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– Claro que lo sé.

– ¿Dónde? -le gritó ella.

– Está donde lo dejaste, Skye.

Intrigada, ella se volvió para mirar de nuevo la anilla de hierro vacía.

– Mira mejor -le aconsejó él.

Ella se movió escaleras abajo, hacia el agua, y mientras el sol jugueteaba en el mar en calma, sus ojos vieron un reflejo de algo en el fondo y comprendió. Lentamente, subió por las escaleras de espaldas. La rabia dominaba todas las fibras de su cuerpo. Se volvió para mirar a su esposo, y Niall Burke descubrió en ella una furia que nunca había visto antes.

– ¡Hijo de puta! -siseó Skye-. ¡Bastardo! ¡Has hundido mi bote! ¿Cómo, cómo te atreves? -Y levantó el puño para pegarle. Lo tomó por sorpresa y lo hizo tambalearse por la fuerza del golpe.

Él la agarró del brazo y la mantuvo quieta. La miró a la cara, fijamente. El odio que vio allí era tan grande como la fuerza del golpe. Niall maldijo en silencio a su padre y a Seamus O'Malley por creer que él y Skye podrían volver a unirse alguna vez.

– ¡Sí! -dijo con los dientes apretados-. He hundido tu maldito bote. No pienso dejar que te vayas a ver a tu amante y después hagas pasar a sus hijos bastardos como míos.

Skye gritó de rabia.

– ¿Eso crees de mí, Niall Burke? ¿Así me consideras? Te lo repito, ¡no tengo amante! -Después se soltó de sus brazos y subió corriendo por las escaleras.

Estaba muy preocupada. Era la época de la multitudinaria salida de barcos en primavera, la época en que llegaban los barcos de las Indias. Había recibido noticias de Bideford y sabía que en los próximos días llegarían seis barcos, el grupo más grande que nunca hubiera llegado a esas costas. Tenía que avisar a De Marisco y a su flota, que esperaban sus instrucciones en Lundy. Y ahora que ella no podía ir hasta ellos, ellos tendrían que venir a Lynmouth.

Cuando cayó la noche, subió a la torre oeste del castillo. En la pequeña habitación superior que miraba hacia Lundy, encendió dos pequeñas luces en lámparas de piedra y las colocó en la ventana, una más arriba que la otra. Al otro lado del mar calmo, un muchacho que vigilaba desde la cima del castillo de De Marisco divisó las luces, se frotó los ojos y volvió a mirar. Después fue a buscar a su amo a toda velocidad. Adam de Marisco miró la lejanía con su catalejo. Una alta, una baja: «Ven enseguida, te necesito.» Habían establecido la señal después del incidente del invierno pasado con lord Dudley y sus amigos. Pero ¿por qué lo llamaría ahora?, se preguntó De Marisco. ¿Y lord Burke? Skye no era el tipo de mujer que llama sin razón. Si la señal estaba allí, entonces ella lo necesitaba.

Unas horas más tarde, porque no soplaba viento y tuvo que remar con fuerza para llegar a Lynmouth, entró en la cueva y subió las escaleras del muelle. El bote de Skye ya no estaba, pero ella sí.

– ¡Adam! ¡Gracias a Dios que has venido! Temía que no vieras la señal. -Ella ató el bote.

– ¿Dónde está tu bote, muchachita?

– Mi esposo lo ha hundido, Adam. Cree que lo uso para ir a encontrarme con mi amante. Mis ropas de mar se impregnaron del olor de tu maldito tabaco en el último viaje y él sospechó.

– ¿Y cómo se lo explicaste? -le preguntó.

– No le expliqué nada.

– ¡Maldita sea, Skye! Ese hombre debe de estar volviéndose loco. Bueno, tal vez te calmes un poco cuando esperes un hijo otra vez.

Ella rió con voz ronca.

– No habrá hijos, Adam. El matrimonio es un puro trámite. Lo he enfurecido tanto que ha jurado no tomarme a menos que yo se lo pida, ¡y yo no se lo pediré nunca! Pero ésa no es la razón por la que te he llamado. Esta mañana he sabido que van a llegar seis barcos a Bideford durante los próximos días; tres ingleses, dos franceses y uno holandés. Navegan juntos.

– ¿Tienes la ruta?

– Sí, Adam. -La voz de ella estaba llena de excitación-. Me gustaría atraparlos a todos. ¿Crees que MacGuire y los suyos podrán con una cosa así?

Adam de Marisco se frotó el mentón, pensativo, y sus ojos azules color humo se abrieron llenos de brillo.

– ¿Dónde lo harías?

– En Cabo Claro. Hay muchos lugares para esconderse por allí.

– Por Dios, eres una mujer atrevida. ¡Sí! Creo que MacGuire y sus hombres pueden hacerlo.

– De acuerdo. Entonces dile que ésas son mis órdenes -rió Skye entre dientes-. La mitad de esos barcos es de lord Dudley. Lo arruinaremos.

– La reina lo compensará -observó Adam.

– Claro que sí, pero será duro para ella, porque sus arcas no están demasiado llenas en este momento, y lo estarán menos después de esto. Ella también perderá su parte.

– ¿Adónde quieres que enviemos el botín, Skye?

– Creo que deberíamos quedarnos con él hasta mediados de verano, cuando el flujo de barcos sea mayor y las cosas se hayan olvidado un tanto. No creo que fuera prudente precipitarse.

– Si no tienes más instrucciones que darme, muchachita, me voy. No creo que lord Burke se alegrara de encontrarme aquí contigo.

– ¡Al diablo con él! ¡Ay, Adam! ¡Consígueme otro bote! Si me quedo aquí encerrada todo el día, voy a volverme loca.

– No estoy seguro, Skye. No estoy seguro de que hagas bien en desafiarlo. Espera un poco, espera hasta que tu enojo se pase un poco. Volveré dentro de quince días. Si hay tormenta, la primera noche despejada después del plazo.

Ella hizo un puchero y dijo:

– De acuerdo, Adam. Pero ¿por qué me da la sensación de que estás de parte suya en lugar de apoyarme en todo esto?

Él le sonrió, ya desde el bote.

– Porque así es como me siento, muchachita. No puedo imaginarme a mí mismo casado contigo sin hacer el amor con tu tentador cuerpecito. Me pregunto si ese hombre es un santo o un estúpido.

Ella rió y le arrojó la cuerda.

– Yo tampoco sé lo que es, De Marisco.

– ¿Y no crees que ya es hora de que lo averigües? -le llegó la réplica, y luego el bote del señor de Lundy se deslizó mar adentro con la proa apuntando hacia su hogar, navegando de costado sobre las olas como un cangrejo en la arena.

Ella se quedó allí, de pie, perpleja, y después se encogió de hombros. ¡Los hombres! Siempre estaban tratando de decirles a las mujeres lo que tenían que hacer, y siempre se defendían unos a otros. Pero las palabras de Adam la perseguían. ¿Cómo era en realidad Niall Burke? Se dio cuenta de que ya no lo sabía. Pensó en el pasado y recordó lo malcriada que había sido a los quince años; la hermosa Skye O'Malley, la oveja negra. Y recordó lo que había sentido cuando conoció a Niall Burke, una súbita iluminación, la seguridad absoluta de que ése era el hombre al que amaría eternamente. ¡Qué inocente había sido entonces! Porque después había amado a dos hombres y ahora sabía que era posible amar a más de uno a lo largo de la vida.

Pero ¿y Niall? ¿Lo había amado realmente, o había sido simple atracción sexual? El odio profundo que había sentido entonces contra el despreciable Dom la había acercado más a lord Burke. ¿Qué sabía la Skye O'Malley de hacía diez años sobre el mundo, sobre los hombres, sobre las mujeres?

Había sido terrible para ella verse casada con Niall, así, de pronto, sin haberlo pensado, sin haber dado su consentimiento. Y, sin embargo -Skye frunció el ceño al recordarlo ahora-, lo cierto era que había vuelto a ser la niña de hacía años en lugar de actuar como una mujer. Y si eso era cierto, ¿era tan sorprendente en realidad que él la tratase como a una niña?

Después de todo, Niall entendía su necesidad de libertad, y eso era un buen comienzo. Era atractivo y no tenía costumbres asquerosas como algunos, no eructaba ni echaba gases en público. Le gustaban los niños y éstos estaban encantados con él. Cuando pensaba en el tipo de hombre que podía haberle tocado como marido, Niall Burke le parecía, en comparación, una joya.