Willow, hija de su madre a pesar de lo mucho que se parecía a Khalid el Bey, trató de reemplazarla y se sentaba en el estrado entre Robin y Niall para presidir la mesa y dirigir al personal de la casa. Al principio los sirvientes la toleraban, divertidos. Pronto, para horror de muchos, descubrieron que tenía un carácter más duro y más severo que la misma condesa. Cuando se quejaron a Niall, éste hizo oídos sordos. A menos que Willow estuviera equivocada, la apoyaba, y la joven floreció bajo la atenta vigilancia de lord Burke.
Pasaron varias semanas y, finalmente, Robert Small recibió la noticia de que el Gacela y su barco escolta, el Nadadora, estaban en Londres. Entonces, partió hacia Lynmouth, a toda velocidad. Esa noche, en la torre oeste del castillo brilló una luz verde a través de los quince kilómetros que separaban a Lynmouth de Lundy. Al amanecer del día siguiente, tres jinetes con capa hicieron sonar los tablones del puente levadizo del castillo y tomaron el camino de Londres.
Era un día lluvioso de marzo y en los caminos llenos de barro, no se veía ni un alma. La niebla se espesaba en algunos lugares y se disipaba en otros, caía una fina llovizna gris sobre los campos castaños recién sembrados. No había viento y las lagunas estaban inmóviles y transparentes como pedazos de vidrio. Los árboles esperaban, con los brotes, ansiosos por recibir el sol de abril. Aquí y allá, sobre las colinas, crecían manojos de narcisos blancos como prueba de que el invierno se había marchado por fin, aunque el aire estuviera frío y húmedo.
Los tres hombres cabalgaban en silencio, con la cabeza baja y los hombros encogidos contra la lluvia. A mediodía se detuvieron en una taberna al borde del camino para comer un poco de pan, queso y beber cerveza oscura y amarga. Volvieron a cabalgar al cabo de una hora y viajaron bajo la persistente lluvia durante varias horas después del anochecer. Finalmente, se detuvieron en una pequeña posada que parecía limpia pero poco distinguida, y, por lo tanto, segura para lord Burke, que no quería que nadie lo reconociera.
Niall se alegró al ver que el establo estaba seco y los compartimientos llenos de paja limpia y fresca, y que el hombre que atendía los caballos parecía competente. El mozo hizo un gesto de desaprobación al ver a los tres agotados caballos.
– Espero que vuestro negocio justifique que hayáis abusado así de estas bellezas con este clima -dijo como con rabia, y Niall escondió una sonrisa.
– ¿Habéis sabido de algún irlandés que abuse de un buen caballo sin una razón? -contestó-. Los quiero listos para salir al amanecer. -Le arrojó una moneda de plata y salió del establo, sonriendo para sí mismo. Los animales estarían bien cuidados después de ese largo día.
Robbie y De Marisco lo esperaban en la taberna. Los tres revivieron un poco con unos tragos de vino caliente.
– Los caballos estarán listos al amanecer. ¿Qué hay para cenar?
– Pasteles de carne -dijo Robbie.
– Bueno, por lo menos nos calmarán el hambre -contestó Niall, y Adam gruñó para mostrar su acuerdo.
Comieron casi sin hablar, mientras masticaban pedazos de los pasteles calientes y hojaldrados, y los ayudaron a bajar con el vino. Terminaron la comida con queso cheddar y manzanas maduras. El tabernero los condujo a una habitación grande que quedaba debajo del tejado a dos aguas y los tres se durmieron inmediatamente sobre los colchones.
El tabernero en persona se encargó de despertarlos al amanecer.
– No ha despejado, caballeros. Tengo un desayuno caliente esperándolos.
Los tres se lavaron la cara con agua fría para despertarse, se pusieron las botas y bajaron a la sala común. Apenas vieron a la guapa hija del tabernero colocando una buena porción de avena sobre los platos de madera y cubriéndola con manzanas cocidas, descubrieron que tenían apetito. La muchacha les sirvió rebanadas de pan de trigo untadas con mucha mantequilla y miel, y trajo tres jarras de cerveza oscura para acompañar el desayuno. Mientras ella ponía los humeantes tazones sobre la mesa, Adam de Marisco le pasó un brazo por la cintura con atrevimiento.
– ¿Dónde estabas tú cuando llegamos bajo la lluvia, cansados y hambrientos, palomita mía? -le preguntó en broma.
– A salvo en mi cama, de virgen, lejos de los que se parecen a vos, mi señor -replicó la muchacha y se le escapó.
Niall y Robert sonrieron, pero Adam insistió.
– ¿Y piensas enviarme allá afuera, a la fría lluvia, con toda esa larga cabalgada por delante sin siquiera un beso como recuerdo para calentarme en el camino, muchacha? -La mano de Adam trató de meterse bajo las escurridizas faldas.
– Me parece que ya estáis demasiado caliente, milord -respondió la muchacha-. Creo que lo que necesitáis es que os enfríen un poco -añadió y volcó una de las jarras de cerveza sobre la cabeza de Adam. Luego, se apartó para alejarse del alcance de sus dedos.
Lord Burke y Robert Small se echaron a reír a carcajadas y Adam, que se sabía vencido, rió también, de buen humor. El tabernero se acercó con una toalla, aliviado al ver que la impertinencia de su hija no había ofendido a los señores y que éstos no pensaban hacérselo pagar de algún modo.
– Perdonad, milord, pero Joan es una muchacha impetuosa. Es la menor y está muy malcriada. ¡A la cocina, niña!
– No la echéis. Es lo más hermoso que he visto en muchos días y sabe cuidar de sí misma. Sabe cómo guardarse para su futuro marido -dijo Niall. Después se volvió hacia la muchacha-. Pero no le tires más cerveza a De Marisco, niña. Le vas a provocar un resfriado y no tengo tiempo para detenerme a curarlo.
– Entonces que se meta las manos en los bolsillos, milord -contestó Joan, haciendo volar sus rizos alrededor de su cabeza.
– Te prometo que no volverá a pasar -aseguró Niall y Adam asintió.
Terminaron de comer en paz. Pronto estuvieron listos para partir, con las capas apretadas alrededor del cuerpo y los sombreros bien encasquetados. Pagaron lo que debían y se fueron caminando hacia la puerta. Joan estaba barriendo cerca de la entrada y De Marisco, que no pudo resistirse, la estrechó entre sus brazos y la besó en la boca color fresa apasionadamente. Fue un beso lento, experto, delicado, lo que le abrió la boca para pasar la lengua más allá de los labios, y después de la primera resistencia, la muchacha le respondió con placer.
Satisfecho, Adam la dejó ir, la ayudó a recobrar el equilibrio y le puso una moneda de oro en el corsé.
– No te conformes con menos de eso, palomita mía. Recuerda que el matrimonio es para mucho tiempo -les dijo a esos ojos abiertos como estrellas. Después, se alejó con sus compañeros.
El día estaba tan frío y desapacible como el anterior, y cuando finalmente se detuvieron a pasar la noche, estaban helados hasta los huesos, exhaustos y a sesenta kilómetros de Londres. La taberna estaba llena de ruido y de gente. La comida y el servicio eran pésimos.
– Yo digo que sigamos esta noche -propuso Niall-. Podemos alquilar caballos frescos aquí y cambiarlos por los nuestros en otro momento. La verdad es que preferiría pasar unas horas más mojándome en el camino y dormir en una cama más limpia, sin miedo a que me roben.
Los otros dos hombres asintieron y Robbie hizo notar:
– No me gusta. Aquí pueden reconocerte, Niall, estamos demasiado cerca de Londres.
Así que después de la cena, siguieron galopando en la noche ventosa y oscura bajo la lluvia y, finalmente, llegaron a Greenwood a las dos de la mañana. Niall había pensado que era mejor no quedarse en la casa de los Lynmouth, porque alguien podría notar que estaba habitada. El guardián los dejó pasar, asustado, cuando reconoció a Robert Small.
Niall le dijo al viejo que no debía decir a nadie que habían llegado. Si le preguntaban, debía negar que hubiera estado allí. La vida de lady Skye dependía de eso. El guardián miró a Robbie para ver si el capitán apoyaba lo que decía lord Burke, y éste asintió con solemnidad.