Los doce bailarines iban ataviados con colores brillantes: verde, amarillo, rojo, azul y púrpura, y cubiertos de campanillas de bronce que sonaban alegremente y cintas de seda en blanco, plata y oro. Había cinco músicos, dos con flautas de pan, dos con tamboriles y uno con una gaita. Los bailarines se dividieron en grupos de tres y empezaron a danzar al compás de la música. Era maravilloso verlos moverse bajo el sol, y los ojos del condecito y su hermana estaban abiertos de asombro y encanto.
Los dos hijos de Skye eran más felices que nunca desde la trágica muerte de lord Geoffrey y el bebé John. Las esporádicas visitas del antiguo tutor de Robin, lord Dudley, los habían aterrorizado. Aunque no tenían edad para comprender lo que sucedía entre su madre y ese noble arrogante, notaban que había algo muy malo en el aire cuando él llegaba, y se habían asustado por Skye y ellos mismos. Ahora, sin embargo, las cosas estaban bien de nuevo y Skye y Niall solían reír como niños y pasaban mucho tiempo juntos en su dormitorio. Ni Willow ni Robin entendían la razón por la cual sus padres parecían necesitar tantas horas de sueño.
El grupo de seis barcos que había esperado Skye llegó puntual y los piratas lo atacaron cerca de Cabo Claro. La llegada de las naves con las bodegas vacías a Bideford fue comentada en todo el condado. Skye tuvo que dominarse mucho para no mostrar la alegría que sentía. Había sabido el resultado de su aventura antes que Bideford, cuando vio una luz verde y brillante sobre el castillo de Lundy. Satisfecha con el resultado del primer ataque de la primavera, se hundió en los brazos de su esposo y se olvidó del mundo por un tiempo.
Capítulo 24
Isabel Tudor acababa de llegar de una cacería. El cabello se le enredaba en rizos empapados a los lados de la cara y sobre la nuca. Su vestido de terciopelo especialmente preparado para montar estaba húmedo y tenía manchas oscuras de transpiración. Los ojos de la reina estaban alertas, y sus mejillas, enrojecidas. Estaba escuchando atentamente el informe de Cecil.
– El grupo de barcos -explicaba el consejero- fue atacado en Cabo Claro. Tres de los barcos eran ingleses; dos, franceses, y uno, holandés. Los saquearon a conciencia. El embajador francés y el español han protestado.
– Pero ¿por qué? -preguntó Isabel-. ¿Se ha podido probar que los piratas sean ingleses?
– No, Majestad. No llevan banderas y transmiten las órdenes mediante una serie de gestos y silbidos. Sin embargo, uno de los capitanes franceses dice que las líneas de los barcos son inglesas, y los tres capitanes ingleses están de acuerdo.
– ¡Por los huesos de Cristo! -juró la reina-. Que haya ingleses dispuestos a atacar a barcos españoles y holandeses me parece lógico. Pero atacar a compatriotas es despreciable. Dime, Cecil, ¿son los mismos piratas que nos saquearon el verano pasado?
– Eso parece, Majestad.
– Los quiero presos -ordenó la reina con mucha firmeza.
– Claro, Majestad -dijo el canciller, sonriendo-. Me he tomado la libertad de esbozar un plan que quisiera proponer a vuestra consideración. El rey Felipe de España, esposo de vuestra fallecida hermana, se ha casado con una princesa de Francia, Isabel de Valois. Está presionando para que su sobrino, Carlos, sea vuestro esposo. Con este fin, va a mandar un barco lleno de tesoros del Nuevo Mundo para ofrecéroslo en nombre del archiduque Carlos.
»Quiero usar ese barco como carnada. Las naves mercantes que se supone van a acompañarlo serán naves de guerra camufladas. Esos piratas creerán que se trata de una presa fácil, y cuando lo intenten, los atraparemos. Los españoles están de acuerdo y enviarán un barco al encuentro de la nave del tesoro para explicarle el plan al capitán.
– ¿Cómo sabrán los piratas que llega ese barco, Cecil?
– Haré que corra la voz en el puerto de Londres, en Plymouth y en Bideford. Eso será suficiente, creo yo.
– ¡Entonces, hazlo! -ordenó la reina-. Quiero poner fin a esta piratería. -Y salió del despacho de su canciller, dejándolo solo.
Cecil se sentó mientras su mente daba vueltas alrededor de una idea que no quería comunicarle todavía a Su Majestad. Las líneas de los barcos eran inglesas, según decían, pero Cecil dudaba que las tripulaciones lo fueran. El ataque en Cabo Claro era el que le había dado la pista, porque Cabo Claro pertenecía a Irlanda. Estaba dispuesto a apostar su fortuna a que los piratas eran irlandeses. Y esa idea lo había llevado a otra. Sospechaba que el botín se descargaba en la isla de Lundy, que era famosa por ese tipo de negocios. Y Lundy quedaba a quince kilómetros por mar del castillo de Lynmouth.
La dueña de ese castillo era irlandesa de nacimiento, y miembro de una familia famosa por su relación con el mar. Una dama que, por otra parte, tenía una cuenta pendiente con la reina.
Cecil jamás habría sospechado de una mujer, pero había visto el rostro de Skye Southwood al abandonar las habitaciones de la reina hacía ya muchos meses. Una cara hermosa, una cara enfurecida, una cara llena de orgullo, tanto orgullo como el de la misma Isabel Tudor. Cecil suspiró. Lo único que no había podido enseñarle a la reina era a no usar a la gente como la había usado su padre, sin piedad. En eso era hija de Enrique Tudor, no cabía duda.
Todavía no podía probarlo, pero sospechaba que la hermosa condesa de Lynmouth se estaba vengando de Isabel con mucha inteligencia, atacando una de las más importantes fuentes de ingresos de la reina. Cecil sonrió para sí. La dama era una oponente magnífica, pero, en realidad, todo eso podría haberse evitado. Si la reina hubiera recordado los leales servicios del conde de Lynmouth y de su esposa, en lugar de sacrificarlo todo en aras de su amor por lord Dudley, nada de eso habría sucedido. A Cecil no le gustaba Robert Dudley. Ese hombre era una mala influencia para Isabel, su única debilidad; pero una debilidad terrible. Había estado muy cerca de casarse con él, y Cecil temblaba cuando lo recordaba, sobre todo al pensar en la terrible escena que habían protagonizado él y la reina después de la muerte de Amy Dudley.
A Isabel Tudor le habían negado muchas cosas en la vida, pero había preservado su orgullo pensando que un día…, sí, que un día sería la reina de Inglaterra. Y cuando lo fuera, nadie le negaría nada jamás. Pero la insignificante, la débil Amy Dudley había causado un escándalo y su muerte le había costado a Isabel el único hombre al que había deseado. Cecil daba las gracias al alma de Amy Dudley por eso.
Desgraciadamente, la reina no quería abandonar a Dudley. Mantenía vivas las esperanzas, jugando y consintiéndole todos los caprichos, y así seguía aferrándose a él. La hermosa Skye Southwood había sido parte de ese juego, y ahora la reina estaba pagando esa crueldad innecesaria.
En privado, Cecil comprendía a Skye. La comprendía y hasta aprobaba su actitud. Lo que le había hecho Isabel era espantoso, indignante. Pero no podía permitir que la dama se rebelara contra la autoridad real, aunque lo hiciera secretamente. Una cosa como ésa podía convertirse en un precedente peligroso si todo salía a la luz más tarde.
Cecil quería mantenerlo en secreto.
Varias semanas después, Skye fue a Bideford a visitar sus almacenes y depósitos, y se enteró de lo del barco que transportaba un tesoro para la reina. Volvió a Lynmouth lo más rápido que pudo y encendió las señales en la torre oeste. Después, pasó varias horas esperando a De Marisco con impaciencia. Niall estaba en la parte más lejana de las tierras del condado y no volvería esa noche. Matt, el hermano menor de Wat, lo había reemplazado en el cuidado del bote nuevo y de la cueva. Ahora corrió escaleras arriba para avisar a su señora que había llegado el señor de Lundy.