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– ¿Por qué no habéis detenido a esa perra irlandesa? -preguntó Dudley, furioso-. ¿A quién le importa si su cachorro se ahoga con el cordón?

– Milord -dijo Cecil con voz aséptica-, estáis en este comité porque la reina me lo pidió y yo soy su fiel servidor en todo. Pero no os he elegido yo, y le pediré a Su Majestad que considere la demanda de lady Burke al respecto. Estoy de acuerdo con ella, sois repulsivo. Caballeros, podéis retiraros. Mañana a la misma hora trataremos de interrogar otra vez a lady Burke.

Este segundo interrogatorio no llegaría, sin embargo, a llevarse a cabo porque Skye acababa de sentir los primeros dolores del parto. Apretó los dientes y se alejó con los guardias por el laberinto de pasadizos. Sintió que se desmayaba cuando subía por las escaleras hacia sus habitaciones y se obligó a subir más y más, aunque sentía que sus piernas eran de plomo y que no podía levantarlas. Al llegar arriba, gruñó y se dejó caer.

Asustado, el capitán de la guardia se volvió hacia ella:

– ¡Milady! -exclamó. Saltó los escalones que lo separaban de la prisionera y la sostuvo con su brazo; la ayudó a subir lo que quedaba de la escalera hasta la habitación y gritó para pedir ayuda mientras la acompañaba. La puerta se abrió de par en par y aparecieron Eibhlin y Daisy, que se acercaron a Skye para cogerla de manos del capitán.

– ¿Necesitáis algo? -preguntó él, preocupado.

Eibhlin sonrió para darle ánimos.

– No, gracias, capitán. Tenemos todo lo necesario. Sin embargo, me gustaría que informarais en la Torre de que lady Burke está empezando un parto prematuro. -Bajó la voz para convertirla en un murmullo que Skye y Daisy podían oír fácilmente-. Espero que no los perdamos a los dos. Toda esa estupidez de arrestar a mi hermana… ¿Y cuáles son las acusaciones, capitán? ¡No hay acusaciones! Bueno, gracias por vuestra ayuda. Sois un buen cristiano y rezaré por vos. -Después cerró la puerta y dejó al guardián fuera.

– ¡Eibhlin! -Skye reía entre una contracción y otra-. ¡Eres la monja menos santa que conozco! Has aterrorizado a ese pobre hombre. Ahora correrá directo a sir John y le dirá que me estoy muriendo.

– ¡Me alegro! Haremos que se sientan culpables -gruñó Eibhlin mientras Daisy ayudaba a Skye a desvestirse-. ¿Qué quería Cecil?

– Que confesara mi relación con los piratas. Es tal como te dije. No tienen pruebas. -Hizo una mueca cuando el dolor le recorrió el cuerpo. De pronto, se le rompió la bolsa y el líquido formó un charco a sus pies-. ¡Eibhlin! Creo que este niño va a nacer ahora mismo.

– ¡Daisy, rápido muchacha! Lleva la mesa frente a la chimenea.

Daisy luchó con la mesa de roble para empujarla a través de la habitación.

– ¡Eibhlin! ¡Ayúdala! Puedo mantenerme en pie sola.

Entre las dos mujeres llevaron la mesa frente a la chimenea encendida. Después, Daisy corrió por las escaleras hasta el dormitorio, que quedaba más arriba, y volvió con las almohadas de pluma de ganso, un banquito y una sábana que entre las dos pusieron sobre la mesa. Ayudaron a Skye a subir a ella y se recostó con las piernas separadas y las almohadas sosteniéndole los hombros, mientras seguían los dolores. Eibhlin metió las delgadas y elegantes manos, en la vasija que Daisy le había traído. Unas semanas antes, la monja le había enseñado lo que debía hacer cuando llegara el momento, y la muchacha lo estaba cumpliendo al pie de la letra.

La comadrona se inclinó para examinar a su paciente.

– ¡Por Dios! ¡Este niño ya casi está fuera! -exclamó. Se estiró y dio la vuelta al bebé dentro del vientre de la madre.

– Te…, te lo dije -jadeó Skye sacudida por una nueva contracción. Y en ese momento, el niño, ya fuera, empezó a gritar con fuerza-. ¿Es…, está bien el niño? ¿Los dedos, las manos, los pies?

Eibhlin secó al bebé y contempló la carita arrugada.

– ¡Está muy bien, y es niña, Skye! ¡Tiene todos los dedos, no te preocupes!

– ¿Una niña? ¡Al diablo! -Después Skye rió débilmente-. Willow tendrá una hermanita, eso le encantará. Y yo me alegro de tener una hija más. Pero el MacWilliam se sentirá muy defraudado.

– Tendrás más hijos -dijo Eibhlin con sequedad.

Skye la miró, divertida, pensando que era hermoso tener a su hermana con ella. Cuánto tiempo le permitiría quedarse la reina, reflexionó, ahora que el bebé había nacido ya, y en ese preciso momento, se oyó un golpear en la puerta.

– Rápido, Daisy, dile a quien sea que no puede entrar -indicó Eibhlin.

Daisy se acercó la puerta y abrió apenas una rendija.

– No podéis entrar -le dijo a sir John, el gobernador de la Torre-. Milady está pariendo.

– He traído a mi esposa para que os ayude -explicó sir John, y antes de que Daisy pudiera impedirlo, lady Alyce entró en la habitación y se acercó a Skye. Al ver al bebé sobre el vientre de la parturienta, lady Alyce la miró. Le brillaban los ojos como a una conspiradora. Se inclinó y dijo:

– Quejaos, querida, con fuerza. -Skye la comprendió enseguida y se quejó.

– Ay, querido -gritó lady Alyce, y corrió de vuelta hasta su esposo que continuaba en la puerta-. Pasarán horas, John. Mejor será que te vayas. Bajaré cuando tenga novedades. Cierra la puerta, muchacha.

Daisy lo hizo inmediatamente y suspiró con alivio mientras lo hacía. La esposa del gobernador de la Torre se rió con suavidad y después sonrió, mirando a Skye.

– Ya está, querida. Eso os dará un poco de tranquilidad durante un rato. Además, no está bien dejar que los hombres sepan que a veces es fácil dar a luz.

– Gracias, señora. Nunca había parido un bebé con tanta rapidez. Creo que cada vez vienen más rápido.

– ¿Cuántos habéis tenido ya, querida?

– Éste es el sexto, pero es mi segunda hija.

– Ah, una niñita. Yo tuve una una vez. Cumpliría catorce este año. Murió de garganta blanca hace ocho años. Se llamaba Linaet.

– Yo perdí a mi esposo y a mi hijo menor de la misma forma -dijo Skye.

Las dos mujeres se quedaron en silencio y lady Alyce preguntó:

– ¿Cómo vais a llamarla?

– Deirdre.

– ¡Skye! -exclamó Eibhlin-. El destino de Deirdre fue trágico.

– Era prisionera del rey. Mi niña es inocente y es prisionera de la reina. Ha nacido en cautiverio, en un lugar infame, Eibhlin. Creo que el nombre le cuadra. Y como no hay por aquí ningún sacerdote, tendrás que bautizarla tú, hermana.

Lady Alyce parecía preocupada.

– ¿Por qué estáis en la Torre, querida? -preguntó.

Daisy cogió a Deirdre de manos de Skye y empezó a limpiarla y a vestirla. Eibhlin limpiaba a su hermana. Skye le explicó a la mujer con amabilidad:

– Nadie me ha dicho la razón, señora. No hay acusaciones formales contra mí. Esperaba…, esperaba que vuestro esposo lo supiera -agregó Skye, con dudas en la voz.

– Lo lamento, querida, no… Ojalá pudiera ayudaros -exclamó lady Alyce-. Parece tan injusto.

– No os preocupéis, milady. Nosotros, los irlandeses, estamos acostumbrados a que los ingleses nos maltraten -dijo Skye con dulzura.

– Bueno, por lo menos puedo quedarme unas horas -dijo la esposa del gobernador-. Si creen que está naciendo el niño, os dejarán en paz. Le diré a mi esposo que vuestra hermana tendría que quedarse por lo menos un mes o dos si quiere que vos y ese débil bebé tengáis alguna oportunidad de sobrevivir.

Skye sonrió.

– Sois realmente una amiga, milady. Pero no hagáis nada que pueda poneros en mala situación frente a la reina, ni a vos ni a sir John. Los Tudor pueden ser muy desagradables, incluso con sus amigos. Lo sé por experiencia.

– ¿Qué puede saber la reina de lo que pasa en la Torre? Quien la informa es mi esposo -replicó la dama. Y se sentó en una cómoda silla frente al fuego-. Me han dicho que tenéis el mejor vino de malvasía de Inglaterra. Y me gusta mucho el vino de malvasía.