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– Estoy caliente por ti, Rob -admitió ella-, pero no ahora. Ven a mis habitaciones de noche. Mis deberes para con la reina terminan a las once.

Lettice le sacó la mano del corsé y se alejó.

Robert Dudley la miró marcharse, satisfecho. Si Bess no quería hacerlo, siempre había otra que lo buscaba. Discretamente, claro, porque todavía había alguna posibilidad de llegar a ser rey.

Esa noche, Skye miró con sorpresa el rostro de lord Burghley cuando entró en sus habitaciones. El canciller, que era abuelo, se sintió encantado con lo que vio. Lady Burke, el cabello suelto sobre los hombros, estaba sentada en el suelo jugando con su hijita. El bebé yacía sobre su espalda, pateando con los piececitos y moviendo los brazos al mismo tiempo, y haciendo ruidos con la boca para expresar su placer.

– Buenas tardes, señora -saludó William Cecil-. Os traigo buenas noticias.

Skye se puso en pie inmediatamente.

– Daisy, llévate al bebé. -La muchacha cogió a Deirdre y salió de la habitación. Skye se alisó las faldas. Sirvió dos copas de vino y le ofreció una a Cecil-. Sentaos, milord -dijo, señalando con un gesto una silla-. Decidme esas noticias.

– Sois libre, señora.

Los hermosos ojos de Skye se iluminaron de sorpresa. Después se oscurecieron de nuevo, llenos de sospechas.

– ¿Sin más, milord? «Sois libre.» -Skye sentía que la rabia empezaba a dominarla. La habían arrancado de su vida junto a su esposo y su familia, habían puesto en peligro al hijo que esperaba, la habían encarcelado sin acusaciones formales y ahora le decían simplemente «sois libre» y eso era todo. Miró a Cecil con dureza-. ¿Puedo irme a casa?

– Dentro de unos días. Estamos redactando la orden y la reina la firmará mañana. Vuestro esposo vendrá a Londres a buscaros.

– Tal vez ahora sí os dignéis a explicarme por qué he pasado casi seis meses en este lugar -inquirió ella, con dureza.

Una sonrisa astuta tocó los labios de William Cecil y sus ojos brillaron durante un momento.

– Skye O'Malley -dijo con voz calmada-, los dos sabemos la razón por la cual estáis aquí, aunque vos no vais a admitirla y yo no tengo la evidencia que necesito para probarla. Durante los últimos dos años le habéis costado a Isabel Tudor mucho dinero con vuestros actos de piratería. Cuando os tendimos la trampa con el Santa María Madre de Cristo, pensé que os atraparíamos con el botín. Me equivoqué. Estáis bien organizada y sois una mujer inteligente y llena de coraje. En realidad, me dais miedo.

»Vuestro esposo, sir Robert Small y el señor de Lundy han luchado mucho por presentarme una evidencia que pruebe que no sois culpable. Acepto la historia y os doy la libertad, pero oídme bien, milady de Innisfana, ahora ya sabéis que como consecuencia de un capricho real, cualquier capricho, podéis dar con vuestros huesos en la cárcel sin explicación alguna. Si hay más problemas en Devon, sabremos dónde encontraros, y la próxima vez nadie podrá liberaros. Creo que la reina ha pagado muy caro el error que cometió en vos. A mí tampoco me gusta Dudley, querida.

Durante todo el discurso, los músculos de la cara de Skye no se habían movido, nada en sus ojos la delataba. Cecil estaba impresionado. Era realmente un adversario digno de consideración.

– Bueno, señora, ¿tenéis algo que decirme? -preguntó.

– Que me alegro de poder irme a casa, lord Cecil -le contestó Skye con calma-. Que me sentiré muy feliz de volver a ver a mi esposo. Y que -agregó con tono travieso-, que si no podéis encontrar prueba alguna de eso que llamáis mis crímenes, entonces, debéis considerarme inocente.

Cecil vació la copa que tenía en la mano.

– Supongo que sí -contestó, pensativo. Se levantó y fue hasta la puerta-. Fue una buena venganza, señora, bien pensada y bien ejecutada. Me saco el sombrero ante vos.

Skye le sonrió, como reconociendo su homenaje. Pero dijo:

– ¡Vamos, señor! No sé qué queréis decirme.

La puerta se cerró tras el canciller, y durante un momento, Skye se quedó de pie, quieta, escuchando cómo el ruido de los pasos se extinguía por las escaleras. Luego, empezó a sentir la emoción de las novedades que le había traído el canciller. ¡Había ganado! ¡Había triunfado sobre Isabel Tudor! ¡Había vencido a la reina de Inglaterra!

De pronto, empezó a llorar y la tensión de los últimos meses se deshizo en lágrimas que le corrieron por el rostro. Se abrió la puerta de la habitación y entraron Eibhlin y Daisy.

– ¡Skye! -Eibhlin corrió junto a su hermana-. Skye, querida mía, ¿qué pasa? ¿Qué quería Cecil? ¿Estás bien? ¡Al diablo con estos ingleses!

Daisy estaba escandalizada con las palabras que usaba Eibhlin. Su cara de desaprobación hizo que las lágrimas de Skye se convirtieran en risas.

– Somos libres -rió-. Nos vamos a casa. ¡He vencido a la reina!

– ¿Qué es esto? ¿Un truco? -preguntó Eibhlin.

– No. No hay evidencias contra mí, y Robbie y De Marisco se las han arreglado para convencer a Cecil de que no soy culpable.

– Me interesaría mucho saber cómo lo han conseguido -dijo Eibhlin.

– A mí también, hermana -replicó Skye, más tranquila y más pensativa ahora.

No tuvieron que esperar mucho. Al día siguiente, sir John le entregó a Skye la orden firmada por la reina.

– Tendréis que partir esta noche, lady Burke. Lord Burghley no quiere que os vean dejar la Torre. Iréis en una barca hasta Greenwood. Vuestro esposo os espera allí. Tenéis que abandonar Londres antes de mañana por la noche.

– Gracias, sir John, y gracias a vos y a lady Alyce por hacer que mi cautiverio haya sido todo lo agradable que permitían las circunstancias.

El gobernador de la Torre sonrió de buen humor.

– No es fácil que la gente agradezca mi hospitalidad -dijo con ironía. Después le tomó la mano y se la besó-. Buen viaje, lady Burke.

En la oscuridad de aquella noche lluviosa, tres figuras enfundadas en capas caminaron hacia la puerta de la Torre que daba al río y subieron a una barca. Un guardia creyó oír el gemido de un bebé. Skye y Eibhlin respiraron profundamente el aire saturado de humedad que traía el perfume del mar y, después, sonrieron. La barca cortó el agua negra con suavidad. De vez en cuando, las mujeres espiaban a través de las cortinas para ver en qué dirección iba el bote y para observar lo que pudieran de la ciudad de Londres. Enseguida divisaron los elegantes palacios de la zona en que se alzaba Greenwood y doblaron el codo del río que daba sobre el muelle familiar.

La casa de los Lynmouth se alzaba, oscura y alta, al otro lado de la cerca, y en Greenwood había apenas unas pocas luces.

La barca golpeó contra el muelle y el guardia que los acompañaba, saltó para atarla a la anilla. Después ayudó a desembarcar a las pasajeras, empezando por Eibhlin, que recibió el bebé de manos de Daisy. Después bajó Skye y enseguida, Daisy. El guardia puso el equipaje en el muelle.

– Traeremos el resto de vuestras cosas mañana, milady -dijo.

Después saltó de nuevo al bote, desató la cuerda y dio la vuelta, río abajo.

Durante un momento, las tres mujeres se quedaron de pie en la noche ventosa, mirando a su alrededor.

– ¿Por qué no ha venido nadie a recibirnos? -murmuró Daisy con miedo.

– No tengo ni idea -contestó Skye-, pero hay luces en la casa.

Subió con decisión por los escalones del muelle hacia el parque, seguida por su hermana. Daisy caminó tras ella, luchando con el equipaje. Las altas puertas de la biblioteca brillaban con la luz de la chimenea cuando Skye puso la mano sobre la manija de la puerta y la abrió.

Cuando el viento de la noche entró en la habitación, cargado de humedad y lluvia, Niall Burke se volvió, asustado. Se quedó mirando con la boca abierta hasta que logró decir:

– ¡Skye!

– Sí, milord. Estoy en casa y me parece que ésta es una bienvenida muy pobre. Nadie ha acudido al muelle a recibirnos.