataque de temperamento irlandés, se preguntaban adonde huir. Daisy, que estaba en el ojo de la tormenta, envió a un sirviente a Wren Court para avisar a Robert Small. El capitán llegó enseguida y se apresuró a subir por las escaleras hacia los gritos y el ruido de porcelana rota.
Skye estaba en el centro de la antecámara, rodeada de cristales y trozos de jarrones. Tenía el cabello negro suelto y enredado, y estaba vestida sólo con sus enaguas y una blusa corta de seda. Al ver a Robbie, rompió a llorar y se arrojó en sus brazos. El la sostuvo y le murmuró algo para tranquilizarla. Después, sin soltarla todavía, le preguntó:
– ¡Qué sucede, Skye? No puedo ayudarte a menos que sepa lo que está pasando.
– Es culpa tuya, Robbie. ¡Toda tuya! ¡Todos vosotros me metisteis en esto! Todos. Tú y Adam y Cecily, insistiendo en que me casara para protegerme. Mira lo que habéis logrado.
Él la separó un poco para mirarla.
– ¿Qué fue lo que hicimos?
– ¿Qué hicisteis? -exclamó ella, y el tono de su voz volvió a elevarse-. ¡Te voy a decir lo que hicisteis! Ese diablo que se dice mi tío, ese santo hombre de la Iglesia al que pediste que me buscara marido, ese bastardo del infierno me ha casado por poderes. Haré que lo anulen. No voy a casarme sin dar antes mi consentimiento.
Robbie no sabía si reírse o llorar. Estaba sorprendido por lo que había hecho Seamus O'Malley y se preguntaba las razones de su prisa. Mientras Skye seguía dando vueltas por la habitación y murmurando entre dientes, Daisy reclamó la atención del capitán desde la puerta y le entregó una nota. Robbie la abrió y empezó a leerla. Pronto sintió genuina admiración por la forma en que el mayor de los O'Malley se había aprovechado de su sobrina.
«Me alegra -decía el obispo en su carta- que hayas tomado el camino sensato y hayas decidido casarte de nuevo. He elegido a Niall, lord Burke. Tu boda se celebrará por poderes el tres de febrero de este año y yo te representaré. Tu esposo se reunirá contigo en Inglaterra de inmediato. No tengo que aclararte que el MacWilliam está encantado con la idea, al igual que yo.» La carta seguía con otros asuntos y terminaba con el deseo del obispo de que la unión diera frutos muy pronto. Adjuntaba también el contrato de matrimonio y Robbie se sintió satisfecho al comprobar que Seamus había tenido buen cuidado de que la riqueza de su sobrina siguiera en sus manos. Sí, el tío irlandés había hecho un excelente trabajo.