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– ¿Dejaréis que lord Burke vea a su esposa y a su hija?

El vino estaba fortaleciendo a Cecil.

– No -dijo con firmeza-. Lord Burke tenía prohibido dejar Devon. La reina no tiene que enterarse de que está aquí, porque se enojaría mucho si supiera que la desobedecen. Le diré que mandé por él para que escoltara a su familia a su casa, sabiendo que Su Majestad hubiera pensado en eso inmediatamente. De esta forma, cuando liberemos a lady Burke, la presencia de su esposo no ofendería a la reina.

En Greenwich, Isabel Tudor había despedido a sus damas de honor y yacía feliz en brazos de Robert Dudley, calentándose y sonriendo frente a un gran crepitante fuego. Tenía abierta la bata hasta el ombligo y ronroneaba de placer cuando Robert le acariciaba los pequeños senos.

– ¡Bess, por el amor de Dios, déjame! -le rogaba él como había rogado tantas veces antes. No sabía por qué razón permitía que la reina hiciera eso con él. Lo usaba para satisfacer su curiosidad de mujer con respecto a lo sexual, pero nunca le daba nada de sí misma.

– No, Rob -le dijo ella con calma-. Tengo que ser virgen cuando me case. -Isabel notaba el deseo en el hombre que la acompañaba y se preguntaba, como tantas veces antes, por qué la atraía tanto Dudley, que era egoísta, vacío y ambicioso.

«Cuando me case», había dicho ella. No «cuando nos casemos», pensó él con amargura. ¿Era cierto lo que decían las malas lenguas de la corte? ¿Había perdido ya sus posibilidades de ser rey? Se inclinó enojado y la besó. Fue un beso brutal, un beso cruel, con tal intensidad de amor y odio unidos que Isabel tembló de placer.

– Te deseo, Bess -murmuró él con furia-, y pienso tomarte.

La puso bajo su cuerpo, la montó y le levantó las faldas para exponer las piernas largas y delgadas, y los muslos blancos como la leche, adornados con las medias negras y las ligas de cinta de oro.

– ¡Rob! ¡Rob! -protestó ella, mientras él trataba de desvestirse-. ¡Lo que haces es traición! ¡Basta! ¿Vas a violar a la reina? -Pero los ojos negros le bailaban de excitación. Era lo más lejos que habían llegado en sus jueguecitos.

– Sí, Bessie, claro que quiero violarte. Este jueguecito tuyo está llegando demasiado lejos. Después puedes colgarme si quieres, pero por Dios que voy a tomarte ahora. -Se las había arreglado para sacar su hinchado miembro de sus pantalones. «No va a colgarme -pensaba-. Una vez solamente y me pertenecerá para siempre. Tendría que haber hecho esto hace tres años.»

Por debajo de él, la reina luchaba física y mentalmente. Él frotaba su endurecido instrumento contra el clítoris palpitante de Isabel y ella se preguntaba si se atrevería a dejar que él le hiciera el amor hasta el final. Tal vez solamente esta vez, para saber de qué se trataba. ¡No! ¡No debía permitir que ningún hombre tuviera dominio sobre ella! ¡Tenía que pensar en lo que le había pasado a su propia madre, a Anne de Cleves, a la pobre Cat Howard! Sometidas a su padre por el amor, la lujuria y la ambición habían tenido que pagar un precio muy alto. Si dejaba que Robert le hiciera eso una vez y quedaba embarazada, tendría que casarse. ¡Y eso, nunca! ¡Nunca!

De pronto, llamaron a la puerta.

– Majestad, es lord Burghley. Dice que es urgente.

– ¡Dile que se vaya! -rugió Dudley.

– ¡Lo recibiremos! -exclamó la reina y el conde de Leicester juró con violencia:

– ¡Perra! ¡Dios, Bess, eres una perra! -Se levantó tratando de poner en orden su ropa-. Arréglate el vestido, por favor. Si para ti es más importante ser reina que ser mujer, mejor será que parezcas una reina.

Se abrió la puerta y una de las damas de honor anunció:

– Lord Burghley, Majestad.

La dama era la pelirroja Letice Knollys. Miró a Dudley, divertida, y él supo que ella se daba cuenta de lo que estaba pasando. Probablemente había estado escuchando. ¡Otra perra!

– Majestad -se inclinó Cecil ante ella-. Lamento perturbar vuestro tiempo de descanso, pero he recibido una información muy importante referida al asunto de lady Burke.

– ¿Ha confesado? -preguntó Isabel, ansiosa.

– No, Majestad. Parece que no es culpable. La evidencia que me han presentado es irrefutable. Sir Robert Small y Adam de Marisco, el señor de la isla de Lundy, vinieron desde Devon para presentarla.

– ¿Cuál es la evidencia?

El canciller contó la historia con simpleza, pero con cuidado.

– Parece una explicación lógica de los ataques piratas que veníamos sufriendo y del ataque al barco del rey Felipe, especialmente porque hemos encontrado gran parte del tesoro en el barco. Como no podemos encontrar ninguna evidencia contra lady Burke, creo que no nos va a quedar otro remedio que liberarla. Ya he mandado un mensaje a lord Burke para que venga a Londres.

– Me parece que tomáis demasiadas decisiones por vuestra cuenta, Cecil -dijo Dudley con arrogancia.

– ¿Habláis por la reina ahora, Leicester? -le ladró lord Burghley.

Su odio contra Robert no había disminuido con los años. Y ahora quería que liberaran a lady Burke. ¡Al diablo con ese vanidoso y su culpa en todo eso! Si Dudley no se hubiera empecinado en conseguir como fuera a la hermosa condesa de Lynmouth, y si Isabel no hubiera protegido con su poder ese comportamiento aberrante, lady Burke nunca habría pensado en vengarse de la reina. William Cecil no se tragaba ni en broma la historia del Gacela, pero estaba dispuesto a jurar que la creía, porque era la única forma de solucionar un problema imposible. No le interesaba saber qué partes de la historia del Gacela eran verdaderas y cuáles no. Pensaba aceptarla entera. Miró a la reina y esperó.

– Pensáis que debería soltarla, ¿verdad, Cecil?

– Sí, Majestad. Es justo, y vos habéis sido siempre la campeona de la justicia en este reino.

– ¿Pensáis que es culpable?

– No, Majestad. Lo creí al principio, pero ahora ya no. ¿Cómo creerlo a la luz de una evidencia como ésta? Sir Robert dice que entiende mis sospechas, dadas las circunstancias y la historia de los O'Malley, pero lord Burke estaba furioso. -William Cecil se encogió de hombros-. Estos irlandeses son tan volátiles.

– Muy bien, Cecil. Redacta una orden para la puesta en libertad de lady Burke bajo custodia de su esposo. No tiene que quedar libre hasta que él venga a buscarla. Pero puedes decírselo ahora.

– Majestad, vuestra generosa naturaleza os ha servido bien una vez más, estoy orgulloso de vos. -La reina se iluminó de placer.

– Me siento contenta otra vez -dijo-. Cuando os vayáis, enviadme a mis damas, por favor. Y vos, Rob, debéis iros también. Quiero estar con gente de mi propio sexo. -Y le sonrió a lord Dudley con astucia.

El canciller se inclinó con amabilidad y se alejó de la reina, pero el conde de Leicester lo empujó, furioso, y salió de la antecámara, tropezando con Lettice Knollys al salir. Dijo una mala palabra, una particularmente fuerte y Lettice rió.

– ¡Perra! -ladró él-. ¡No os atreváis a reíros de mí!

– Vamos, Robert -le dijo ella con tono conciliador-. ¿Por qué no dejáis que yo os dé lo que mi prima no quiere daros?

Él la miró con la boca abierta. No era una mujer desagradable, con esos ojos color ámbar, como los de un gato, y el cabello rojo. Tenía grandes tetas bien formadas, pero él no estaba seguro de comprenderla.

– ¿Qué queréis decir con eso?

– Bess no se acostará con vos, Robert, pero yo sí -le contestó ella con toda franqueza.

– ¿Y vuestro esposo?

– ¿Walter? -Lettice volvió a reír-. ¿Qué pasa con él?

Una sonrisa lenta iluminó los rasgos de Dudley. Estaba empezando a sentirse contento de nuevo. Se llevó a Lettice a una alcoba y le metió una mano en el corsé. El seno grande y tibio que agarró su mano se endureció de deseo.

– Por Dios, querida -murmuró él, contento-, tienes hermosa mercancía, y a punto, según veo.