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Ella se detuvo para recuperar el equilibrio y después se separó de él.

– No tengo miedo, milord.

– Lo sé. Son los escalones, Skye -le contestó él, mientras pensaba en la valentía de la mujer a la que había traído a la prisión.

El gobernador de la Torre los esperaba en la entrada, y al ver el estado de Skye, la miró muy preocupado. Claro que no sería la primera mujer en dar a luz allí, pero odiaba tener que aceptar a mujeres embarazadas como prisioneras. Una mujer así podía provocar cualquier tipo de incidente. La recibió con todo el calor que pudo.

– Por favor, aceptad mi invitación a cenar, lady Burke. Mi esposa y yo estaremos encantados de teneros con nosotros mientras vuestra sirvienta prepara las habitaciones. Enviaré a mi gente por vuestro equipaje y me ocuparé de que se enciendan las chimeneas.

– Gracias, sir John -contestó Skye. Luego, se volvió y dijo-: Adiós, Dickon. Por favor, dile a Su Majestad que si realmente hubiera querido venir a Londres, lo habría hecho hace ya mucho. Espero recibir una lista de los cargos que hay contra mí, y si no hay ninguno, dile a la reina que este arresto es ilegal. -Se volvió de nuevo-. Sir John, vuestro brazo, por favor. Estos días estoy un poco torpe.

Richard de Grenville dejó la Torre y se fue a Whitehall donde residía la reina en esta época. Caminó hasta las habitaciones de Cecil y pidió verlo inmediatamente. El secretario del consejero, que ya estaba inmunizado contra las demandas urgentes, se sorprendió mucho cuando lord Burghley le dijo que dejara entrar a sir Richard sin perder tiempo. Cuando la puerta se cerró detrás de Dickson, Cecil indicó con un gesto a su invitado que tomara asiento y le preguntó:

– ¿Por qué habéis tardado tanto, sir? ¿Hubo dificultades en Lynmouth?

– No, milord, ninguna, aunque lord Burke se enfureció bastante y lady Burke parecía confundida y no entendía las razones de la reina. Pero sí hay una complicación, y por eso me ha llevado tanto tiempo volver. -Cecil lo miró y De Grenville siguió adelante con su explicación-: Lady Burke tendrá un hijo dentro de poco. Hemos tenido que viajar despacio.

– ¡Maldita sea! -se enfureció Cecil-. Se lo advertí a la reina y ahora… -Se detuvo.

– Milord -interrumpió De Grenville-, ¿por qué ordenó arrestar a la condesa? ¿Qué es lo que ha hecho?

– ¿Hacer? No estamos seguros de que haya hecho nada, sir Richard. Está bajo sospecha solamente.

– Ah. -Dickon deseaba preguntar bajo sospecha de qué, pero no se atrevía.

– Podéis marcharos, sir Richard. Recordaréis, espero que no debéis comentar esta misión con nadie.

– Sí, milord. -Lord De Grenville se volvió para marcharse, dudó y luego miró de nuevo a Cecil y preguntó-: ¿Puedo visitar a Skye de vez en cuando, milord? Se sentirá sola.

– No, no podéis, sir Richard. Su presencia en Londres debe permanecer en secreto. Si alguien os viera en la Torre, no podríais explicar vuestra presencia allí. -De Grenville lo miró, desilusionado, y entonces Cecil agregó con voz más amable-: Tal vez podáis verla antes de Navidad, y llevarle los saludos de su familia, sir.

A solas, Cecil pensó que, por lo menos, había logrado aislar a lady Burke. La dejarían sola durante algunas semanas para que pensara en las razones por las que estaba allí. Si realmente era culpable, se asustaría, y para cuando la interrogaran, estaría aterrorizada. Sonrió.

Unos días después, ya no sonreía. De pie frente a él había una implacable monja irlandesa que se identificó como la hermana Eibhlin, nacida O'Malley, del convento de St. Bride, en la isla de Innishturk.

– He venido -dijo con voz firme y suave- a atender a mi hermana en su parto.

Al principio, Cecil fingió ignorar de qué se trataba.

– Señora -le contestó con frialdad-, no tengo ni la menor idea de qué tiene que ver eso conmigo.

Eibhlin lo miró con una sonrisa burlona que a Cecil le resultó familiar.

– Milord, no perdamos tiempo. El arresto de mi hermana llevaba vuestra firma. He pasado muchos días viajando lo más rápido que he podido y casi me rompo el cuello para llegar a tiempo desde la costa oeste de Irlanda. Pienso estar con Skye y, a menos que me deis permiso para verla, encontraré los medios para llegar hasta la reina y hacer que esto se haga público. Los O'Malley hemos mantenido la paz con Inglatera hasta ahora, porque lord Burke nos aseguró que solamente se trata de un malentendido.

– ¿Y por qué, por qué, señora -se irritó Cecil-, os dejaría ver a vuestra hermana? No se lo he permitido a su esposo, ¿por qué a su hermana sí?

– Mi cuñado es un buen hombre, sir, pero yo soy comadrona. Skye me necesita.

– Tiene a su sirvienta con ella.

– ¿Quién? ¿Daisy? Una muchacha excelente cuando se trata de arreglar el cabello y cuidar ropa y joyas, pero ¿para el parto? Lo lamento, pero no. Cuando ve sangre, se desmaya, y hay mucha sangre en un parto, caballero. ¿Lo sabíais? El problema es que tal vez vos deseáis que mi hermana sufra.

– ¡Por Dios, mujer! -le ladró Cecil-. No deseamos hacer daño alguno a lady Burke. Hubiéramos mandado a alguien a ayudarla cuando llegara el momento.

– Sí, claro, me doy cuenta -le replicó Eibhlin con desprecio-. Alguna vieja con uñas sucias que infectaría a Skye y al bebé en tres segundos. ¿Acaso sabéis algo de partos, lord Cecil?

El consejero de la reina sintió que la irritación se le subía al rostro. Esa mujer era insufrible.

– Señora -tronó-, entrar en la Torre es muy fácil. Salir suele ser complicado.

La monja volvió a dedicarle su sonrisa burlona y esta vez él reconoció el gesto. Era la sonrisa de la condesa de Lynmouth. «Extraño -pensó-, no se parece para nada a lady Burke. Excepto en la boca. Nunca hubiera creído que eran parientes a no ser por esa sonrisa y esa actitud de indudable superioridad.»

– No tengo miedo, milord -le contestó ella y él se dio cuenta de que era cierto. «Ah, estas irlandesas», pensó de nuevo.

– Entonces id, señora. Mi secretario os dará los papeles -dijo.

– Espero poder ir y venir a mi antojo, milord. Necesitaré varias cosas cuando llegue el momento.

– No, señora -la cortó Cecil-. Sería muy simple planear una huida para lady Burke en vuestras ropas de monja. Lo que haga falta, lo llevaréis con vos o pediréis a los sirvientes que lo compren en el mercado. Podéis entrar en la Torre, pero una vez allí no saldréis más. Ésas son las condiciones.

– Muy bien -contestó Eibhlin-. Las acepto. -Le hizo una reverencia y se volvió con ademán orgulloso-. Adiós, milord. Muchas gracias.

Varias horas después, aferrando el papel en sus delgadas manos, Eibhlin O'Malley cruzaba la entrada de la Torre de Londres y llegaba a la celda de su hermana, arriba, en una de las muchas torres del complejo. Mientras subía por las escaleras, notó con alivio que los soldados que la escoltaban eran respetuosos con ella y que el edificio parecía limpio, relativamente libre de corrientes de aire y sin olores desagradables.

Skye dormía cuando ella llegó. Daisy casi se cae de espaldas. La miró con alivio.

– Ah, hermana, gracias a Dios que estáis aquí.

La boca generosa de Eibhlin se frunció, divertida.

– ¿Realmente ha sido tan terrible, Daisy?

– Es que yo nunca he ayudado a dar a luz ni siquiera a una gata, hermana. Estaba tan asustada. Cuando llegara el momento, hubiera estado sola con mi señora. Y lord Burke me habría matado si le hubiera pasado algo a ella o al bebé.

– Bueno, no te preocupes más, Daisy. He venido para quedarme.