– ¡Es que no nos han dicho que veníais! ¡Adam! ¡Robbie! ¡Ha llegado Skye!
La puerta interior de la biblioteca se abrió de un golpe y De Marisco y Robert Small entraron corriendo en la habitación. El señor de Lundy estuvo a punto de besar a Skye, pero en lugar de eso, clavó los ojos color humo azul en esos ojos queridos color zafiro y tuvo que hacer un esfuerzo para no decir en voz alta lo que sabía que no debía decir.
– No sé cómo lo has hecho, Adam, pero te doy las gracias -le dijo ella con suavidad. Adam De Marisco asintió sin decir nada y Skye se volvió con rapidez hacía Robert Small-. Mi querido Robbie, gracias a ti también. Tengo mucha suerte con mis amigos, de eso no hay duda.
El pequeño capitán se enjugó las lágrimas que habían llenado sus ojos.
– Ahora basta de travesuras, milady. La próxima vez quizá no tengamos tanta suerte.
– Eso dice Cecil -admitió ella con sequedad-. Eibhlin, dame a Deirdre. -Skye cogió al bebé dormido en sus brazos y atravesó la habitación hasta donde estaba Niall-. Milord, quiero presentaros a vuestra hija Deirdre. Nació el doce de diciembre y ya tiene casi cinco meses.
Niall levantó la manta con los ojos llenos de curiosidad y miró por primera vez a su hija, que dormía.
– Cristo -musitó-, es tan pequeña. Y tan hermosa.
– ¿Pequeña? -ladró Eibhlin-. ¡No es pequeña, claro que no! Era pequeña cuando nació. Ahora es un bebé grandote y crece todos los días -le arrebató el bebé a Skye-. Supongo que habrá una cuna en esta casa, hermana.
– Daisy te la enseñará, Eibhlin.
Eibhlin miró a Adam de Marisco y a Robert.
– Venid, bufones grandotes -dijo-. ¿No veis que no va a besarla hasta que nos hayamos ido? -Y los sacó de la habitación.
Niall Burke se quedó de pie, mirando a su esposa.
– Amor mío -dijo con suavidad, y le temblaba la voz-. Te he extrañado tanto. Nunca pensé que me sentiría de ese modo. Ya es la tercera vez que te arrancan de mi lado, Skye.
– No volverá a suceder, Niall. Solamente Dios podrá separarnos de ahora en adelante. Te lo prometo.
– Es una promesa que pienso hacerte cumplir, amor mío -dijo él, y la besó, y el ardor que había guardado durante meses explotó en una ola de fuego que, si hubiera tenido sustancia, habría acabado con la casa y con toda la ciudad de Londres. Los labios de los dos exploraron el territorio conocido que les había sido negado durante tanto tiempo.
Ella se aferró a él. Los dedos de Niall le acariciaron con dulzura la cara vuelta hacia arriba, limpiándole las lágrimas que corrían lentamente por sus mejillas.
– No dejaré que te aparten de mí otra vez -repitió-. Te dejaré hacer lo que quieras en muchas cosas, pero no en todo, Skye. Eres demasiado empecinada. Este asunto podría haber terminado muy mal si no hubiera sido por la suerte de Adam de Marisco y por su inteligencia. Él te ama, amor mío. Y es doloroso verlo sufrir por eso. Y Robbie… Para él eres la hija que nunca ha tenido, Skye, y lo has asustado mucho. Si te hubiéramos perdido, no sé si te habría sobrevivido mucho tiempo.
– No volveré a eso, Niall. Te lo juro.
Él sonrió con su sonrisa lenta.
– Te deseo -dijo con tranquilidad.
– Y yo a ti -le contestó ella.
Él le tendió la mano y ella la tomó, y el placer de sentir cómo los dedos cálidos de su esposo se cerraban sobre los de ella la llenó de alegría con su sensación familiar. Salieron juntos de la biblioteca y subieron al dormitorio de Skye, el que daba al río. Se quitaron la ropa sin decir ni una palabra.
Mientras se desvestía, Skye sintió que la asaltaban los recuerdos. Caminó hasta la ventana y miró la noche que había empezado a clarear. Nubes de tormenta perseguían a la Luna en el cielo y, de vez en cuando, se veían las estrellas.
Recordó el momento en que había estado de pie en ese mismo lugar, mientras Geoffrey entraba en la habitación. ¿Cuánto tiempo había pasado? Debía de hacer más de una vida. Todo eso había terminado. Sonrió con el recuerdo de su conde Ángel colgado de una enredadera y, luego, lo descartó.
Volvió a prestar atención a Niall. Él estaba de pie, mirándola luchar con sus recuerdos, y la comprendía. Ella fue hacia él con paso orgulloso, y de puntillas, lo abrazó por el cuello y lo besó.
– Ahora es nuestro tiempo, esposo mío. Nuestro tiempo. Ahora y siempre. -Él sonrió y la tomó entre sus brazos para llevarla a la cama.
Por la mañana, el sol se alzó tibio y radiante por primera vez en muchos días. La primavera había llegado a Inglaterra. Skye se despertó contenta y relajada. Hacía muchos meses que no se sentía así, y enrojeció al pensar en el placer de la noche anterior.
Con gesto travieso, se subió sobre Niall, que dormía boca arriba, y él le contestó con un murmullo amodorrado. Después dijo, sin despertarse del todo todavía:
– Eso es hermoso, Rose querida, no te detengas.
– ¿Rose? ¡Desgraciado! -chilló ella, furiosa. Agarró un puñado del cabello negro de él y tiró de él con todas sus fuerzas.
– ¡Auj! -rugió él, sacudido por espasmos de risa. Se volvió y la aprisionó y ella sintió su pene, erecto, que la buscaba. Estaban mirándose cara a cara, y los ojos plateados brillaban. Él la levantó con cuidado y luego la bajó sobre su cuerpo, introduciéndose poco a poco en su vagina. Los ojos de ella estaban abiertos de sorpresa y pronto se llenaron de deseo.
Las manos de él se levantaron para jugar con las frutas redondas y perfectas de los senos y al levantar la cabeza para beber de uno de los pezones oscuros, los ojos se le abrieron de sorpresa cuando sintió cómo la leche le llenaba la boca. Fascinado, siguió chupando, y Skye, excitada de pronto, descubrió que sus caderas se movían al ritmo del placer y no supo cuándo habían empezado a moverse. Estaba escandalizada por su propia reacción y por la de él, pero ninguno de los dos podía detenerse. Incapaz de controlarse, se apartó un poco de él, arqueó el cuerpo, echó hacia atrás la cabeza y se dejó ir en el clímax. Y el placer llegó al cenit cuando sintió que él hacía lo mismo.
Después se derrumbó sobre el cuerpo de él, que la colocó a un lado con mucha suavidad.
Cuando se le tranquilizó la respiración, él dijo, como si no estuviera del todo decidido a hablar:
– Skye, lo lamento, lo lamento mucho.
– No te entiendo, amor mío.
– Lamento haberle robado el desayuno a mi hijita -le contestó él, avergonzado.
Ella rió con suavidad.
– No te preocupes, Niall. Tengo dos.
– ¿Dos?
Skye rió bajito, realmente divertida.
– Dos senos, mi tonto señor. Uno es más que suficiente para el desayuno de Deirdre y será mejor que la mande buscar, porque Cecil me dijo ayer que tenemos que abandonar Londres hoy a más tardar.
– No te vayas, amor mío -rogó él-. Hace tanto tiempo.
– Tuviste a Rose para acompañarte mientras yo estaba en la Torre.
– No, amor mío. Desde el día que nos reconciliamos y nos casamos realmente, no ha habido nadie más. Nadie. -Los ojos color zafiro se hundieron en los ojos de plata.
Skye supo que Niall le decía la verdad.
– Gracias, Niall -dijo ella-. Gracias por eso.
Hubo un golpeteo en la puerta y se oyó la voz de Eibhlin:
– Tu hija necesita comer y tenemos que empezar el viaje pronto. Si no os habéis unido en todo este tiempo, nada puede ayudaros.
Skye rió, se envolvió en una bata y abrió la puerta para tomar a Deirdre de manos de su hermana.
– Que Daisy me prepare un baño, Eibhlin, por favor -dijo-. Si voy a pasar los próximos días viajando, quiero empezar limpia.
Eibhlin sonrió.
– Estás radiante, hermanita -aseguró, y se fue.
Skye volvió a la cama y colocó a Deirdre sobre la colcha. Fascinado, Niall se inclinó y miró a su hija, que levantó la carita y empezó a llorar.
– Dios mío, ¿qué he hecho? -dijo Niall, y retrocedió, asustado.