– ¡Felicitaciones, mi señor! ¡Larga vida y muchos hijos! -exclamó el mayordomo, mientras los hacía pasar al salón de banquetes.
Había esclavos aguardando para tomar las capas de los invitados y traer las vasijas de agua de rosas y las toallas de suave lino para que todos pudieran lavarse las manos y la cara. Una vez refrescados, los invitados se sentaron sobre grandes almohadones alrededor de la mesa.
– Caballeros -dijo Khalid el Bey, sentado a la cabecera-, me siento honrado y satisfecho de que hayáis venido a compartir este momento conmigo. Quiero compartir mi felicidad con vosotros y, por lo tanto, quiero regalaros a cada uno una virgen adiestrada en mi Casa de la Felicidad para que disfrutéis con ella de muchas noches de placer. -Dio una palmada y entraron las seis muchachas, vestidas con colores de mariposa. Avanzaron danzando como leves plumas hasta los caballeros a los que habían sido asignadas.
– ¡Por Alá! -exclamó el capitán Jamil-, ¡sí que hacéis las cosas con estilo, Khalid! Ni siquiera en Constantinopla he visto modales como los vuestros. Escribiré al Sultán para contárselo.
– Muchas gracias -dijo Khalid como sin darle importancia. Estaba mucho más conmovido por la reacción de los otros huéspedes. El mercader y el banquero miraban embelesados a las rubias. Y Jean se había quedado sin habla al ver a la muchachita tímida que le dio la bienvenida en su propia lengua, en dialecto bretón. El intérprete de las escrituras hasta tenía una sonrisa en el rostro…, y era la primera vez que Khalid descubría en él semejante reacción. Osman también parecía contento con la muchacha que le había asignado.
El capitán Jamil inspeccionó cuidadosamente el «regalo» que le habían hecho.
– ¿Y vuestra novia, Khalid? ¿Dónde está?
Como respondiendo a su pregunta, en ese preciso instante se abrieron las puertas del salón de banquetes y entraron cuatro esclavos negros en pantalones de seda roja portando una litera. La depositaron cuidadosamente en el suelo y el mayordomo ofreció la mano a la velada ocupante que venía en ella para ayudarla a sentarse junto al Bey.
Llevaba unos pantalones de seda fina color lavanda, de corte bajo. La faja ancha, estampada con flores violetas sobre un fondo dorado, subía hasta el ombligo. Usaba sandalias de oro bordadas con perlas violetas. Tenía puesta una pechera sin mangas de terciopelo violeta con un bordado floreado en hilo de oro y perlas cultivadas, y finos brazaletes de oro. Una sola hilera de perlas colgaba de su cuello hasta bien abajo y dos grandes perlas a juego adornaban sus orejas. Llevaba el renegrido cabello suelto y salpicado de polvo dorado. Un leve velo malva velaba su cara debajo de los maravillosos ojos pintados de azul.
– Caballeros, mi esposa, Skye muna el Khalid -dijo Khalid el Bey mientras se inclinaba y le levantaba el velo.
Los hombres la miraron en silencio, un silencio absoluto. Todo en esa muchacha, la piel suave y sin marcas, los ojos azules, los labios carnosos rojos, la nariz delicada y respingona, todo era exquisito. Finalmente, el banquero logró decir unas palabras.
– Khalid, amigo mío, yo tengo cuatro esposas. Reuniendo la belleza de las cuatro, no igualaría la de la vuestra. Sois un hombre afortunado.
Khalid el Bey rió.
– Gracias, Memhet… Tu alabanza me hace feliz.
En ese momento, los sirvientes empezaron a servir el banquete. Se llenaron las vasijas de oro con jugos helados y los músicos empezaron a tocar discretamente detrás de su cortina tallada. Sirvieron un cordero entero relleno de arroz condimentado con azafrán, cebollas, pimientos y tomates. Había vasijas con yogur; aceitunas verdes, negras y púrpuras, y pistachos. Los esclavos distribuyeron hogazas de pan y sirvieron a cada comensal una pequeña paloma asada en un nido de berro. A medida que los jugos fermentados de fruta ayudaban a los invitados a relajarse, todo el mundo se sintió más libre y el ruido aumentó. Los hombres empezaron a alimentar a sus compañeras ofreciéndoles pequeños trocitos con la boca.
El intérprete de las escrituras estaba sentado a la derecha de Khalid, y Skye, a su izquierda. Junto a ella se sentaba el capitán Jamil, que no había podido quitarle los ojos de encima.
– Es una lástima -murmuró con suavidad para que solamente ella pudiera oírlo- que Khalid decidiera quedarse contigo, querida. Habría hecho una fortuna vendiendo tus encantos. Yo habría pagado el rescate de un rey para poseerte primero. Sin embargo, es bueno saber que el Señor de las Prostitutas de Argel tiene alguna debilidad humana.
El rostro de Skye enrojeció, pero no contestó. Él volvió a reír.
– Eres la mujer más hermosa que he visto jamás, esposa de Khalid el Bey. Tu piel brilla como madreperla. Soñaré muchas noches con tus largas piernas y tus senos perfectos y pequeños, que son como frutas tiernas. No sabes cómo deseo probar esos frutos jóvenes y dulces… -Se inclinó hacia ella para coger unas aceitunas y su brazo le rozó deliberadamente.
– ¿Cómo os atrevéis? -le siseó ella, furiosa-. ¿No respetáis a mi esposo, que es vuestro anfitrión? ¿O es que los turcos no tenéis honor?
Él respiró con fuerza.
– Algún día, hermosura, te tendré a mi merced. Y cuando ese día llegue, pagarás muy caro este insulto.
Para su sorpresa y su disgusto, Skye no parecía asustada. Solamente hizo un gesto a los sirvientes para que retiraran los platos de la mesa y sirvieran los siguientes. El esclavo que preparaba el café, arrodillado frente a su mesa baja, empezó a moler los granos y puso a hervir el agua. Los otros esclavos colocaron sobre la mesa boles de cristal colorido con higos, uvas, naranjas, frutos secos, dátiles glaseados y pétalos de rosa. También trajeron fuentes de plata con tortas horneadas y boles con almendras garrapiñadas, que colocaron frente a cada invitado. Volvieron a llenar las vasijas con jugos de frutas con hielo picado, y nieve traída de las montañas Atlas. El Bey se inclinó para besar a su esposa.
– Todo está perfecto, mi Skye. Es como si hubieras nacido para cumplir con las obligaciones del ama de un castillo.
– Tal vez realmente nací para eso -dijo ella con suavidad.
Empezaron los entretenimientos. Hubo luchadores, juglares y hasta un mago egipcio que hacía aparecer y desaparecer los más variados objetos. Finalmente, llegaron las bailarinas. Había seis al comienzo, pero luego solamente quedó una criatura muy voluptuosa, un cuerpo que se contoneaba apasionada y seductoramente ante cada uno de los huéspedes. Skye se dio cuenta de que los invitados se habían quedado mudos. Ya no se charlaba y el único sonido en la habitación era el de la música, el quejido insistente de las flautas, el toque de los tambores, las castañuelas de bronce que desafiaban a los músicos con su ritmo, entre los dedos de la bailarina. Skye miró a su alrededor y vio que algunos huéspedes se habían retirado al jardín. Otros habían empezado a hacer el amor allí mismo, sobre los almohadones. Enrojeció y se volvió hacia su esposo. Con los ojos brillantes, Khalid se puso en pie y la abrazó con fuerza.
– Creo -dijo- que ya es hora de que nos escapemos. Vamos, amor mío.
– ¿Adónde, Khalid?
– A una casa secreta que tengo en la costa. Pasaremos la luna de miel allí, amor mío, libres de negocios y amigos impertinentes. -La llevó de la mano hacia la noche fresca de Argel y sólo se detuvo para tomar su abrigo y colocar sobre los hombros de Skye otro de seda malva, forrada en cuero de conejo. Frente a la casa esperaba un gran potro blanco. Khalid el Bey saltó sobre su lomo y ayudó a su mujer a montar.
Cabalgaron hacia la ciudad y luego hacia el mar. Siguieron la playa durante varios kilómetros. La luna brillaba sobre el agua. Skye miró el cielo de terciopelo y notó que le costaba respirar. Las estrellas parecían tan grandes, tan cercanas, que tuvo ganas de alargar el brazo y coger un puñado. Se apretó contra Khalid y apoyó la cabeza sobre el corazón de su esposo para oír el latido firme, acompasado. Y mientras cabalgaban, notó una familiaridad en el rugido del mar y el olor salobre del aire húmedo y fresco. Por alguna razón, esas sensaciones la sosegaban. No sabía por qué. Khalid permaneció en silencio y ella no quería hablar, porque tenía miedo de romper el hechizo que los envolvía.