Él estaba impresionado. El astrólogo siempre había adivinado su futuro.
– ¿Y si me caso?
– Eso no cambiará nada, mi señor.
– Entonces, me casaré con ella. Porque la amo más que a cualquier otra mujer y quiero ponerla por encima de las demás.
– Y cuando te abandone, ¿la dejarás marchar?
– No me abandonará, Osman. No me dejará porque va a tener hijos conmigo. No es una mujer que abandone a sus hijos. Me dará hijos, ¿verdad?
– No estoy seguro de eso, mi señor. Será madre de muchos hijos, pero sin una comparación exacta de su fecha de nacimiento y la tuya, no puedo decirlo con seguridad.
– ¡Me dará hijos! -aseguró él con firmeza.
Osman sonrió sin convencimiento.
Le preocupaba Khalid. La misteriosa mujer traía confusión a la carta de Khalid el Bey. Había una zona oscura que Osman no podía desentrañar, y eso le preocupaba. Sin embargo, si su amigo estaba decidido a casarse por lo menos tenía que elegir el día más propicio. Extendió sus cartas con cuidado, hizo cálculos y finalmente dijo:
– El sábado, cuando salga la luna, la tomarás por esposa.
– Gracias, amigo mío. Vendrás a celebrarlo con nosotros, ¿verdad?
– Sí, por supuesto. ¿Va a ser una fiesta a lo grande, Khalid?
– No, Osman. Solamente media docena de invitados. Mi banquero, el jefe de la hermandad mercante, el intérprete de Alá, el comandante turco y Jean, mi secretario.
– ¿Y Yasmin?
– No lo creo.
– Yasmin te ama, Khalid.
– Yasmin cree que me ama, Osman, y aceptará mis planes por su fe en mí. Además, ya no tendrá contacto con Skye. No puedo dejar que mi esposa trate con una prostituta.
Osman tuvo que reírse.
– Esas son palabras del musulmán y el español que hay en ti, Khalid. -Se puso en pie-. Hasta el sábado, mi señor Bey. Te deseo suerte con Yasmin.
Khalid el Bey se sentó a meditar en soledad un rato. El astrólogo tenía razón. Yasmin era un problema y debía solucionarlo. Cuanto antes, mejor. Se levantó, pidió caballos y en el calor de la media tarde, cabalgó hasta el corazón de la ciudad y la Casa de la Felicidad.
El edificio que albergaba su más famoso burdel estaba construido alrededor de un patio con una gran fuente central. El flanco de la casa, que daba a la calle, era blanco y sin ventanas ni adornos, excepto en la entrada, una doble puerta de roble ennegrecido con grandes columnas de bronce pulido. Junto a las puertas había dos gigantes negros vestidos con pantalones de raso escarlata y chaquetillas de tela dorada, turbantes y babuchas acabadas en punta. Tenían el atlético pecho desnudo y musculosos brazos aceitados que brillaban a la luz del sol y de las antorchas. Sonrieron con dientes brillantes cuando el amo pasó a caballo junto a ellos en dirección al patio.
Khalid el Bey desmontó y entregó las riendas a una hermosa niña de diez años que le sonrió con un gesto adulto y provocativo. Tenía los pies y los senos desnudos y vestía sólo unos pantalones de gasa blanca que dejaban ver sus redondas nalgas. Una buena innovación, pensó Khalid, que sabía que muchos de sus clientes berberiscos preferían a las niñas impúberes.
Durante un minuto se quedó allí de pie, mirándolo todo con aires de patrón. Todo estaba en orden. Se alegró. Las paredes de ladrillo estaban bien cuidadas, los setos bien cortados, los cuadros de flores coloridos y fragantes.
– ¡Mi señor Khalid, qué honor! -Yasmin bajó corriendo por los escalones de la puerta a recibirlo con el caftán de seda negra y oro aleteando al viento. Se había perfumado con almizcle y él vio sus pezones color bermellón a través del brillo de la seda. Tenía el cabello dorado adornado con perlas negras, y una gardenia color crema detrás de una oreja. Khalid siempre se había asombrado de la forma en que ella intuía la llegada de un cliente importante y bajaba inmediatamente a recibirlo.
– Mi querida Yasmin, estás tan hermosa como siempre. -Khalid rió por dentro cuando la vio inflarse de placer-. Ven. Quiero hablar contigo. -La condujo a las habitaciones que ella ocupaba en el edificio y esperó pacientemente a que le sirvieran café y tortitas de almendra y miel.
Finalmente, ella le preguntó:
– ¿Cómo está Skye?
– De eso precisamente es de lo que he venido a discutir contigo -le explicó él-. He decidido que este tipo de vida no es para ella.
– ¡Loado sea Alá! ¡Por fin habéis recuperado el sentido común!
Él sonrió levemente.
– No te gusta Skye, ¿verdad?
– ¡No!
– Entonces, ya no tendrás que encargarte de ella, Yasmin.
– ¿La habéis vendido?
– No. Voy a tomarla por esposa. El intérprete de Alá de Argel nos unirá el sábado cuando salga la luna.
La cara de Yasmin cambió de pronto. Luego, recuperándose tan rápidamente como pudo, rió débilmente.
– Bromeáis, mi señor… Es gracioso, me asustasteis. ¡Ja, ja!
– No es broma -dijo él con voz calmada-. Skye será mi esposa.
– ¡Pero es una esclava!
– No, ya no lo es. La he liberado. Nunca fue esclava, Yasmin.
– ¿Y yo sí?
– Tú naciste esclava, de padres esclavos y antepasados esclavos. Es tu destino.
– ¡Pero yo os amo! ¿Skye os ama? ¿Cómo puede amaros? Apenas os conoce. Yo os conozco, Khalid y sé lo que os gusta. ¡Dejadme satisfaceros! -rogó, y se arrojó a sus pies.
Él la miró con sincera pena. Pobre Yasmin, con todas sus artes orientales para agradar a un hombre. Sí, las había disfrutado una vez, pero después lo habían aburrido. La forma de amar del Medio Oriente era degradante para la mujer. Se le enseñaba a complacer a un hombre que se dejaba hacer, sin tomar la iniciativa, excepto para eyacular mecánicamente la semilla. Era la mujer la que debía ser agradable, la mujer la que tenía que hacerlo todo. La responsabilidad del placer del acto era de ella, y si fracasaba…, bueno, para eso estaba la tunda de bastonazos.
Cuánto mejor, pensó, era la forma europea de hacer el amor, en la que el hombre era el que tomaba la iniciativa, en la que la virilidad dominaba y sometía a la mujer y el clímax de ella era un acto de sometimiento, el más dulce. Eso excitaba los sentidos del hombre y halagaba su orgullo.
– Amo a Skye -dijo Khalid entonces-, y la decisión ha sido mía. Y tú, mi más preciada y hermosa esclava, no tienes derecho a cuestionarla.
– ¿Qué haréis conmigo?
– Nada. Seguirás con tus obligaciones. -Y después de una pausa, Khalid le preguntó-: ¿Te gustaría que te liberara, Yasmin? Así te pagaría por todo lo que has hecho por mí.
Yasmin se horrorizó. Su esclavitud la ligaba a Khalid el Bey. Sin ella, él podría echarla cuando quisiera, y ahora probablemente lo haría.
– ¡No! ¡No, mi señor! No quiero mi libertad.
– Bueno, está bien, amiga mía. Será como desees. Ahora, levántate, Yasmin y despídeme. -Se levantó. La tomó del brazo para ayudarla a ponerse en pie-. Realmente eres inestimable para mí, Yasmin -añadió en voz baja, y aunque ella sabía que era sólo una forma de consolarla, se sintió un poco mejor.
– ¿Cuándo creéis que puedo ir a desearle suerte a lady Skye?
– Preferiría que no lo hicieses, Yasmin. Como cualquier hombre sensato, prefiero que mi esposa no tenga nada que ver con mis negocios.
– Comprendo, mi señor Khalid -dijo ella con suavidad, y pensó con amargura: «Sí, lo comprendo perfectamente. No quieres que tu preciosa esposa tenga tratos con una prostituta. ¡Y yo soy una prostituta!»
Caminaron hasta el patio iluminado por el sol y la muchachita de diez años le trajo el caballo a Khalid. El Señor de las Prostitutas de Argel rió y acarició a la niña en el mentón, luego le entregó una moneda de plata.
– Un hermoso detalle, Yasmin -le dijo como cumplido. Luego, montando en el brioso animal, Khalid el Bey se alejó de su burdel.